Por Luis Onofa
Baltazar Ushca, el último hielero del Chimborazo, Ecuador, ha quedado suspendido entre el mito y la marginalidad de los pueblos autóctonos de su país.
Ha muerto, y casi al final de más de medio siglo de ir y venir de los glaciares de uno de los nevados más altos de América, en busca de sustento para su familia, terminó por ser un activo turístico de Guano, su cantón natal, en el centro andino del país. Pero también un retrato de la marginalidad social que aún padece la población indígena de esta nación sudamericana.
Fue minifundista y analfabeto hasta avanzada edad. Pero la Embajada derramó sobre él gotas de un derecho que debiera ser universal e indiscutible: le extendió una visa, salvoconducto caro a otros ecuatorianos, para que viaje a Nueva York al estreno de un documental sobre su vida.
Con el auspicio de uno de los productores de esos reportajes puso en marcha una precaria marca de agua embotellada con su nombre, elaborada con el hielo del Chimborazo, cuya prosperidad como negocio, sin embargo, era incierta aún antes de su fallecimiento. El Instituto Mexicano de Líderes de Excelencia le incorporó a su lista de famosos del mundo cuando le otorgó un Doctorado Honoris Causa, en 2017, aún antes de que hubiese sido alfabetizado.
Pocos años antes de que falleciera, un grupo de estudiantes de la Politécnica del Chimborazo premió su papel como guía turístico de hielerismo con una escultura suya que se exhibe en el museo de Guano, capital del cantón del mismo nombre, en el que se asienta la comunidad Cuatro Esquinas, en la que vivió el hielero.
Sin embargo, tras el mito con el que han buscado recubrirle sectores de la llamada clase media de Chimborazo, su provincia natal, se encuentra un Baltazar Ushca imagen de la conflictiva y paupérrima realidad del pueblo puruhá, al que él perteneció.
Recién a sus 76 años de edad, apenas cuatro años antes de morir recibió su certificado de alfabetizado. No es extraño que fuera analfabeto la mayor parte de su vida. Cuatro Esquinas, asentada en la parroquia San Andrés, del cantón Guano, está ubicada en la región andina de más alto analfabetismo en el país: el 7 por ciento de la población no sabe leer ni escribir, cifra superior al 3.7 por ciento del promedio nacional. Baltazar Ushca difícilmente podía haber escapado a ese problema social.
Era de talla pequeña, apenas 1.50 metros. Tampoco este dato es intrascendente. La ciencia médica dice que la desnutrición crónica influye en la estatura de las personas. Este problema es uno de los mayores de la salud pública en Ecuador. El 27 por ciento de niños menores de dos años lo sufre, y es más agudo entre los pueblos indígenas. Lo padece el 39 por ciento de la niñez de este grupo poblacional.
Tan conflictiva realidad llevó a algunos organismos internacionales y ecuatorianos a escoger San Andrés como uno de las dos comunidades de Ecuador en las que se desarrollará un proyecto piloto para paliar la desnutrición infantil.
La pauperización de la comunidad natal de Baltazar Ushca es más aguda aún: el centenar de habitantes de Cuatro Esquinas carece de una red de alcantarillado y de agua potable. Solo se abastece de líquido entubado.
El modo de vida de Baltazar fue reflejo de las complejas relaciones de producción de la tierra que se tejieron en Los Andes ecuatorianos desde mediados del siglo XX. Fue hielero desde los 15 años de edad, patrono temporal y minifundista.
Por su tarea de transformar el hielo natural en mercancía recibía entre tres y cinco dólares por bloque en los mercados populares de San Andrés. Era poca paga para una jornada de ocho horas desempeñada en condiciones climáticas extremas. Trabajaba sin equipo de protección personal contra percances, apenas protegido del sol por su sombrero de fieltro, y del inclemente frío, por su poncho rojo. Sin guantes, sus manos se habituaron a resistir el quemante hielo del Chimborazo.
Minar hielo y comercializarlo era una labor que complementaba otra suya: la de pequeño agricultor. Con esos trabajos mantenía a sus numerosos hijos. En las ocho hectáreas de propiedad de su padre, producto de alguno de los programas nacionales de reforma agraria que se ejecutaron en Ecuador a mediados del siglo XX, cultivaba cereales y hortalizas, y criaba ganado vacuno para venderlo en el pueblo.
Contrataba trabajadores agrícolas por temporadas para preparar la tierra para la siembra y para las cosechas, modalidad laboral frecuente en una región donde la tasa de desempleo es de las más altas del país: apenas uno de cada diez indígenas en edad de trabajar tiene un empleo adecuado. Sin embargo, tras el ritual de reparto de herencias de su padre, Baltazar quedó apenas con un retazo de tierra.
La nacionalidad puruhá de la que fue originario Baltazar Ushca, es una de las 15 nacionalidades indígenas de Ecuador, sobre las que aún pesa un discreto racismo aversivo y simbólico de blancos y mestizos. Estos admiten en sus discursos la existencia de los pueblos autóctonos. Pero los repudian cuando rozan sus espacios. Este fenómeno se ha acentuado en estos tiempos de derechización y brotes de neofacistización que se ha ido gestando en el país en medio de la confrontación política e ideológica entre derecha y progresismo.
Círculos de opinión derechizados de la burguesía quiteña han terminado por amenazarlos con devolverlos de manera violenta a sus comunidades si intentasen nuevas movilizaciones como las que suelen protagonizar en reclamo de derechos. Argumentan que los pueblos autóctonos son minoría en un país de mayoría blanco-mestiza y sus protestas alteran la tranquilidad de “su ciudad”. Lo propio ocurre en el puerto de Guayaquil, la mayor urbe comercial del país.
Pero la historia cuenta hechos distintos: los territorios donde se asientan esas ciudades fueron propiedad consuetudinaria de los indígenas. Esas tierras les fueron arrebatadas por los conquistadores españoles de manera violenta, en una guerra desigual, hace más de cinco siglos.
Por ello, para los pueblos originarios, el curso de esas centurias es un período de resistencia. Baltazar Ushca, participó 80 años de ese tiempo. Pero no fue la exclusión únicamente la que acabó con su vida. A ella se sumó la cornada que le propinó una res de su hato. Ese percance le empujó a emprender su “vuelo alto” definitivo, como solía presagiar en los años finales de su vida. Ocurrió el 11 de octubre de 2024, víspera de que se cumplieran 532 años del arribo de Cristóbal Colón a las islas del Caribe, episodio con el que comenzó la tragedia de los pueblos indígenas del Abya Yala.
Baltazar Ushca se fue a mitad del camino de la liberación de los pueblos indígenas a los que él perteneció. El resto de los suyos sigue resistiendo.
rmh/lo