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domingo 8 de junio de 2025

Cooperación Sur-Sur: ¿es posible? ¿Cómo? (I)

Por Marcelo Colussi

“Nuestro norte es el Sur”.

(Joaquín Torres García)

“No entiendo por qué nos matan a nosotros, destruyen nuestros bosques y sacan petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya atestada de carros como Nueva York”.

(Dirigente indígena ecuatoriano)

“África no es el patio trasero del mundo, no es un campo de batalla, no es un laboratorio de pruebas ni su depósito de materias primas. ( ) África no se arrodillará”.

(Ibrahim Traoré)

Cooperación (¿capitalista o socialista?)

Partamos de una pregunta fundamental: ¿existe la cooperación desinteresada entre países? Radicalmente: no. Los Estados– que son siempre el mecanismo de dominación de una clase sobre otra– no tienen “amigos”; tienen intereses. Si se unen, lo hacen en función de desarrollar programas que los beneficien, y siempre ese beneficio– que será el de los capitales– se logrará a partir de la explotación/marginación/aplastamiento de las grandes mayorías.

La Unión Europea, o la OTAN, por ejemplo, como muestra de esas uniones, dejan más que claro que benefician solo y exclusivamente a muy pequeñas élites poderosas. La población de a pie mira pasivamente sin ser invitada al festín.

Ampliando la pregunta: ¿puede haber cooperación desde el Norte próspero– Estados Unidos y Canadá, Europa Occidental, Japón– con los empobrecidos Estados del Sur? Absoluta y radicalmente: no. El vínculo allí establecido, aunque disfrazado de altruismo, es la más abyecta y repulsiva explotación, siempre a favor de esas pequeñas minorías detentadoras del poder (léase: megacapitales), todo lo cual no es sino otro mecanismo de control y dominación de una clase (cúpula económica global) sobre otra (la gran mayoría de la humanidad).

Por tanto, dentro del modelo capitalista, la cooperación genuina, solidaria y desinteresada, no es posible. Siempre hay agendas, muchas veces ocultas: el Plan Marshall de Estados Unidos del final de la Segunda Guerra Mundial no fue hecho por generosidad y filantropía, sino que consistió en un mecanismo para convertir a la devastada Europa en socia menor y rehén de los capitales estadounidenses, evitando así la expansión del comunismo soviético. La OTAN no defiende la “libertad” en el planeta, sino que es una instancia de fuerza militar de esos megacapitales para enfrentarse a la amenaza soviética en su momento, y ahora para poder intervenir en cualquier punto, incluso contrariando su mandato. La Unión Europea es el proyecto del Viejo Mundo para volver a ser potencia hegemónica, destronada por Washington de ese sitial, unión que– además de no estar sirviendo para ese fin– solo está favoreciendo a los capitales europeos en detrimento de su población.

En otros términos, en el marco del capitalismo está más que comprobado que no hay cooperación, colaboración, hermandad. Solo viles intereses (recuérdese aquello de “el capital no tiene patria”, ni valores, ni moral, ni humanidad). Con planteos socialistas– es lo que intentaremos mostrar con este opúsculo– sí puede haber cooperación solidaria, de igual a igual, respetuosa. En definitiva, eso busca el socialismo: la igualdad, la equidad.

El mundo que generó el desarrollo del sistema capitalista es francamente desastroso. Pese a las posibilidades reales que la revolución científico-técnica vigente ha abierto para terminar con problemas ancestrales de la humanidad (hambre, inseguridad, miedo, desamparo), las relaciones sociales vigentes hacen de la sociedad global un lugar monumentalmente injusto: mientras en algunos lugares se desperdicia comida (40 por ciento en Estados Unidos), en otros muere de hambre una persona cada siete segundos. Mientras se habla de libertad y democracia, las potencias saquean sin reparos a muchas regiones del globo. Mientras se habla de paz, un Norte cada vez más agresivo e inhumano hace la guerra contra un Sur que comparativamente se empobrece día a día, enriqueciendo así a los fabricantes de armamentos, que se frotan las manos con cada nuevo conflicto bélico que se abre– muchas veces, fomentado por ellos mismos–. Pese a que nuestro grado actual de desarrollo permitiría otro mundo, alrededor del 40 por ciento de la población planetaria–según datos del Banco Mundial, para nada sospechoso de “comunista”–, es pobre y carece de los recursos mínimos para llevar una vida digna (faltan alimentos y se sobrevive con malnutrición o desnutrición crónica, carece de saneamiento básico, vive sin acceso a energía eléctrica, casi 15 por ciento de la humanidad es analfabeta– dos tercios de ese total son mujeres–, y pese a que el discurso dominante nos dice hasta el hartazgo que vivimos la era de la comunicación y la super informatización, 35 por ciento de la población mundial no tiene acceso a internet. La tecnología de punta nos lleva al espacio sideral, pero no puede terminar con la miseria, la desnutrición, los niños de la calle. “Las bombas podrán terminar con los hambrientos, con los enfermos y con los ignorantes, pero no con el hambre, con las enfermedades y con la ignorancia”, expresó acertadamente Fidel Castro. Sin la menor duda, este mundo no va bien para las grandes mayorías populares.

Mientras en algunos países se realiza agricultura de precisión con big data, asistencia de inteligencia artificial, robótica de última generación y apoyo satelital– para producir más comida de la necesaria, mucha de la cual se desperdicia–, en otros aún se utilizan arados de bueyes, o se cultiva a mano. Y mientras algunos están buscando agua en el planeta Marte, alrededor de 10 mil personas por día mueren en la Tierra por falta del vital líquido, niños menores fundamentalmente. Las religiones hablan de amor entre los seres humanos. ¿Se les podrá creer, o son parte también del discurso de dominación? “Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, había dicho Giordano Bruno– lo que le valió la hoguera–. Parece que no se equivocó.

Los ideales de igualdad social, de equidad y justicia que se divulgaron por todo el orbe décadas atrás– y con el que muchos pueblos comenzaran a construir sociedades distintas: el socialismo real– han sufrido un retroceso. Pero no están muertos. El socialismo como ideología sigue vigente, aunque golpeado y desacreditado por la cultura del capital. De todos modos, si bien fue grande el retroceso sufrido estas últimas cuatro décadas en la lucha por un mundo más equitativo, esa lucha no ha terminado. Por el contrario, hoy pareciera necesario su resurgimiento más que nunca, con nuevos bríos, ante esta avanzada fabulosa que están teniendo las propuestas de ultraderecha, que vienen ganando terreno en forma acelerada. El socialismo no está muerto, sino que ahora, más que nunca, debe oponérsele a este neofascismo que empieza a barrer la superficie del planeta, difundiendo un intolerable supremacismo peligrosísimo.

El Sur, tal como la experiencia lo ha demostrado por muy largos años, no puede esperar de ese Norte, de los poderes que comandan ese Norte– que dirigen, en definitiva, buena parte del curso del planeta en su conjunto–, sino más de lo mismo. Desde que el mundo moderno, en los albores del capitalismo incipiente hace ya cinco siglos, globalizó la sociedad planetaria, desde el momento en que la industria naciente empezó a difundirse por todo el orbe, el Norte no ha traído sino desgracias para los pueblos de lo que imprecisamente se llamaba Tercer Mundo, ahora nombrado Sur global. El saqueo de América Latina, de África, de Asia, la consecuente pobreza y represión que eso significó, la dependencia– y por supuesto la humillación aparejada–, todo eso no ha terminado. Los invasores blancos, sus saqueos sangrientos con sus armas de fuego, sus barcos negreros y la imposición violenta del cristianismo como broche de oro de la dominación, no han terminado. Esa dominación hoy sigue presente con la figura de “inversiones extranjeras”, créditos de organismos financieros internacionales– en realidad, pesada e impagable carga para el Sur: cada niño que nace en Latinoamérica ya debe dos mil 500 dólares a esas instituciones– y la cultura que se impone desde la corporación mediática global, que domina nuestras vidas tanto como ayer las espadas y trabucos y luego los golpes militares pergeñados por las potencias imperiales, con militares torturadores preparados por esas potencias.

En síntesis, la historia no ha cambiado gran cosa. Como siempre, si la situación se recalienta demasiado, ahí están las herramientas necesarias para poner en vereda a los “primitivos” descarriados. Ayer, militares golpistas formados en la represión interna y Doctrina de Seguridad Nacional; hoy: guerra jurídica y “revoluciones ciudadanas” disfrazadas de democráticas: las cosas cambian superficialmente, pero en esencia, siguen siendo lo mismo: el Norte sigue explotando al Sur sin la más mínima clemencia.

¿Es posible la integración?

En medio de ese panorama, va surgiendo una nueva idea: integración desde el Sur como alternativa, para oponerse a esa dominación avasalladora del Norte. Pero ¿qué integración? ¿De derecha o de izquierda? ¿De los capitales o de los pueblos oprimidos?

Proyectos de integración dentro de América Latina ha habido muchos, desde los primeros de los líderes independentistas a principios del siglo XIX (Bolívar, San Martín, Sucre, Morazán) hasta los más recientes del siglo XX y XXI: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio– ALALC–, la Comunidad Andina de Naciones, el Mercado Común Centroamericano, la Comunidad del Caribe –CARICOM–. Recientemente, y como el proyecto quizá más ambicioso: el Mercado Común del Sur –MERCOSUR–, creado por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Bolivia en 1996, al que se han unido posteriormente Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela. Sin contar, obviamente, con el intento de recolonización del ALCA, que en realidad es más una sumatoria de países bajo la égida de Washington que una genuina integración. Dicho proyecto como tal no prosperó, por la reacción de los gobiernos progresistas de inicio del siglo en la región, lo que no impidió que el imperialismo norteamericano estableciera de inmediato tratados de “libre” comercio– que de libres no tienen absolutamente nada– entre la potencia y los empobrecidos países del Sur, poniendo Washington las condiciones, leoninas, por cierto.

Por supuesto, ninguna de estas iniciativas es una integración que beneficie a las grandes mayorías. Los únicos beneficiados con estos proyectos son los capitales, nacionales o transnacionales, básicamente los de Estados Unidos. Allí, definitivamente, sería ridículo hablar de “cooperación”, aunque en algún pomposo documento oficial se utilice esa expresión. El papel aguanta todo, sin dudas.

El punto máximo en el planteo de integración de esas aristocracias es el actual proyecto de MERCOSUR. Hay que destacar que ese mecanismo se centra en la integración capitalista, siempre ajena a los intereses populares. Para los sectores explotados en verdad no hay diferencias sustanciales entre el MERCOSUR y el ALCA. Como correctamente analiza Claudio Katz: “Las clases dominantes de la región se asocian, pero al mismo tiempo rivalizan con el capital externo. Propician el MERCOSUR porque no se han disuelto en el proceso de transnacionalización. Estos sectores buscan adecuar el MERCOSUR a sus prioridades. Promueven un desarrollo hacia afuera que jerarquiza la especialización en materias primas e insumos industriales, porque pretenden compensar con exportaciones la contracción de los mercados internos. El problema de la deuda está omitido en la agenda del MERCOSUR. Los gobiernos no encaran conjuntamente el tema, ni discuten medidas colectivas para atenuar esta carga financiera. Han naturalizado el pasivo, como un dato de la realidad que cada país debe afrontar individualmente”. En otros términos: con estos modelos de integración por arriba para las mayorías populares no hay, también, sino más de lo mismo.

Por su lado, en África igualmente existen intentos integracionistas. Sucede, igual que en Latinoamérica, que esos procesos en general están realizados desde una óptica capitalista. Web Du Bois y George Padmore impulsaron originalmente las reivindicaciones de la población negra del continente, aunque con un contenido tibio, sin tocar las raíces económico- sociales de la situación de África; es decir: sin abordar el proceso en clave de explotación capitalista. Como se ha dicho en alguna oportunidad, representan la “cara amable” del panafricanismo.

Estas propuestas denunciaron la dependencia colonial, pero una vez obtenidas las independencias formales en las décadas de los 50 y 60 del siglo XX, no tomaron una radical distancia de los ex invasores, sino que plantearon una suerte de acomodación neocolonial. Para ello estuvieron abiertos a las inversiones privadas de capitales multinacionales, fomentando el libre comercio en los marcos del capitalismo. En otros términos, reclaman una suerte de nuevo Plan Marshall para compensar los daños ocasionados por las metrópolis colonialistas, a cambio de no fomentar propuestas muy “osadas” que lleven hacia planteos socialistas. Igual que en Latinoamérica, esas iniciativas de integración son “más de lo mismo” para las paupérrimas mayorías populares.

En la actualidad existen diversos mecanismos de integración del continente, tales como la Unión Africana (UA), el Área de Libre Comercio Continental Africano (AfCFTA, por su sigla en inglés), las Comunidades Económicas Regionales (CER), que actúan como apoyo a la UA (CEDEAO –para el África Occidental–, SADC –para el África Austral–, COMESA –para África Oriental y Austral–, y otras). Todas ellas se mueven en la dimensión de la libre empresa, avalando la existencia de burguesías nacionales y el acomodo con los capitales transnacionales. Si bien representan intereses supuestamente propios, de países africanos formalmente libres, todas estas iniciativas guardan estrechos lazos con el capitalismo occidental, del que pueden terminar siendo, sabiéndolo o no, sus defensores.
Es preciso reconocer que en el anárquico desarrollo del capitalismo a nivel mundial, los países más desfavorecidos del Sur también han visto nacer en su propio seno sociedades capitalistas que no dejan de repetir las diferencias constatables a nivel internacional. Las formaciones económico-sociales precapitalistas de todas las sociedades del Sur no significan modelos de justicia; los regímenes monárquicos y las sociedades preindustriales previas a la llegada de los “hombres blancos” en cualquier parte del Sur no constituyen por fuerza situaciones de equidad. En África, por ejemplo, era una tradición el esclavismo, donde tribus de población negra esclavizaban, y en algunos casos vendían hermanos de color al “invasor blanco”. El “buen salvaje” viviendo en un mundo paradisíaco no pasa de mito, de grotesco mito incluso, que encierra un profundo racismo. Sin dudas el capitalismo que irrumpió por todo el planeta no hizo sino perpetuar esas injusticias, cubriéndolas en muchos casos con un manto de falsa modernidad. De hecho, hoy, pueblos originarios de los países del Sur también han ido entrando de manera deformada/ forzada en moldes capitalistas, y hay burguesías locales explotadoras tanto en el África subsahariana como en los pueblos americanos prehispánicos. Ello se articula con las burguesías de origen “blanco” que se impusieron en el Sur, más la expoliación imperialista de los grandes centros colonialistas: Estados Unidos y algunas potencias euro-occidentales, como Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Países Bajos.

Hoy, ya entrado el siglo XXI, es rigurosamente imprescindible plantearnos pasos superadores de esta situación. Es casi necesidad imperiosa para evitar el desastre de la especie como un todo, por el colapso medioambiental en que nos encontramos, por la posibilidad de la guerra que encuentra el sistema como válvula de escape, siempre a costa del pobrerío.

El modelo consumista y guerrerista que el Norte ha impuesto no es sostenible, y el Sur debe encaminarse hacia nuevas alternativas. El socialismo– aunque hoy la ideología de derecha lo demonice– es la única alternativa realmente válida. Valen las palabras de Rosa Luxemburgo: “Socialismo o barbarie”. Del Norte no se puede esperar sino más de lo mismo: saqueo y dependencia, insoportable arrogancia y violencia. Va surgiendo así la idea de una integración novedosa del Sur con el Sur. Pero hay que ser muy cuidadosos en esto: ¿integración por arriba o por abajo? ¿Integración de las élites o de los pueblos siempre sufridos? ¿Qué hay con la cooperación internacional? (Continuará…)

rmh/ mc

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