A mediados de 1926, mientras se escuchaba la algarabía feliz de los muchachos que retozaban alrededor de su casa natal en Cértegui, poblado que se localiza en la región Pacífica del Chocó, el niño Arnoldo de los Santos Palacios Mosquera, de apenas dos años de edad, único varón de Venancio y Magdalena, sintió que no podía moverse dentro del lecho en el que acababa de despertar.
Por José Luis Díaz-Granados
Colaborador de Prensa Latina
Tanto el padre como la madre le insistían en que se levantara y se dirigiera al comedor, y el niño, que, sofocado por el intenso calor de la estrecha alcoba, hubiera querido liberarse de ese incómodo e incomprensible estado físico, sentía que le era absolutamente imposible intentar el más mínimo movimiento corporal.
La madre y las nanas que le acompañaban, en medio de la desesperación, comenzaron a evocar a todos los santos y santas de su devoción, mientras el padre salía a buscar a los más cercanos curanderos del pueblo. Uno de ellos recetó de inmediato masajes con bálsamos y menjurjes, de la cintura para abajo, lo que resultó inútil, pero por lo menos, encendió una luz de optimismo cuando se les dio la seguridad de que el niño no moriría.
Muchos años después, en la madurez de su existencia, en la casa de Normandía que le regaló el presidente de Francia, Francois Mitterrand, Arnoldo Palacios, junto a su esposa francesa Beatrice, antropóloga, traductora y estudiosa del tema de la negritud, y sus hijos Jean Luc, Pol, Eloísa, Matías y Leopoldo, evocaría las tinieblas de esos duros momentos, con los cuales escribiría el párrafo inicial de su portentoso libro Buscando mi madredediós, que dice textualmente:
“No sabría recordar el tiempo ni la impresión de haber caminado niño con mis propias piernas. En cambio, no se borrarían de mi memoria las horas en que me desperté en mi camastro sin poderme levantar”.
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Arnoldo Palacios nació en Cértegui, el 20 de enero de 1924. A los 15 años, con los mayores impedimentos y limitaciones corporales, se trasladó a Quibdó, capital del Chocó, luego de haber iniciado estudios elementales en la escuela pública de Cértegui y de Ibordó, y de haber descubierto una precoz adicción a la lectura de los grandes clásicos, cuyos libros llegaban al corazón de la selva a través de maestros y condiscípulos, que no vacilaban en prestárselos al joven e inquieto intelectual en cierne.
Así, en la plenitud de su adolescencia, Arnoldo leyó la Ilíada y la Odisea, Don Quijote de la Mancha, Edipo Rey, Romeo y Julieta, María de Jorge Isaacs y Quo Vadis, entre otros. Todo ello ocurría dentro de las incomodidades propias de quien se moviliza por todas partes a rastras, gateando, o con la ayuda de unas muletas rudimentarias.
A comienzos de la década del 40, después de haber cursado la enseñanza primaria en el Colegio Carrasquilla de Quibdó, y en medio de toda clase de obstáculos y contrariedades, viaja a Buenaventura donde toma un tren que lo conduce a la capital de la república y allí inicia semanas después su educación secundaria en el Externado Nacional “Camilo Torres”, con una beca concedida por el rector del establecimiento docente, el eminente educador y humanista José María Restrepo Millán.
En el externado fue compañero de aula de Jaime Posada, futuro periodista estrella de El Tiempo, ministro de Educación Nacional y presidente de la Academia Colombiana de la Lengua.
En la biblioteca escolar completa el ciclo inicial de su cultura literaria de manera autodidacta, con la cual se va desarrollando a plenitud su vocación literaria, especialmente en el arte de narrar novelas, cuentos y crónicas periodísticas.
Es entonces cuando Arnoldo Palacios no duda en comenzar a escribir una novela donde recrea, entre recuerdos y vivencias, ciertos dramas personales, en especial el del hambre, las injusticias sociales, la explotación inhumana y los tratamientos discriminatorios por parte de los poderosos patronos del oro y del platino hacia los trabajadores de ascendencia africana y los indígenas de los pueblos originarios.
El manuscrito de esa obra, titulada Las estrellas son negras, que el autor guardaba celosamente en la gaveta de la oficina de un amigo en la Avenida Jiménez de Quesada, desapareció entre las llamas que arrasaron el centro de Bogotá el 9 de abril de 1948, cuando el caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán cayó acribillado en la puerta de su oficina, víctima del odio partidista y sectario, por lo que sus millares de correligionarios salieron iracundos a las calles a vengar el magnicidio.
Esa horrible noche, Arnoldo permaneció oculto en el “Félix”, tradicional restaurante bogotano que aún existe, frente al edificio de El Espectador, de donde salió al día siguiente en busca de refugio seguro, el cual encontró en casa del jurista Luis Carlos Pérez y su esposa, la notable poeta colombiana Matilde Espinoza.
Pocos días después, el poeta “piedracielista” Carlos Martín, quien se desempeñaba como secretario general del Ministerio de Educación, le ofreció al afligido narrador una oficina con escritorio, papel y máquina de escribir, para que pudiera reconstruir su novela.
Y en esa forma, pudo Arnoldo Palacios culminar Las estrellas son negras, cuya primera edición la publicó un año después Clemente Airó, escritor republicano español refugiado en Colombia, en su famosa Editorial Iqueima, con prólogo del profesor José María Restrepo Millán e ilustración de la carátula del pintor Alipio Jaramillo.
La novela tuvo un reconocimiento relativo. Tanto el público lector como los críticos y comentaristas bibliográficos recibieron con discreto entusiasmo la novela primigenia del joven escritor del Chocó. Tuvieron que pasar largos años para que esta reveladora novela del Chocó profundo recibiera el justo reconocimiento de los lectores de su patria.
El nombre de Arnoldo Palacios era en ese entonces medianamente conocido en los círculos intelectuales de la capital, sobre todo por sus ensayos, crónicas, entrevistas y artículos de prensa, que se publicaban cada siete días en el semanario Sábado, dirigido por Plinio Mendoza Neira y Abelardo Forero Benavides, y en donde colaboraba la “crema y nata” del periodismo cultural colombiano con letrados de la talla de Armando Solano, Germán Arciniegas, Alberto Lleras Camargo, Juan Lozano y Lozano, Eduardo Caballero Calderón, Darío Samper, Anna Kipper, Elvira Mendoza, Luis Eduardo Nieto Caballero, Otto Morales Benítez, Marzia de Lusignan, Germán Pardo García y Fernando Guillén Martínez, entre otros.
En los años siguientes, el joven escritor de Cértegui colaboró con Noticias Culturales, del Boletín del Instituto Caro y Cuervo, con textos escritos en impecable prosa donde comentaba tanto obras de autores clásicos españoles como de figuras descollantes de la cultura y la política del Chocó (Adán Arriaga Andrade y Diego Luis Córdoba, entre otros), sobre los literatos y bohemios que se reunían en el Café La Fortaleza que después se convertiría en el legendario Café Automático, al que hicieron famoso poetas y pintores como León de Greiff, Rafael Maya, Jorge Zalamea, Luis Vidales, Arcadio Dulcey, Hernando Vega Escobar, Jaime Ibáñez, Jorge Gaitán Durán, Marco Ospina y jóvenes promesas literarias de Colombia, entre las cuales se destacaban Carlos Ramírez Argüelles, Marco Fidel Chaves, joven poeta de Cali precozmente prologado por Neruda, Maruja Vieira, Emma Buenaventura y Lucy Tejada.
Este importante ciclo periodístico del escritor chocoano -junto con sus posteriores escritos del mismo género desarrollados desde Europa-, fue investigado a profundidad y luego compilado por el escritor, librero y editor Álvaro Castillo Granada, quien, en 2009, con la anuencia entusiasta del autor, publicó bajo el sello de Ediciones San Librario con el título de Cuando yo empezaba, volumen que, en 2022, el editor aumentó con más artículos y crónicas, y apareció en Isla de Libros con el título definitivo de Cuando yo empezaba y otros textos recobrados.
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A comienzos de los años 50, ya ampliamente conocido y reconocido en el mundillo cultural bogotano, Arnoldo Palacios dictó una conferencia sobre la cultura negra en Colombia, y el diario El Liberal, dirigido por Alberto Galindo, destacó el suceso acompañando la noticia con una foto del joven novelista en la primera página del periódico.
El dirigente político del Chocó, Diego Luis Córdoba, quien se desempeñaba como senador de la república, hizo que se le otorgara un auxilio destinado a los estudiantes de su departamento, denominado la beca “César Conto”, creada en memoria de ese connotado poeta y educador radical, primo y amigo entrañable de Jorge Isaacs, el inmortal autor de María, la más importante novela romántica suramericana del siglo XIX.
Y fue así como Arnoldo Palacios, a sus 27 años, partió para París, la metrópoli soñada por millares de poetas, escritores y artistas en todos los tiempos, y venciendo infinidad de dificultades físicas, especialmente por la debilidad muscular y la parálisis parcial en sus piernas, comenzó a hacer uso de la subvención para estudiar Lenguas, recorriendo la Ciudad Luz y reconociendo en cada esquina y en cada monumento, los prodigios, las leyendas y las marcas de la historia y la belleza de las artes, que le resultaban tan familiares a ese joven culto y sensible escritor de Colombia.
Era una época controversial en el terreno ideológico, no solamente debida a los recientes estragos de la Segunda Guerra Mundial con las profundas heridas producidas por la ocupación alemana, sino porque se iniciaba el período histórico que se conoce como la Guerra Fría, fruto de la polarización geopolítica y de poderío cultural, deportivo, científico, armamentista y espacial, entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, países vencedores del nazismo, al que se sumaron las guerras de independencia de las colonias francesas en el Asia y África y especialmente en Indochina, lo que después se conoció como Vietnam, Laos, Camboya y Tailandia.
En 1950, Arnoldo Palacios, quien ya se desempeñaba como periodista junto con numerosos intelectuales de Asia, África y América Latina, fue invitado al Segundo Congreso Mundial de los Partidarios de la Paz, celebrado en Varsovia, la capital de Polonia, y allí pronunció un importante discurso donde hizo severas críticas al gobierno colombiano de entonces, presidido por el dirigente conservador Laureano Gómez.
Conocido el suceso en Bogotá, el Parlamento le revocó la beca y dejó a la deriva por las calles de París al joven escritor chocoano, quien pudo sobrevivir gracias a la ayuda de los estudiantes e intelectuales colombianos allí presentes, quienes después se conocerían como los integrantes de “La Generación del Estado de Sitio” y descollarían con amplitud en el ámbito del arte, la cultura y la política.
También, se relacionó con artistas y escritores provenientes del continente africano y las Antillas, sobre todo con los activistas del denominado Movimiento de la Negritud, promovido por el gran poeta y futuro presidente de Senegal, LeópoldSédar Senghor, el poeta de Martinica Aimé Césaire y el poeta de la Guayana Francesa, nacido en Cayena, León Damas, alrededor de la librería (y revista) PresénceAfricaine, un templo intelectual y legendario del África en el corazón de París. Allí, Arnoldo conoció a Franz Fanon, el autor de Los condenados de la tierra, uno de los libros más leídos en aquella época, prologado por el filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre.
Una mañana de aquellos días, me contaba el mismo Arnoldo, caminando casi a rastras por una calle de la Orilla Izquierda del Sena, un automóvil se detuvo, y quien lo conducía le entregó una tarjeta al tiempo que le decía que fuera al día siguiente a la dirección allí indicada. Así lo hizo el joven chocoano. Era el consultorio de un reputado médico ortopedista, quien lo atendió con especial afecto y no dudó en operarlo pocos días después de la pierna derecha, que era la que más dificultad mostraba.
Y fue así, gracias a ese milagroso encuentro, que Arnoldo Palacios pudo caminar ayudado por sus muletas durante algunos años en la plenitud de su vida. En honor a ese cirujano de nombre Pol (sic), bautizó Arnoldo a uno de sus hijos.
Durante la década del 50, Arnoldo viajó por varios países -la Unión Soviética, Polonia, Italia, Suiza, Alemania, Suecia, Inglaterra, Rumania, Checoslovaquia, Islandia y desde luego, Francia-, incluso vivió largas temporadas en el primero de ellos. Allí, en Moscú, publicó su segunda novela, La selva y la lluvia, impresa en la Editorial Progreso en 1958, y trabajó como redactor y comentarista de libros en revistas especializadas en literatura de América Latina.
De nuevo, radicado en París, siguió escribiendo crónicas, reseñas y libros narrativos sobre su Chocó nativo, y conoció a muchos personajes famosos como el escritor estadounidense Richard Wright, cuya novela Sangre negra, había leído en su adolescencia. Conoció a los jazzistas supremos, Duke Ellington y Louis Armstrong, más conocido como “Satchmo” y alguna noche, según le contó al periodista colombiano Juan Leonel Giraldo, después de degustar en un restaurante de la Main Gauche, los fríjoles picantes de Louisiana con esos famosos músicos, fue convidado al estudio en el cual se filmaba la película París Blues, donde se maravilló ante la belleza y el carisma de ese símbolo deslumbrante, único y tormentoso, llamado Brigitte Bardot.
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A partir de la década de los 60, Arnoldo Palacios regresó con relativa frecuencia a Colombia. Para entonces, su nombre ya se había consolidado entre la pléyade brillante de los grandes escritores afrocolombianos, herederos de Candelario Obeso, del celebérrimo “Negro” riohachero Luis A. Robles, el más brillante parlamentario del siglo XIX, de Manuel Saturio Valencia, Rogerio Velásquez, Jorge Artel, Manuel Mosquera Garcés, Daniel Valois Arce, Diego Luis Córdoba, Miguel Caicedo, Manuel Zapata Olivella, HelcíasMartán Góngora, Natanael Díaz, Luz Colombia Zarkanshenko, Carlos Arturo Truque, Hugo Salazar Valdés y Marco Realpe Borja, entre otras y otros, y de todos aquellos poetas, novelistas y cuentistas que enarbolaban en sus obras la bandera de la negritud, la negramenta, el negrerío y la negredumbre, con los innumerables ritmos secretos y las mil y una leyendas insondables de sus genios creadores, siempre inspirados en el espíritu esencial e imperecedero de los ancestros africanos.
A mediados de esos fulgurantes años 60, en compañía de varios escritores de mi generación -entre los cuales sobresalían Germán Espinosa, Policarpo Varón, Óscar Collazos, Fanny Buitrago, Luis Fayad y Roberto Burgos Cantor-, tuve el privilegio de conocer a Arnoldo Palacios, por invitación del maestro Manuel Zapata Olivella y su esposa catalana Rosa Bosch, en su apartamento del Barrio Santa Fe de Bogotá.
Estos ojos de quien les habla, vio esa tarde al escritor de Cértegui bailar con diligente destreza corporal y sin dejar en ningún momento sus muletas, un tamborito panameño, armoniosamente acoplado con la destacada poeta colombiana de origen antillano Olga Elena Mattei de Arosemena.
Mi amistad con el autor de Las estrellas son negras, se fue consolidando con los numerosos viajes que Arnoldo realizaba a Bogotá, y en cada encuentro se fue acentuando un inmenso afecto fraternal -admirativo y reverente de mi parte-, durante casi medio siglo, desde esa lejana fecha de marzo de 1966 hasta pocos días antes de su partida a la eternidad, en noviembre del año 2015.
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Entre 1949 y 2010, Las estrellas son negras fue editada en español en seis ocasiones. Desde la publicación inicial, en Editorial Iqueima, en 1949, con muy pocas excepciones, entre las cuales destaco la emocionada bienvenida otorgada por el también novelista y agudo crítico literario Eduardo Zalamea Borda -el legendario “Ulises”, director de la página literaria del diario El Espectador, también “descubridor” del talento de un precoz estudiante magdalenense llamado Gabriel García Márquez en 1947-, la obra primigenia de Arnoldo Palacios fue poco asimilada por los comentaristas bibliográficos de entonces, y desde luego, incomprendida en toda su integridad narrativa.
Tuvieron que pasar 22 años para que esta importante, pero invisible novela del escritor de Cértegui pudiera ver una segunda edición. Y fue la realizada en 1971 por la Editorial Revista Colombiana, dentro de su Colección “Populibro”, y luego de esperar un largo camino de casi tres décadas para que la crítica local y los lectores en las universidades y talleres de literatura consolidaran a cabalidad el estudio profundo y analítico de la obra magistral de Arnoldo Palacios, se conoció una tercera edición de esa novela de denuncia social, gracias al recién fundado Ministerio de Cultura, que la publicó en 1998.
En 2007, Intermedio Editores lanzó la cuarta edición de Las estrellas son negras, con amplia promoción y divulgación a todo lo largo y ancho de la nación colombiana. Tres años después, el Ministerio de Cultura presentó la Colección “Biblioteca de Literatura Afrocolombiana”, en la que encontramos los lectores una quinta edición de la ya canónica novela, y en 2020, un lustro después del fallecimiento de su autor, Seix Barral dio a la luz la sexta edición en español de la novela estelar del hacedor chocoano.
Arnoldo Palacios, este héroe discreto de la literatura colombiana, en cuya obra inicial hace una permanente denuncia política en contra del Estado colombiano, “sobrepone la dignidad literaria sobre la mezquindad política -como lo expresa el poeta y crítico Álvaro Miranda-, allí donde el lenguaje prevalece sobre lo ideológico y donde el centro del universo es el Chocó, el departamento de Colombia donde los fantasmas son negros, la noche es más negra que la negritud y los negros son más oscuros que los blancos de la Colonia, los que depositaron esclavos en esa geografía donde futuros gobiernos no han hecho más que cerrar sus puertas para que nadie salga de su confinamiento”.
“La tremenda denuncia social que hay detrás de su historia -dice el notable escritor de Bahía Solano, Chocó, Óscar Collazos-, el descubrimiento de un mundo de miserias inédito en la novela de la época, la aparición del mundo afrocolombiano visto por un escritor afrocolombiano que ofrecía este expediente autobiográfico a través de Irra, un personaje magníficamente estructurado, estas y muchas otras cualidades no bastaron para recuperar esta novela del olvido e introducirla en la academia y en el canon de la narrativa colombiana”.
“Lo cierto es que medio siglo después -remata el sesudo crítico literario y periodista Antonio Cruz Cárdenas-, Las estrellas son negras está ahí, ahora, no sólo como relato literario de gran valor sino como testimonio de una raza, la negra, minoritaria y marginada, cuyos padecimientos de escasez, injusticia y desigualdad, son comunes, también, a una gran parte de la población colombiana”.
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Otras obras notables del centenario novelista de Cértegui, Chocó, son la ya citada novela La selva y la lluvia (traducida al francés como La foret de la pluie), excelente reinvención de la controvertida historia política de la Colombia comprendida entre 1930 y 1948, período en el que nuestro país, en medio de las más beligerantes adversidades, entra por fin en la modernidad; El duende y la guitarra, libro en el que Arnoldo Palacios revive para las nuevas generaciones afrocolombianas las más certeras y reveladoras leyendas chocoanas con su lenguaje envolvente, multicolor y seductor; los inéditos Navidad de un niño negro, Chocó: amargo panorama, Cuentos de platino y oro, Recopilación de literatura oral del Chocó y Panorama de la literatura negra y el publicado por el Ministerio de Cultura en 1989, Buscando mi Madredediós -término coloquial que significa, más o menos, buena fortuna o grano de oro-, libro que, a semejanza de su novela inicial está dividido en cuatro grandes capítulos, y que contiene una ambiciosa crónica autobiográfica trazada desde la raíz de sus remotos ancestros en esa noble tierra con costas sobre el Caribe y el Pacífico, donde revela con una prosa rigurosa y rebosante de belleza verbal, la búsqueda incesante de su razón de ser en este mundo, y que sólo a lo largo de tan sublime obra literaria, sus lectores nos damos cuenta de que es en la obra misma, con su lenguaje hechizante y cautivador, donde la inalcanzable Madredediós se convierte en la realidad sublimada del propio Arnoldo Palacios y en el principio y fin de su prodigiosa, rigurosa y perdurable obra literaria.
arb/jld