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sábado 19 de abril de 2025

La guerra [integral] de Estados Unidos contra China (I)

Por Sergio Rodríguez Gelfenstein

Tal vez muchas personas piensen que el conflicto entre Estados Unidos y China es reciente y que su caracterización como “guerra comercial”, permite explicar la esencia del mismo, pero ni lo uno ni lo otro es real. Exaltar esta confrontación en el marco de esas dos particularidades lleva a errores de análisis y, en esa medida, falencias en la comprensión del fenómeno y conclusiones equivocadas sobre el mismo.

Aunque formalmente la mal llamada “guerra comercial” de Estados Unidos contra China fue desatada por el presidente Trump en marzo de 2018, los antecedentes de la misma se pueden descubrir en fecha tan lejana como 1992 durante el gobierno de George Bush padre. Como casi siempre ocurre, tras los aparentes objetivos que encara una acción de política internacional de Estados Unidos se ocultan otros que develan el verdadero trasfondo del asunto.

Los dos viajes realizados por Henry Kissinger a China en 1971 y el del presidente Richard Nixon en 1972 allanaron el camino para el establecimiento de relaciones entre los dos países. En la práctica, se trataba de una alianza en contra de un enemigo común: la Unión Soviética.

Todo marchó bien, las relaciones bilaterales crecían y el intercambio comercial mucho más hasta que en diciembre de 1991 la disolución de la Unión Soviética puso fin a la guerra fría y al mundo bipolar y el planeta entró en una caótica etapa de indefiniciones que llegó a su término en septiembre de 2001, cuando tras los ataques terroristas en Estados Unidos, el presidente Bush aprovechó las circunstancias para proponerse construir un sistema internacional unipolar bajo égida estadounidense. La luna de miel entre las dos potencias llegó a su fin, cada una comenzó a buscar acomodo en la nueva situación creada.

Después del 11 de septiembre de 2001 se produjo una redefinición de objetivos de política exterior de Estados Unidos que ahora se agrupaban en torno al eje de lucha contra el terrorismo que había instaurado el presidente George W. Bush. A partir de ello, Washington se propuso combatir los grupos terroristas, aislar a los llamados “Estados canallas” y establecer gobiernos leales en Asia Occidental. Eso significó un re direccionamiento de la asignación de recursos financieros destinados al gasto militar para cumplir estas metas.

En 1992, cuando ya había desaparecido la Unión Soviética y no existía el campo socialista, en Estados Unidos se había enunciado la “doctrina de dominación permanente” (DDP) que no establecía con claridad cuáles iban a ser los rivales de la potencia norteamericana una vez eclipsado el mundo bipolar. Los analistas y estrategas no se ponían de acuerdo, ni siquiera visualizaban con precisión cuáles iban a ser las características del nuevo sistema internacional ahora que la guerra fría había fenecido. La DDP había tenido su apogeo en los últimos años del siglo XX cuando se buscaba una definición para el enemigo principal en la nueva etapa que comenzaba.

En el siglo que comenzaba, las acciones terroristas del 11 de septiembre cambiaron la apreciación que se hacía de la situación internacional, permitiendo que la DDP se hiciera carne de los altos mandos políticos y militares de Washington. En ese contexto, las dudas sobre quién sería el enemigo de Estados Unidos en el próximo período se habían aclarado, los estrategas habían determinado que la única potencia que tendría capacidad de retar a Estados Unidos era China.

Así lo hizo saber en reiteradas ocasiones Condoleezza Rice desde antes incluso de haber sido nombrada Consejera de Seguridad Nacional al comenzar el gobierno de Bush en enero de 2001. En el año 2000, mientras ostentaba el nada pomposo cargo de asesora de política exterior del candidato a la presidencia, Rice alertaba con inasistencia acerca de la necesidad de contener a China sobre la base de que ineluctablemente en su desarrollo, el gigante asiático disputaría los intereses trascendentales de Estados Unidos. En este sentido, esbozaba un irremediable choque de voluntades en primera instancia en Asia-Pacífico, sobre todo si Estados Unidos persiste –como debía hacerlo, según ella- en reforzar su alianza estratégica con Taiwán.

Rice, quien posteriormente sería nombrada Secretaria de Estado, estableció su interés primordial en este asunto, advirtiendo que Estados Unidos no se enfrentaría a un rival tradicional sino a uno que en primera instancia aspiraría por el poder regional, para lo cual, si quería enfrentarlo, la potencia norteamericana debía fortalecer la cooperación con Japón y Corea del Sur, incrementar su presencia militar en la región y apostar al fortalecimiento de India a fin de generar una situación de equilibrio estratégico en Asia, transformando a este último país en el principal socio de Estados Unidos en el objetivo de construir una alianza contra China.

Como dijo el académico español Pablo Bustelo en un ensayo publicado en 2004, precisamente fue el “asunto China” el que vendría a ser elemento clave de la dimisión del general Colin Powell como Secretario de Estado y su sustitución por Rice en enero de 2005 al comenzar el segundo período presidencial de Bush. Lo cierto es que lo que se podría denominar doctrina Rice respecto de China ha tenido continuidad y profundización durante los gobiernos posteriores, tanto el de los demócratas Barack Obama y JoeBiden como los del republicano Donald Trump. La entronización de Rice vino a dar fin a una suerte de acercamiento amistoso entre Estados Unidos y China durante el período 2001-2004 cuando a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001, ambas potencias colaboraron en la lucha contra el terrorismo.

Como Consejera de Seguridad Nacional, Rice se había abocado en forma desenfrenada a aplicar sus preceptos en materia de política exterior, disolviendo cualquier tipo de posibilidad de distensión y acercamiento pacífico y cooperativo no sólo respecto de China, en general en relación a otras potencias

Era tal la obsesión de Rice en estos temas que incluso se le acusó de descuidar otros asuntos, entre ellos el muy importante y trascendental de la lucha contra el terrorismo que produjo las acciones del 11 de septiembre, ante el cual, las autoridades estadounidenses menospreciaron las alertas y no evitaron el hecho.

La guerra contra el terrorismo significó un punto de inflexión en la política exterior de Estados Unidos, con ella quiso exponer que la utilización de la fuerza sería el “elemento ordenador” de un sistema internacional al que se le pretendía dar carácter unipolar mediante el uso de ese expediente.

En el contexto, China aprovechó este período de “distracción” de Estados Unidos en el que éste jugaba a la guerra como forma de intimidar al planeta con el objetivo de sembrar el terror como arma de intimidación a fin de que nadie osara retar su poderío. Mientras esto ocurría, el gigante asiático llegaba al punto cúspide de la segunda etapa del plan diseñado para llevar adelante la política de reforma y apertura que se caracterizaba por un proceso de industrialización gradual y ampliación de la proyección de China al exterior en el que el eje del desarrollo se trasladó del espacio rural al urbano.

En el plano global, la intencionalidad de Estados Unidos era aprovechar las acciones terroristas de dudoso origen que se realizaron el 11 de septiembre de 2001 en New York y Washington para concretar la construcción de un Nuevo Orden Mundial que no había podido ser verificado tras la desaparición de la Unión Soviética y el fin del mundo bipolar en 1992.

Como se dijo antes, la salida del general Powell del Departamento de Estado en 2005 significó un cambio trascendental para las relaciones sino-estadounidenses. Rice tenía gran sintonía con Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa. Rumsfeld formaba parte del “Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense”, un thinktank neoconservador creado en 1997 con el objetivo de impulsar el liderazgo mundial de Estados Unidos a partir de una doctrina de disuasión mucho más ofensiva. Una vez llegado al Pentágono en 2001 comenzó a poner en práctica esta idea que había sido elaborada de la mano de teóricos de extrema derecha vinculados al partido republicano como William Krystol, Paul Wolfowitz, Francis Fukuyama, Richard Armitage, Dick Cheney, Robert Kagan, John Bolton y ZhalmayKhalilzad entre otros.

De manera que la sintonía entre Rice y Rumsfeld fue inmediata. De esta manera, Rumsfeld se abocó a “demostrar el peligro” que significaba lo que denominaba el militarismo chino, alertando en el sentido de que esto era expresión primaria de una amenaza a la paz y la seguridad regional.

Mientras tanto, en 1997, China consideró que la segunda fase de la política de reforma y apertura había sido cumplida con tres años de antelación lo que permitió diseñar con mayor precisión los objetivos y tareas de la tercera fase que fueron discutidos en el XV Congreso del Partido Comunista de China realizado ese año. China se propuso entrar al nuevo siglo con una perspectiva clara del camino a recorrer. En este sentido, la intención era arribar al fin de la primera década del siglo XXI duplicando el PIB del año 2000 con lo cual se lograría mejorar las condiciones de vida de la población, estabilizando la economía socialista de mercado.

Estas decisiones despertarían la alarma en Washington. Como recuerda Michael Klare, en febrero de 2005 Rice y Rumsfeld realizaron un encuentro en Washington con altos funcionarios japoneses con los que firmaron un acuerdo de cooperación en materia militar. El documento denominado “Declaración Conjunta del Comité Consultivo EE.UU-Japón” se proponía aumentar la colaboración entre los dos países en áreas conflictivas de los mares adyacentes a China. De la misma manera, ambas partes discutieron y convinieron una política respecto de Taiwán que incluso establecía una hipótesis de actuación unida en caso que la isla declarara su independencia
Por supuesto, este ambiente belicista desató las alarmas en China que siempre ha observado con preocupación la posibilidad de una re militarización de Japón que Occidente ha estimulado subrepticiamente y que en el caso de China recrea los terribles acontecimientos violatorios de los derechos humanos que acometieron en forma masiva las tropas japonesas durante su ocupación de una parte del territorio chino desde 1931 hasta 1945.

En este punto, resulta interesante la reflexión con mirada opuesta que hacía Henry Kissinger sobre la coyuntura. El hoy fallecido pero siempre presente ex secretario de Estado durante los gobiernos de Richard Nixon y Gerald Ford opinaba que Jiang Zemin (1993-2003) era el último presidente de China con el que Estados Unidos dialogaba primordialmente sobre las relaciones bilaterales. Después de él -siempre según la observación de Kissinger– ambas potencias llegaron a tener puntos de vista colaborativos, lo cual fue posible a pesar de no tener un enemigo en común, [se refería a la Unión Soviética] como en el pasado, pero afirma que tampoco habían desarrollado “una idea conjunta del orden mundial”.

El análisis del también ex Consejero de Seguridad Nacional ubicaba el nacimiento del nuevo milenio como el momento que marcó el inicio de una nueva relación entre los dos países. En China, habían llegado al poder el presidente Hu Jintao y el primer ministro WenJiabao, dirigentes de la “cuarta generación”, mientras que en Estados Unidos lo hacía George W. Bush primero y Barack Obama posteriormente.

Este es el escenario en el que se produce el cambio de disposición que pone sobre el tapete la necesidad de Estados Unidos de contener a China. La potencia norteamericana comenzó a percibir que el gigante asiático ya poseía un poder de enorme influencia regional a través de la cual retaba la superioridad estadounidense en el área. Veía con horror que China avanzaba hacia transformaciones profundas desde el punto de vista estratégico, táctico, operativo y logístico en la estructuración de sus fuerzas armadas, sobre la base del logro del auto abastecimiento en matera de armamento, equipos y tecnología.

De ahí que el tándem formado por Rice (en términos político-diplomáticos) y Rumsfeld (desde la perspectiva militar) construyeran el eje sobre el que se inició la transformación de China en enemigo principal en el escenario político de cara a una mirada estratégica global para el siglo XXI. Sin embargo, cualquier analista militar serio podía determinar que ese supuesto crecimiento exagerado y acelerado del potencial militar chino distaba mucho del de Estados Unidos, incluso todavía hoy, 25 años después, el espacio entre ambos sigue siendo monumental. De ahí que para muchos analistas se hizo necesario buscar las causas reales que permitieran entender porque se comenzaba a asumir el “peligro chino” como principal amenaza para Estados Unidos.

La respuesta puede encontrase en el ámbito de la geopolítica. La ampliación de las relaciones de China en su entorno mediato e inmediato, el acercamiento amistoso a tradicionales aliados de Estados Unidos en la región como Tailandia e Indonesia, así como la mayor presencia de China en Asia Central y sus vínculos crecientes con países de gran producción petrolera y gasífera de Asia Occidental contribuyeron a esta mirada. En paralelo, la administración Bush se “distraía” en hacer su mayor esfuerzo en las guerras en Afganistán e Irak y en el control político de esas regiones. Visto todo esto de conjunto con mirada de guerra fría, era posible visualizar un enfrentamiento con China que despertó las alarmas en Washington.

No obstante a eso, los gobiernos de Bush, Obama y Trump, cada cual a su manera y a partir de doctrinas propias desataron una escalada de presiones y agresiones contra China que se resistía a la confrontación. Durante la primera administración de Donald Trump, el conflicto llegó a niveles peligrosos ya no solo para la relación bilateral, también influyendo negativamente en la estabilidad, el desarrollo económico y la paz del planeta.

En marzo de 2018, el presidente Trump adoptó medidas unilaterales que incrementaban sustancialmente los aranceles para productos chinos. China respondió con acciones similares, pero Estados Unidos incursionó en otras áreas que habían permanecido bastante ajenas al eje de las desavenencias: se comenzaron a sancionar empresas chinas sobre todo las de tecnología, se limitó el intercambio académico entre los dos países, se le pusieron restricciones a los medios de prensa, además de otras acciones que deterioraron muy rápidamente las relaciones.

Junto a ello, Estados Unidos se posicionó públicamente en asuntos internos que China considera de su absoluta incumbencia como la pretendida situación de los derechos humanos en Xinjiang y el Tíbet, la injerencia directa en el fomento de las acciones violentas de manifestantes en Hong Kong en 2019 y la violación de los acuerdos que rigen las relaciones bilaterales sustentados en tres documentos firmados en diferentes épocas de la historia que parten del reconocimiento de que existe “Una sola China”.

Estados Unidos puso en cuestión–como nunca antes lo había hecho otro presidente estadounidense desde la normalización de relaciones en 1972- la pertenencia de Taiwán a China, llegando incluso a incrementarse la ayuda militar de Washington a Taipéi fuera de toda norma. De la misma manera, Estados Unidos acrecentó su presencia en el Mar Meridional de China, realizando permanentes maniobras provocadoras que pusieron esa región del mundo en la dudosa designación de lugar más peligroso del planeta donde podría iniciarse una conflagración nuclear.

Todo esto hizo que China despertara de su “sueño dorado” en el que consideraba a Estados Unidos un país amigo. Por lo menos en su retórica pública y sin caer en la provocación, sosteniendo su discurso de no agresión y coexistencia pacífica, se ha visto obligada a tomar decisiones en salvaguarda de su soberanía, su integridad territorial y en defensa de sus planes y proyectos de desarrollo. Esta política tuvo continuidad durante el gobierno de JoeBiden, que no hizo grandes cambios, más bien se dio una prolongación de la impronta de sus antecesores.

De esta manera, la confrontación iniciada durante el gobierno del presidente George W. Bush encontró a China en una situación de estabilidad política y económica que le permitía enfrentar una realidad que no estaba prevista. Desde ese momento y hasta 2019, China todavía pensaba que era posible construir su modelo económico y su sociedad sin enfrentamientos estratégicas de ningún tipo. En todo momento eludió la retórica confrontacional, asegurando de forma permanente que no aspiraba a la hegemonía global ni a ser una amenaza para ningún otro país. La filosofía de su política exterior se basa en la cooperación, el multilateralismo y la práctica del ganar-ganar, eludiendo la doctrina suma cero propia de los sistemas bipolares. (Continuará).

Rmh/srg

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