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viernes 18 de julio de 2025

Comunicación social y ¿“sanciones” imperialistas?*

Por Luis Toledo Sande

Parece olvidada la “consigna” según la cual la prensa cubana “no debe cumplir la agenda del enemigo”, pero ¿habrán desaparecido por completo sus secuelas? Sería fatídico interpretarla como que para los medios informativos de la nación son tabú los asuntos tratados contra ella y su proyecto político por sus enemigos.

La mejor lectura de tal “consigna”- su lectura revolucionaria- sería asumir que la prensa debe abordar resueltamente, y por decisión propia, sin esperar a que nadie más lo haga, cuanto asunto sea de interés para el país y su sociedad. El interés puede radicar en que los asuntos en cuestión encarnen estímulos para sus afanes o, quizás sobre todo, en que sean hechos que requieran denunciarse y combatirse.

Los enemigos de Cuba tienen entre sus prácticas favoritas mentir, para denigrarla, y en su saña vale estimar que opera otra intención perversa y de dos cometidos: uno, propiciar que Cuba se acomode a pensar que las calumnias no merecen citarse ni siquiera para combatirlas, sino ignorarlas; otro, que Cuba se consuma corriendo tras la barahúnda infamante y colabore así, de hecho, con sus detractores.

Ambos cometidos generarían un fruto desgastante y estéril: impediría discernir el grado de veracidad que pueda haber en el arsenal de falsedades, los puntos factuales que le servirían de apoyo, y que, por minúsculos que fueran, constituirían peligros para la supervivencia del proyecto revolucionario. Todo apunta al hecho de que a la prensa cubana le corresponde tener la iniciativa y la soltura suficientes para abordar la realidad con lucidez y valentía, sin esperar a que las alertas vengan de otras voces, y mucho menos de las enemigas, malintencionadas por naturaleza.

No le corresponde ir a la saga de las mentiras intentado deshacerlas, sino enfrentar por su cuenta los males que atenten contra la marcha y la seguridad del país. Para eso debe tener inteligencia, y coraje, porque el mundo del que Cuba forma parte no es un paraíso celestial libre de intereses contrarios a los ideales que merecen y necesitan defensa.

Ni criterios de autoridad ni idealización alguna debe poner cortapisas frustrantes al quehacer de la prensa, que para su ejercicio necesita la mayor honradez y pleno sentido de responsabilidad y respeto. ¿Será infalible? No lo es ningún quehacer humano, y tampoco lo serán las fuerzas o personas a las que ella se enfrente.

En este punto, vale recordar los términos, que deberíamos revitalizar constantemente, empleados hace algunos años por el general de Ejército Raúl Castro en uno de sus llamamientos a luchar contra la corrupción. Esta, advirtió, debe combatirse para erradicarla, “caiga quien caiga”. No se avala con ello cacerías de brujas, sino la indispensable radicalidad revolucionaria, que requiere sólidos cimientos éticos para alcanzar los efectos legales y prácticos deseados.

Aunque se convoque fundadamente a desmentir las campañas propagandísticas del enemigo, la brújula para el desempeño de la prensa revolucionaria debe estar en las exigencias de la realidad. El enemigo tiene recursos poderosos para saturar la esfera (des)informativa con sus campañas falaces, y generar el caos que dificulte a quienes estén convocados a esa lucha hallar el camino y los recursos adecuados para librarla.

Así actúan en la esfera internacional, y de ello ofrece evidencias cada vez más palmarias el estira y encoge protagonizado por Donald Trump como el criminal y embustero que es. Tales prácticas no empezaron con él- que debía estar tras las rejas, no en el trono de la Casa Blanca-, pero él es el epítome de la decadencia y la descomposición, en su actual etapa, de un sistema carente de principios éticos.

En sus estratagemas, el corrupto presidente ha puesto en práctica, al estilo del mafioso que es, el recurso de los aranceles, que maneja como un tahúr que jugara al capitolio, lo que recuerda su responsabilidad criminal, al calor de sus perretas electorales, en algo tan grave como el asalto en 2021 a un Capitolio real, el de Washington. Ahora, mientras lleva a cabo su juego de aranceles, refuerza otra práctica: las llamadas sanciones. No son nuevas, pero él las incorpora a sus estratagemas para exhibir poder, auxiliado por hordas que lo siguen como en su momento Hitler fue seguido por las suyas.

Y debe insistirse en qué son las llamadas sanciones, pues se trata de las pericias manipuladoras de una potencia aferrada a mantener la hegemonía que se le escapa. En la cultura jurídica, sanción haría pensar en algún tribunal con autoridad para aplicar una medida punitiva: para sancionar. Pero aquí se habla de actos unilaterales impuestos delincuencialmente por un matón que usurpa las facultades de la justicia.

Si encima de eso caemos en la trampa de aceptar su lenguaje, nos convertimos de hecho en cómplices y lacayos suyos. Que sea contra nuestra voluntad y sin tener conciencia de ello, no mengua la gravedad de los resultados. Tal desprevención se aprecia incluso en medios informativos de orientación emancipadora, revolucionaria.

Vendría bien observar- para hacer valer las rectificaciones indispensables- las veces que en ellos se repiten acríticamente vocablos como terroristas y otros de los cuales los opresores se han apropiado, o los han deformado a su conveniencia, como humanitario, régimen o democracia. Para citar un caso concreto de menor alcance que los ardides imperialistas globales, pero no menos indeseable, basta ver la tranquilidad con que a menudo se le regala a un trumpito como Javier Milei el calificativo libertario.

En cuanto a “sanciones” manipuladas por el gobierno de los Estados Unidos- tanto por el partido llamado Republicano como por el llamado Demócrata-, si fuera necesario mencionar una que lleva implantada más de seis décadas, ahí está el bloqueo a Cuba, decretado formalmente en 1962, pero fraguado tras el triunfo revolucionario de 1959. Ha sido un recurso de la agresiva potencia para “sancionar” el afán de soberanía y justicia social de la Cuba que fue capaz de zafarse de la dominación imperialista que aquella potencia le impuso de 1898 hasta 1958, inclusive, seis décadas también.

El bloqueo le ha hecho enormes daños a Cuba, y la administración Trump ha venido tensándolo al máximo en sus dos períodos presidenciales: dos hasta ahora, porque ha dejado ver sus intenciones de burlar la Constitución y permanecer por más tiempo en la Casa Blanca.

Los propios imperialistas han tenido pruebas de que el bloqueo no ha conseguido el objetivo supremo con que se orquestó: derrocar la Revolución Cubana. Solo a eso podía referirse el astuto Obama cuando en 2014 dijo que su gobierno necesitaba hallar otros modos de relacionarse con Cuba porque el bloqueo, según él, no había conseguido su propósito, y de hecho aislaba a los Estados Unidos en el continente.

Ese gobierno seguirá apretando el garrote sobre el cuello de Cuba en busca de lo anunciado con desfachatez en el memorando con que en 1962 un alto funcionario suyo explicó la finalidad del bloqueo: que las penurias de todo tipo, hambre incluida, que ese engendro le causaría al pueblo cubano llevara a la mayoría de éste a negarle al gobierno revolucionario el apoyo que entonces lo mantenía en pie, y lo mantiene hoy.

La potencia imperialista sabe, y a eso apuesta, que no serán propiamente sus maniobras las que podrían derrocar a la Revolución Cubana, sino que esta perdiera el apoyo del pueblo. Pero no solamente lo ha sabido el gobierno de esa potencia. Lo sabía, y lo advirtió con mayor autoridad y más fundamento que nadie, El Líder de la Revolución que ese gobierno sigue empeñado en aplastar.

De ahí que en su discurso del 17 de noviembre de 2005, pronunciado en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, Fidel Castro dijese que los imperialistas no podrían destruir a nuestro país: tan triste “logro” estaría solo en nuestras manos, y es nuestro deber impedirlo.

El gobierno de los Estados Unidos supondrá que entre los dirigentes cubanos no los habrá desesperados por viajar a ese país, ni por merecer sus elogios. Y la gran mayoría del pueblo cubano sabe no solo que nuestro gobierno no debe esperar mimo alguno de los Estados Unidos mientras esa potencia sea la que es: también sabe que, si un día mereciera su elogio, sería una muy mala señal contra el rumbo que Cuba debe cuidar.

En ese contexto la prensa cubana tiene y tendrá deberes fundamentales: al mismo tiempo que cultivar y defender la unidad de las fuerzas revolucionarias, denunciar y combatir todo lo que se oponga a esa unidad. La corrupción en sus múltiples expresiones- desde la administrativa y el abuso variopinto de poder, pasando por nepotismo, acomodamiento y otras manifestaciones afines- debe estar en la mira de la lucha sin cuartel que los medios informativos cubanos deben librar contra todo lo que pueda poner en peligro, o la esté poniendo ya, la aspiración de construir el socialismo.

En un país capitalista no solo es posible, sino orgánico, normal, que las autoridades políticas detenten propiedades materiales diversas y medren a base del negocio hecho a partir de ellas. Pero ¿debe ser esa la realidad de un país afanado en salvar, si no el socialismo, que aún no se ha construido plenamente en ninguna comarca del mundo, sí los ideales socialistas?

Renunciar a ellos conduciría a perder la posibilidad de edificar un sistema que el capitalismo busca satanizar precisamente porque representa una salida para la humanidad frente a las injusticias y las calamidades- deterioro del medio ambiente incluido, y guerras genocidas- que siglos de práctica capitalista le han impuesto a la humanidad.

No surgen del aire preocupaciones de la población ante la sostenida prosperidad de negocios privados. Se han expandido a la vista de todos, y no hay correspondencia entre esa realidad y el asiduo silencio en cuanto a quienes son los dueños o dueñas de tales bienes. No se respiró transparencia en torno a las licitaciones ni a la asignación de dichos recursos, ni al origen del capital sobre el que se levantaron esas propiedades. Todo eso ha dado lugar a especulaciones que deberían desmentirse, si son falsas.

Al pueblo le preocupa la posibilidad de que, quienes a la vez que medran con la propiedad privada tienen tareas de servidores públicos, descuiden esas tareas en favor de sus utilidades personales, o propicien que las conexiones entre ellas generen corrupción. Quizás no se deba descartar que en el silencio antes aludido hayan operado prudencias y temores vinculados con la necesidad de burlar vigilancias enemigas prestas a hacer que en Cuba todo fracase. Pero si en algo no hay quizás que valga es en la posibilidad de que algunos y algunas pudieran manejar con fines egoístas los beneficios del silencio.

Para evitar oscuridades y sordinas tales, se aprobaron- no hace mucho tiempo, lo que es significativo- las leyes llamadas a garantizar la comunicación social eficaz y, por tanto, la transparencia necesaria. No podemos ni debemos desentendernos de las campañas enemigas, ni dejar de darles la debida respuesta. Pero mucho menos debemos ignorar que la seguridad de que el país no se destruya desde dentro demanda logros dirigidos a que el pueblo tenga el bienestar que merece. Y para esos logros no cabe esperar que el imperio nos conceda respiro alguno: hemos de alcanzarlos pese a sus tercos planes de asfixiarnos.

El desmerengamiento- no lo llamó así un teórico de salón, ni un gacetillero con ínfulas de originalidad, sino Fidel Castro- del proyecto socialista que hubo en lares europeos, donde las plazas capitalistas germinaron desde el interior de aquellas sociedades, tiene mucha lección que darle al mundo, si de aspirar a un futuro socialista se trata. Y Cuba está en el mundo, no fuera de él.

Rmh/lts

*Tomado de Cubaperiodistas

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