Cuando me paro a contemplar mi estado
y a ver los pasos por dó me ha traído,
hallo, según por do anduve perdido,
que a mayor mal pudiera haber llegado…
(Inca Garcilaso de la Vega. Soneto I)
La larga fila de espera -que comienza a eso de las 05:00 hrs de la mañana- no forma parte de los mejores souvenirs de un inmigrado, pero no hay de otra.
Gentes cuyo color de piel ofrece matices indescriptibles, originarias de lugares de los que ni siquiera has oído hablar, africanos, asiáticos, medio-orientales, insulares, sudakas e incluso más de algún europeo, nos alineamos pacientemente para obtener el tan ansiado récépissé. Corría el año de gracia de 1975. Los primeros pasos en la República Francesa dejan enseñanzas inolvidables.
Al cabo de un buen tiempo de espera llegué a la ventanilla en la que debía requerir mi carte de séjour, o permiso de residencia. El récépissé es el recibo que da fe de tu solicitud: con él puedes circular y hasta trabajar en la Galias.
Al acercarme a la ventanilla, por razones que no comprendí y que seguirán siendo un misterio hasta el día en que la palme, la funcionaria que debía acoger mi demanda me ladró, me llamó del nombre del puerco y me sugirió que regresase ipso facto a mi claustro materno.
Mi francés macarrónico no daba para entablar una conversación, mucho menos para un debate en torno a los derechos legales de un pinche refugiado, de modo que abandoné el intento pasablemente enchobado como dicen en Chiloé.
Alguien me sugirió elevar una viva protesta ante el gobierno de la República, lo que tuvo el mérito de hacerme reír y de devolverme el buen humor. Pero ante la insistencia familiar decidí enviarle un correo al ministro del Interior, pasándome por el forro al gobierno provincial. Escéptico como soy, me acordé de esos versos del Temucano que dicen:
Francisco me hizo la carta,
y aunque no tuve respuesta,
no me eché a morir por eso,
¡lo qu’es bueno siempre cuesta!
La carta me la hizo mi cuñada francesa, pero pensé que mi hermano Alan perdía plata pagando las estampillas. Para mi estupefacción, a los tres días recibí un sobre dirigido a mi apelativo y nombre, desde el gabinete del ministro del Interior. Allí pude leer que el ministro sentía lo ocurrido, me pedía disculpas y me rogaba concurrir nuevamente a la Prefectura, exactamente a la misma ventanilla, aduciendo: “ya he dado las instrucciones que la situación impone”.
Firmado: Michel Poniatowski, Ministro del Interior.
Me costó cerrar el tarro, incrédulo y sorprendido como estaba.
Para tus archivos debo precisar que en ese momento el presidente de la República era Valéry Giscard d’Estaing, un aristócrata de alcurnia que años más tarde tuve la ocasión de conocer. En esa oportunidad le agradecí la protección que la Francia que él presidía me había ofrecido. Su respuesta- cálida y sencilla- fue la de un gran señor y distinguido caballero. Uno nunca termina de aprender…
En cuanto a Michel Poniatowski… desayúnate: emparentado a Stanislas-Auguste Poniatowski (1764-1795) último rey de Polonia, a Joseph Poniatowski, mariscal de Napoléon I, tataranieto de Joseph Poniatowski príncipe de Monterotondo, Michel Poniatowski era hijo del príncipe Charles Casimir Poniatowski y de la noble dama Anne de Caraman-Chimay. Entre sus gracias se contó el haber sido resistente antinazi durante la Ocupación, lo cual permite comprender su augusto comportamiento.
Aún estupefacto… decidí seguir su consejo y a la mañana siguiente madrugué para ir nuevamente a la Prefectura. Hice la cola como tododiós, hasta que finalmente llegué a la dichosa ventanilla. Allí se encontraba la misma funcionaria, que me reconoció y palideció al verme. Sin decir nada se levantó y fue a buscar a su jefe. Un señor de alguna edad, vestido de weón importante, muy serio, me dio toda clase de disculpas, me rogó creer que su tarea y la de sus subordinados consistía en servir y darle satisfacción a cada cual, me pidió tener la bondad de perdonar a la funcionaria, y además que olvidase el mal momento vivido asegurándome que mi solicitud sería tramitada en tiempo record y a mi plena satisfacción. Así obtuve mi récépissé y luego mi carte de séjour. Y recibí una lección de lo que significa la República.
Hace unos días asistí a un taller literario en Chévry-en-Sereine, pueblito cercano a la aldea en que vivo. Al llegar al lugar de la reunión, vecino al municipio, vi un antiguo paradero de buses transformado en biblioteca libre. Abundan en Francia: lugares abiertos en los que puedes depositar tus libros ya leídos, y tomar aquellos que despiertan tu interés. Ya era tarde, pero los últimos fulgores de un sol raquítico y agonizante me revelaron un título que me atrajo por dos razones. Su título, Talleyrand et l’ancienne France (1754-1789), y su autor… ¡que no es otro que Michel Poniatowski!
En la Historia de Francia no puedes evitar a Charles-Maurice Talleyrand.
Ya había leído un puñao a propósito de este trepa excepcional, incluyendo- desde luego- el magistral Talleyrand, le prince immobile, de Emmanuel de Waresquiel. Allí aprendes a conocer la persona, sus excepcionales cualidades, su insondable ambición, su desmesurada capacidad e inmejorable disposición para traicionarlo todo y a todos, así como sus inigualables habilidad y destreza para robar y disponer de las arcas ajenas.
El libro de Poniatowski comienza muy bien…
Son conocidas las dudas a propósito del abolengo y la prosapia de los Talleyrand, que en realidad nunca descendieron de los condes de Périgord. Durante la Restauración, Louis XVIII se cachondeaba de Charles-Maurice diciendo maliciosamente: “M. Talleyrand se equivoca sólo en una letra en sus pretensiones: él es DEL Périgord, y no DE Périgord”. La partícula “de” era utilizada para señalar un origen aristrocrático reconocido por el sistema monárquico. Tal partícula “de”, seguida del nombre de la región de la cual eras el amo, atestaba de tu poder, de tu linaje, de tu calidad de miembro de la clase dominante.
De ahí que Poniatowski puntualice:
“El fraude genealógico era tan practicado en el siglo XVIII que la Academia había ilustrado la palabra genealogista con esta definición: ‘los genealogistas le harán descender a Ud. de donde quiera’, dándole una interpretación elegante a la locución entonces proverbial ‘mentir como un genealogista.’”
Charles-Maurice Talleyrand comenzó pues defraudando la verdad de sus orígenes… y no fue el único. Poniatowski precisa:
“A menudo, las familias ni siquiera se molestaban con los genealogistas y se fabricaban ellas mismas feudos, nombres y títulos que pretendían tener desde tiempos inmemoriales”.
Talleyrand nació con un defecto que le acompañó toda su vida, y que trató de explicar de diversos modos: tenía pies equinovaros. Poniatowski dice que, admitida esta verdad, se plantea otra cuestión relativa a las gentes afectadas por esta discapacidad:
“¿Existe alguna afección del organismo, especialmente creadora de desconfianza y de conflicto?”
El doctor Luys, que había operado cerebros de sujetos que padecían esa malformación, aseguró haber encontrado “atrofias de la región paracentral y, aún más frecuentemente, atrofias concomitantes de la frontal superior”.
Talleyrand, tan diversamente juzgado, habría presentado pues -según Poniatowski que cita al doctor Luys- una curiosa confusión de cualidades y defectos:
“Desprovisto de la noción del bien y del mal, de un corazón subalterno bajo la aristocracia de sus maneras, no sabiendo sino obedecer o traicionar, sin suceptibilidad porque carente de honor, y de una espantosa desfachatez en sus afirmaciones contrarias a la verdad”.
Tal descripción hace pensar en un canciller chileno contemporáneo (luego ministro del Interior lo que hace pensar en las hazañas de Fouché, otro desalmado), si no fuese que si toda su vida fue un trepa nunca se ha probado que tenga cerebro.
Charles-Maurice fue siempre amigo de Mirabeau, otro corrupto y corruptor, así como de Adolphe Thiers, el masacrador de la Comuna de París. Dios los cría…
Talleyrand fue destinado por su familia a la carrera eclesiástica aun cuando- por una vez Talleyrand dijo la verdad…- no tenía ninguna vocación religiosa.
Abreviando, llegó a ser obispo de Autun, lugar en el que palpaba, en el cual tuvo la amabilidad de posar sus equinovaros pies sólo una vez, por muy escasos días. Sin embargo la Iglesia fue el primer peldaño de su imponente ascensión.
En 1797 fue nombrado ministro de RREE del Directorio gracias a su amiga Madame de Staël, hija del banquero Necker. Entonces Talleyrand le comentó a Benjamin Constant:
“Ya tenemos el cargo, allí hay que hacer una fortuna inmensa, una inmensa fortuna.”
A partir de ese momento, este hombre “interesado al que siempre la faltaba plata”, adquirió la costumbre de recibir importantes sumas de dinero de todos los Estados extranjeros con los cuales debía tratar: Talleyrand no trabajaba tanto para Francia como para sus propios intereses.
La traición, el dinero y las mujeres fueron su entretención preferida. Tal vez por eso Napoleón- del cual fue ministro- le dijo un día:
“Talleyrand… Ud. no es sino mierda en medias de seda…”
Charles-Maurice tenía la costumbre del bien vestir. Los historiadores se divierten contando las felonías de Charles-Maurice, que traicionó a la Iglesia, a la Revolución, a la República, al Directorio, al Consulado, a Napoleón, al Imperio, a Louis XVIII y- créeme- me quedo corto.
Curiosamente, fue uno de los pocos personajes de la época que conoció Rusia y los EEUU, de los cuales previó: “algún día esas grandes potencias se enfrentarán…”.
Si un día te topas con una biografía de Talleyrand, un consejo, léela.
Por lo menos aprenderás que los peores delincuentes no son necesariamente los de pistola y pasamontañas.
Demasiado frecuentemente los más peligrosos criminales se visten con los perendengues de la diplomacia, de los altos cargos e incluso de gobierno.
rmh/lc