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lunes 22 de septiembre de 2025

Viví para ver

Por Frei Betto

Tenía 19 años en junio de 1964. Vivía en Río de Janeiro, en una residencia estudiantil de líderes de la Acción Católica. En la madrugada del 5 al 6 de ese mes, agentes del servicio secreto de la Marina, Cenimar, irrumpieron en nuestro apartamento armados con ametralladoras. Nos llevaron a todos al Arsenal de la Marina. Me torturaron a puñetazos y patadas, convencidos de que yo era Betinho, el líder de la Acción Popular, una organización de izquierda, y años después de la Acción Ciudadana contra el Hambre, la Miseria y por la Vida.

Estuve detenido durante un mes, entre prisión militar y arresto domiciliario. No hubo juicio ni reparación. Ni siquiera derecho a un abogado. Comprendí lo que es una dictadura.

Cinco años después, fui arrestado de nuevo en Porto Alegre por facilitar la fuga desde Brasil de perseguidos por el régimen militar. Tras ser trasladado a São Paulo, presencié torturas y perdí a compañeros y compañeras asesinados por militares y policías civiles. A lo largo de cuatro años, fui transferido a ocho prisiones diferentes. Pasé dos años como preso político y otros dos como preso común con narcotraficantes, ladrones de bancos, asesinos en serie, estafadores y violadores.

Tras cumplir cuatro años en prisión, el Supremo Tribunal Federal redujo mi condena a dos años… Sin embargo, confirmó la suspensión de mis derechos políticos durante diez años. Ninguno de mis torturadores, jueces o carceleros compareció ante la justicia por los crímenes y abusos que cometieron. Todos se beneficiaron de la aberración de la «amnistía recíproca» decretada por el general João Figueiredo.

Todo lo que viví y sufrí bajo la dictadura está contenido en mis libros «Cartas desde la Cárcel» (editorial Companhia das Letras); «Bautismo de Sangre» y «Diario de Fernando» (ambos de la editorial Rocco).

Ahora siento cierto alivio al ver a Bolsonaro y a sus cómplices de organización criminal condenados por el Supremo Tribunal Federal por atentar contra el Estado democrático de derecho. Un alivio, no por venganza, sino por una reparación simbólica que devuelve un sentido a la vida. Ver la ley prevalecer sobre la barbarie puede ser, para quienes han vagado durante años, la confirmación de que el mundo no es del todo injusto.

Esperar es un ejercicio de resistencia. Cargué con el dolor en silencio y envejecí sin perder jamás la esperanza de que algún día vería a los militares golpistas castigados por la justicia. Soporto cada día el vacío que dejó la pérdida de tantos compañeros, como el Frei Tito, mi cófrade en la Orden Dominicana; Heleny Guariba, mi compañera de teatro y prisión; Jeová de Assis Gomes, Carlos Eduardo Pires Fleury, Aderbal Coqueiro y tantos otros y otras que me acompañaron en la cárcel y en la resistencia a la dictadura.

El escritor griego Esquilo afirma en «Agamenón» que «el dolor es el verdadero maestro». Para mí, el dolor no solo me enseñó, sino que moldeó décadas de supervivencia, sostenidas por la esperanza de que algún día los heraldos de la dictadura responderían por sus actos.
El tiempo a menudo suele ser cruel. Paradójicamente, madura los frutos de la justicia. Miguel de Cervantes escribió en «Don Quijote»:

«La verdad puede ser sofocada, pero nunca muere». Así, incluso envuelta en maniobras legales, apelaciones y dilaciones, permanece viva y espera el momento de imponerse.

El filósofo romano Séneca dijo: «La justicia no consiste en ser neutral entre el bien y el mal, sino en encontrar lo correcto y defenderlo contra lo incorrecto». Para mí, el tribunal que ahora condena a los líderes del intento de golpe de estado de 2023 representa precisamente esto: la negativa a ser neutral ante la barbarie.

Ninguna sentencia puede devolver las vidas perdidas en 21 años de democracia negada, pero hay decisiones que devuelven la dignidad a quienes quedaron atrás. Hannah Arendt, reflexionando sobre el mal y la responsabilidad, recordaba que «la justicia debe estar siempre presente, incluso si el mundo se acaba». Ahora me siento respaldado por el peso ético de una institución democrática, el Supremo Tribunal Federal, que ha cumplido con su deber.

Mi estado de tranquilidad no nace de la alegría, sino de la paz. Viktor Frankl, superviviente de un campo de concentración, escribió en su libro «En busca de sentido»: «La felicidad debe brotar como un efecto colateral de la dedicación personal a una causa mayor».
Castigar a Bolsonaro y a su organización criminal significa preservar la memoria de tantos que fuimos y somos víctimas de 21 años de dictadura. Al ver que la justicia reconoce oficialmente a los culpables de este ataque a la democracia, me doy cuenta de que el ejemplo de resistencia de Marighella, Lamarca y tantos otros que lucharon contra la arbitrariedad no ha sido borrado por el olvido. La sentencia inmortaliza sus ausencias como presencias.

Una persona mayor como yo, al ver castigados a los golpistas, recuperó la confianza, aunque tardíamente, en la capacidad humana de distinguir entre lo justo y lo injusto, entre el bien y el mal. Lo que siento no es euforia, sino reconciliación con la vida y con la democracia.

rmh/fb

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