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jueves 27 de febrero de 2025

Estamos retrocediendo: ¿hacia el tecnofeudalismo? ¿Afianzamiento del neonazismo? ¿Qué nos espera?

“Si usted es un extranjero criminal que está considerando ingresar ilegalmente a Estados Unidos, ni siquiera lo piense.”
Kristi Noem, Secretaria del Departamento de Seguridad Nacional

I

El psicoanalista francés Jacques Lacan dijo alguna vez que en lo humano “no hay progreso”. Hay que entender contextualizada la expresión: sin dudas, hay avances en el saber consciente, en la forma en que nos relacionamos con el medio ambiente a través de nuestra tecnología (enormes avances, definitivamente), pero en los aspectos subjetivos (el plano psicológico, se podría decir), por más “progreso” material que tengamos, siempre hay una falta, algo que no termina de cerrar, una incompletud. En otros términos: un malestar. Si el multimillonario lo tiene todo, ¿para qué desea seguir buscando amasar más fortuna? Si estamos bien con nuestra pareja oficial, ¿por qué existe la figura del amantazgo?
Una obra fundamental de Freud toca estos temas, y lleva por título justamente “El malestar en la cultura”. Para decirlo rápidamente: siempre hay una insatisfacción, un malestar, un conflicto intrínseco a lo humano que no se puede llenar con nada material. La fantasía de la inmortalidad nos convoca.

Como siempre falta algo, es por eso que deseamos, buscamos interminablemente algo que nos colme, pero que nunca terminamos de encontrar (porque no existe ese objeto final que completa lo que falta). En ese sentido, no hay un progreso constatable en la dinámica psicológica humana. Desde el ancestral Homo habilis de dos millones y medio de años atrás hasta el actual Homo sapiens sapiens de las avanzadas sociedades tecnotrónicas en que vivimos hoy (mundo digital, ciber-sociedades), una cuota de malestar (angustia, ansiedad, tensión) siempre está presente. Más allá de antojadizas y muy discutibles mediciones que circulan por allí, no existe la sociedad “más feliz del mundo”. Ni puede existir. El uso y abuso de sustancias psicoactivas que nos alejan temporalmente de la cruda realidad, o el suicidio (alrededor de dos mil personas diarias a nivel global) nos alertan de ese malestar intrínseco, que no puede remediar ningún psicofármaco. Pero junto a ello, por supuesto que sí hay mejoramiento en las condiciones generales de vida. No solo en las materiales; también en las relaciones sociales, interpersonales, en la forma en que se organizan las sociedades. Hay un proceso civilizatorio que regula cada vez más la vida en sociedad, quitándole espacio a la violencia descarnada, permitiendo vínculos amparados por el derecho. No es obligatorio amarnos (eso es una petición imposible de cumplir), pero sí respetarnos.
Sigue habiendo machismo, y mucho, pero ya no existe el mítico cinturón de castidad medieval, y muchos países cuentan con legislaciones anti patriarcales (leyes contra el femicidio, por ejemplo). Sigue habiendo explotación inmisericorde de quienes trabajan (trabajo asalariado actual), pero ya no hay esclavos encadenados y vendidos en subastas públicas. Y si los hay (30 millones en el planeta declara la Organización Internacional del Trabajo -OIT-), ello constituye un delito. Sigue existiendo un bochornoso racismo, pero tenemos numerosos tratados e instrumentos legales que lo prohíben y castigan. La homofobia continúa campeando en el mundo, pero en muchos sitios se acepta ya legalmente el matrimonio igualitario, por cierto autorizado a criar hijos. Continúan las guerras, pero existen legislaciones que las regulan, estableciéndose límites (Convenios de Ginebra, por ejemplo, base del derecho internacional humanitario: no se puede atacar a un enemigo herido, o cuando se rinde). Siguen dándose sangrientos espectáculos de enfrentamiento violento con público que, enardecido, contempla y aplaude, pero ya no existen los gladiadores del circo romano cuya vida dependía de la voluntad del emperador (pulgar arriba o abajo), sino que se dan peleas de box con reglamentos estrictos, guantes y protectores bucales, donde nadie muere. La población discapacitada, o la vejez, no quedan libradas a su suerte, sino que existen mecanismos sociales para darle cabida y la pertinente atención. El mensajero portador de malas noticias no es asesinado, ni se arrojan los niños nacidos defectuosos al río o a un precipicio, y aunque en la misa católica se come simbólicamente el cuerpo de Cristo en cada hostia consagrada, ya no hay prácticas antropofágicas ni sacrificios humanos. Eso es parte de una historia pretérita. ¿Hemos progresado?
En otros términos, si bien siempre anida un malestar constitutivo en la subjetividad humana (por eso hay síntoma neurótico, o delirio psicótico, o transgresiones asociales varias), paulatinamente se va dando un proceso civilizatorio que mejora las condiciones de vida en el ámbito social. La especie humana, lentamente, pareciera que va “civilizándose” más, alejándose de la crueldad de la fuerza bruta. Aunque, preciso es decirlo, ahí sigue estando el arsenal nuclear que nos recuerda que el primitivo de las cavernas aún no se extinguió del todo. ¿Tendrá razón Freud cuando habla de una pulsión de muerte, una fuerza autodestructiva que nos lleva al exterminio masivo? Los tambores de guerra que anuncian un probable holocausto nuclear no dejan de sonar el día de hoy. “El mejor medio para evitar una guerra nuclear [total] es estar listo a librar una de carácter limitado [por lo que] Estados Unidos está dispuesto a realizar operaciones nucleares eficaces y limitadas”, expresó Elbridge Colby, coautor de la Estrategia de Defensa Nacional del Pentágono. Todo indica que, en las condiciones actuales, nadie oprimirá el primer botón nuclear. Pero nunca se sabe…
Del mismo modo, podría acabarnos como especie la catástrofe ecológica que vivimos o, según los más agoreros, la inteligencia artificial, que terminaría siendo más inteligente que el ser humano, y quizá inteligentemente destruyéndonos (porque ve el peligro que constituimos para el planeta y las otras especies vivas).

II

Las decisiones fundamentales de la humanidad se siguen tomando entre unos pocos ultra poderosos y a puertas cerradas. Pero se ha avanzado algo, al menos formalmente, en las formas políticas: hoy existe ese raro engendro llamado “democracia”, donde se hace creer a las grandes masas que elige algo con su ritual de emitir un voto cada cierto tiempo. Por supuesto que no eligen nada: ¿quién decide las guerras, el precio de los alimentos o del petróleo, los proyectos nacionales de los Estados modernos? Pero se ha creado una ilusión- efectiva en cierto modo- que deja atrás el absolutismo monárquico, la disposición inapelable del mandatario plenipotenciario legado supuestamente por los dioses, las decisiones arbitrarias de un tirano autoritario. El modo de producción capitalista, más teóricamente que en la realidad efectiva, permite que cualquiera pueda devenir rico. Es sabido que eso sucede muy raramente- la excepción confirma la regla-, pero se ha ido más lejos que el esclavismo, que los sistemas despótico-tributarios o que el feudalismo que signaron nuestra antigüedad. Ahora no manda el faraón, el emperador o el sumo sacerdote; manda el capital (que no es sino “trabajo acumulado”), y cualquiera, dadas las circunstancias, puede acumularlo. Eso no depende de designios divinos; ya no hay “sangre azul”. ¿Se podría anotar eso como un “progreso” en la humanidad? Contextualizándolo, quizá sí. Los cambios en lo humano son insufriblemente lentos: el capitalismo más avanzado del mundo, el de Estados Unidos, en muy buena medida se hizo con trabajo esclavo (población negra llevada encadenada desde el África).
En la modernidad capitalista, surgida hace no menos de cinco siglos en Europa, hoy totalmente globalizada, la masa trabajadora, a través de interminables luchas, ha ido obteniendo importantes conquistas que hacen la vida menos agobiante: jornada de ocho horas de trabajo, seguros de salud, vacaciones pagas, licencia por maternidad, derecho a la jubilación, prevención de la siniestralidad, seguros de desempleo, indemnizaciones. Llamaremos a eso entonces: progreso social.
Esos avances (a los que podremos decirles “progreso” sin temor a equivocarnos) fueron arrancados a la fuerza, con ríos de sangre en muchos casos, a la clase dominante, a los detentadores del capital. Y esa masa de trabajadoras y trabajadores, a partir de los ideales socialistas surgidos en la segunda mitad del siglo XIX, fueron ganando batallas para llegar a construir los primeros Estados obrero-campesinos. Esa marea de luchas creció, y esos ideales fueron el faro que inspiró todos esos avances sociales durante el siglo XX. Pero los dueños del capital reaccionaron; fue así que para los años 70 del pasado siglo aparecen los planes neoliberales que, además de potenciar en forma exponencial la riqueza de los ya ricos y hundir más aún en la pobreza a los ya pobres, sirvieron para postrar a la clase trabajadora mundial con políticas perversas, absolutamente antipopulares. Dicho rápidamente: esos proyectos sirvieron para poner un alto a la construcción de alternativas anti-capitalistas.
Esa clase trabajadora, con sus propias dinámicas y estilos en cada país, entrado ya el siglo XXI se muestra desarmada, sin un proyecto transformador efectivo, despolitizada, totalmente manipulada y amordazada por los dueños del capital. En tal sentido es muy pertinente la descripción que hace de ella el brasileño Henrique Canary: “La clase trabajadora `clásica´ (fabril) se descompone, se desestructura, se vuelca en las apps, las bicicletas Glovo y los coches Uber. La economía- y con ella la clase trabajadora- se plataformiza. El movimiento sindical está en crisis y tiene enormes dificultades para organizar a la gente. Las desafiliaciones son masivas. Los sindicatos se vuelven ajenos a la clase trabajadora y a su vida cotidiana. Pocos responden a sus convocatorias. La propaganda neoliberal enfrenta a unos trabajadores con otros. Los huelguistas son `vagos´, sobre todo los empleados públicos, que son `privilegiados´ y no quieren trabajar”.
En resumidas cuentas: la clase dominante ha logrado, por ahora, torcerle el brazo a la gran masa trabajadora mundial. La frase de ese ícono del neoliberalismo que fuera la británica Margaret Thatcher es lapidaria y marca los tiempos actuales: “No hay alternativa”. O capitalismo… ¡o capitalismo!
Habrá que seguir buscando esas alternativas superadoras en el actual mar de desesperanza y bloqueo a las iniciativas liberadoras con que nos encontramos. Hoy los caminos se ven difíciles para el campo popular, pero no hay ninguna duda que la historia no ha terminado, contrariando el grito triunfal del capitalismo proferido por Fukuyama cuando se desintegra el bloque socialista europeo. Las penurias y malestares continúan, más allá de ese malestar intrínseco a la subjetividad humana del que nos habla el psicoanálisis. Lo patético para el campo popular es que, por una compleja sumatoria de causas (crisis del sistema capitalista global, secuelas de los años neoliberalismo y entronización del “sálvese quien pueda” individualista, interrupción de los de procesos socialistas y falta de proyectos transformadores de impacto, nuevas tecnologías que van prescindiendo de la mano humana, guerra mediático-cultural-ideológica llevada a niveles ultra refinados por la clase dominante), la misma masa trabajadora, el mismo pobrerío por siempre excluido, en estos últimos años termina apoyando proyectos reaccionarios, conservadores, de extrema derecha, quizá sin saber lo que está apoyando. Aunque parezca mentira (¿síndrome de Estocolmo?), el pobrerío vota en las urnas por sus propios verdugos, y se va creando un clima general de intolerancia contra cualquier cosa que se muestre distinta a lo puesto como normal. Puesto, claro está, por el discurso dominante, que moldea la opinión pública. “La ideología dominante es siempre la ideología de la clase dominante”, dirán Marx y Engels. Nunca más oportuna que ahora la expresión.

III

El capitalismo muta, sabe acomodarse a los tiempos, se va transformando, pero nunca pierde su esencia: explota el trabajo de otro, de muchos otros (la enorme clase trabajadora). Ese es el núcleo, y eso no cambia: explota, obtiene lucro, y obliga a consumir en forma interminable creando continuamente nuevas necesidades, superfluas en muchos casos (causa del desastre medioambiental que hoy vivimos, por una sobreexplotación de los recursos naturales). Capitalismo de libre competencia, capitalismo monopolista, imperialismo como fase superior del capitalismo, capitalismo en sus variantes fascista o socialdemócrata, capitalismo globalizado, capitalismo unipolar y guerrerista, capitalismo de la sociedad de la información y comunicación con revolución digital, capitalismo en la nube, capitalismo financiero manejado por mastodónticos y especulativos fondos de inversión no-productivos, capitalismo de vigilancia, capitalismo dirigido por pocos grupos gigantes implementando tecnologías de punta ligadas a la informática y la inteligencia artificial (Alphabet Inc. -Google-, Apple, Meta -Facebook-, Amazon, Microsoft, Nvidia, conocidos como las big tech), pero siempre lo mismo: modo de producción basado en la propiedad privada de los medios de producción, la acumulación de capital y la obtención de ganancia a través de la extracción de plusvalía de quien trabaja, sin importar si se trata de un obrero agrícola, un trabajador industrial o un ingeniero en sistemas con un alto salario.
Varios autores (Cédric Durand, Shoshana Zuboff, Yannis Varoufakis) han estudiado pormenorizadamente las nuevas formas del capitalismo, llegándose en algún caso a hablar de “tecnofeudalismo”, una modalidad que remeda las estructuras feudales del medioevo europeo, donde esas big tech harían el papel de señores feudales, con un poder de dominio omnímodo sobre los usuarios- los siervos de la gleba-, dependientes totalmente de las plataformas digitales, ofreciendo gratuitamente cantidades astronómicas de sus datos personales, que sirven para seguir promocionando el consumo.
El sistema capitalista hace agua; sus históricos centros de poder (Estados Unidos básicamente, la gran superpotencia, acompañado por sus vasallos: la Unión Europea y Gran Bretaña al otro lado del Atlántico, y por otro lado Japón) van perdiendo paulatinamente su influencia global. La aparición de una nueva propuesta económica planetaria desligada del dólar, los BRICS+, impulsada por Rusia y, fundamentalmente, por la nueva gran economía mundial que es China, comienza a desafiar al capitalismo occidental. No con una propuesta post-capitalista (socialista para el caso), pero sí de una magnitud que preocupa seriamente a Washington. El super desarrollo de ciencia, tecnología y producción de nuevos productos para un mercado completamente planetario ya no es dominado por Estados Unidos, sino por China (la mitad de las invenciones patentadas y la producción científica de avanzada-publicaciones en revistas científicas indexadas, por ejemplo- viene del gigante asiático, habiendo superado ya a la potencia americana).

Por otro lado, como muy bien lo expresa Alfredo Jalife-Rahme, “El conflicto en Siria ha mostrado que las fuerzas armadas de Estados Unidos han ‎perdido la superioridad en materia de guerra convencional y que esa superioridad ha ‎pasado a manos de Rusia. El desarrollo de una nueva generación de vectores nucleares ‎hipersónicos rusos parece indicar que Estados Unidos también se ha quedado atrás en el ‎terreno nuclear. Con la esperanza de salir de ese retraso, el Pentágono pretende ‎aprovechar- mientras aún está a tiempo de hacerlo- la superioridad cuantitativa de su ‎arsenal nuclear para tratar de imponer su voluntad a Rusia y China.” ‎Eso está dando lugar a la propuesta estadounidense- impulsada por Donald Trump y su círculo cercano- de generar una gigantesca “cúpula de hierro”, construida con un gigantesco sistema de misiles antibalísticos que pueda contrarrestar las armas nucleares chinas y rusas, saliendo así victoriosa de una presunta Tercera Guerra Mundial.
Al respecto, la conservadora y ultra reaccionaria Heritage Foundation, de gran importancia hoy en la presidencia de Trump, informa que ese personaje tan especial en la actual administración de Washington como es “Elon Musk ha demostrado que se pueden poner microsatélites en órbita, por un millón de dólares cada uno. Utilizando esa misma tecnología, podemos poner mil microsatélites en órbita continua alrededor de la Tierra, que pueden rastrear, atacar y derribar, utilizando balas de tungsteno, los misiles lanzados desde Corea del Norte, Irán, Rusia o China”. En el actual proyecto impulsado por el Pentágono sobre la base de la idea de Musk, las balas de tungsteno fueron reemplazadas por misiles hipersónicos. En otros términos: con esa iniciativa se tendría la indestructibilidad asegurada de Estados Unidos, que así -según esta elucubración- podría aniquilar a sus dos grandes rivales y quedar como dueño absoluto del mundo. Eso abriría una nueva era en la que el amo imperial intocable podría emplear las armas que deseara, en el punto del mundo que le fuera necesario, y en el momento que le plazca, sabiéndose inmune a los misiles nucleares de cualquier otro país que intentara responder. ¿Ciencia ficción o monstruosa realidad futura?

IV

Como se dijo más arriba, por esa intrincada suma de factores ya apuntados, el clima general del planeta va hacia la derecha, hacia posiciones hiper conservadoras, con un peso creciente de infames posiciones supremacistas. Esto puede verse en diversas partes del mundo, empezando por Europa, donde las poblaciones de muchos países “alegremente” votan candidatos declaradamente neofascistas (“Dios, patria y familia”, por ejemplo, en Italia). También en la India, la democracia más numerosa del globo, donde la gente acepta por tercera vez consecutiva a un ultranacionalista como primer ministro (Narendra Modi, quien exalta sin tapujos el mito nacionalista Hindutva, en búsqueda de una pretendida India “pura”, solo hindú, excluyendo tajantemente a cualquier minoría, heredero orgulloso de Subhash Chandra Bose, nacionalista admirador de Hitler y Mussolini), o en países de Latinoamérica, donde pueden ganar elecciones fanáticos reaccionarios como Milei o Bolsonaro, más histriónicos que verdaderos estadistas, pero que, curiosamente, tienen enormes cantidades de seguidores con sus discursos agresivos y disruptivos.
El supremacismo está imponiéndose. El caso de Estados Unidos es paradigmático (y, lamentablemente, dado su peso específico, sirve como faro para mucha gente en el mundo). Con el caballo de batalla del combate a la migración irregular- presunta causa del relativo empantanamiento de su economía, obviando así la crisis sistémica en que asienta la misma- Donald Trump ganó las elecciones. El odio al otro, fomentado desde los circuitos de poder, va prendiendo en los pueblos. El otrora “internacionalismo proletario” levantado por el socialismo parece hoy arcaica pieza de museo. Por el contrario, se elevan muros por doquier para impedir el paso de migrantes: Estados Unidos en su frontera sur, impidiendo la llegada de los “indeseables ilegales” latinoamericanos- ¡ningún ser humano es ilegal!, recordemos-, en Europa hay algo similar en Polonia, en Lituania, en Noruega, en Estonia, en Macedonia del Norte, en Bulgaria, en Dinamarca. El mar Mediterráneo, de hecho, es un gran muro que “protege” de esos “invasores” (¡mejor que se ahoguen en el mar!). Israel, por su parte, mantiene un infranqueable muro para evitar el ingreso de “terroristas” palestinos. Hasta Argentina, país empobrecido hasta los tuétanos por las políticas neoliberales, practica esta suerte de apartheid, colocando una barrera (alambre de púas, el presupuesto no dio para más) en su frontera noroeste con Bolivia (de dónde provienen los indeseables “bolitas”, perversamente utilizados como mano de obra barata). El epígrafe que encabeza esta breve nota lo dice todo.
Ese supremacismo racista, xenofóbico, patriarcal y misógino, se va enseñoreando en el mundo, contrario a las tendencias dominantes hasta ahora, que hablaban de ciertas aperturas, de una actitud de tolerancia para con el distinto. Estados Unidos prohíbe el aborto, y las recientes medidas del presidente atacan a las minorías sexuales, desestimando la ideología de género y rechazando categóricamente el lenguaje progresista (woke). El espíritu nazi está presente en forma creciente. Valga esto como ejemplo: el pasado 12 de febrero el fiscal general de Missouri, Andrew Bailey, presentó una demanda federal en contra de las cuotas de contratación de la empresa cafetalera Starbucks, indicando que tiene una “base laboral muy femenina y poco blanca”, criticando acremente sus políticas de inclusión, diversidad y equidad. Es decir: ¿muchas mujeres negras trabajando son indeseables?
Pareciera que las ya pisoteadas conquistas laborales ahora se complementan con una política de impunidad supremacista sin par. El que manda tiene derecho a todo sin miramientos; el otro, el disidente, el diverso, puede ser eliminado sin problema. Así lo hizo saber Elon Musk en el 2019 cuando el golpe de Estado contra Evo Morales, en Bolivia, llamando a ese alzamiento, supuestamente popular, patrocinado por la CIA: un “golpe de litio”. Preguntado por su involucramiento en ese hecho pronunció la tristemente célebre frase: “¡Golpearemos a quien queramos! ¡Acéptenlo!”. Más aún: así como apoya sin tapujos a las fuerzas neonazis en Alemania (Alternative für Deutschland), en las últimas elecciones en Venezuela, luego de haber apoyado abiertamente al candidato de Washington, el ex agente de la CIA Edmundo González, se permitió decir, petulante: “Voy por ti, Maduro. Te llevaré a Guantánamo en un burro”.
La idea de un “tecnofeudalismo” como continuación del capitalismo quizá no es correcta en términos de concepto socioeconómico (el capitalismo hipertecnológico de la nube sigue siendo capitalismo), pero descriptivamente muestra la realidad actual del mundo: nuevos “señores feudales” omnipoderosos dominan la escena. ¡Hasta monarcas ya tenemos! Aunque parezca tragicómico- en realidad, claro que lo es- la Casa Blanca se permitió sacar un comunicado con la figura del presidente en el país supuesto paladín de la democracia, ¡con una corona y con la expresión “larga vida al rey”. Hoy no hay castillos amurallados ni sangre azul, pero hay la fantasía de impune intocabilidad, ¿quizá de inmortalidad? Para muestra: el magnate estadounidense David Rockefeller, descendiente de la legendaria familia multimillonaria fundadora de la gran empresa petrolera Standard Oil, así como poderosos banqueros que manejaron buena parte de la economía norteamericana por décadas, no quería morirse nunca. Falleció a los 101 años, luego de seis trasplantes de corazón. ¡Viva la inmortalidad! Con cada nuevo corazón, declaró el archimillonario, “me sentía revivir”.
Las ideas de cambio social hoy parecieran condenadas al olvido. Pero, por supuesto, no lo están. No soplan vientos favorables al campo popular, lo cual no significa que tendremos que aceptar impávidos esa grosera afirmación de Elon Musk, representante por antonomasia de la actual élite dominante global. Seguramente, retomando la primera idea de este texto, “no hay progreso” en la esfera subjetiva, porque siempre faltará algo (¿por qué esa insistencia de Rockefeller en seguir viviendo? ¿Se habrá sentido inmortal de verdad, sin límites?) Pero definitivamente sí debemos forjar el progreso social.
rmh/mc

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