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viernes 31 de octubre de 2025

El desquicio, ese lugar para descifrar el escenario electoral argentino

Por Ernesto Espeche

Oscurece en Argentina. Una (buena) parte de la sociedad respaldó al gobierno fascista de Javier Milei. El régimen fue plebiscitado. Los resultados de las elecciones legislativas del domingo 26 de octubre traen consigo instrucciones bien precisas. Trato de leerlas. No puedo. Entonces voy a la letra chica: “este tutorial sólo resultará legible para quienes firmen una carta de renuncia a toda forma de cordura”. ¿Firmo? El oficio me lo demanda. Tomo el riesgo. El nuestro es un oficio de alto riesgo. Firmo. ¿Y ahora?

Ya estoy adentro. Desencantado, debo admitir que el desquicio, visto desde alguno de sus pasillos internos, no es como lo imaginaba.

Este lugar se parece demasiado al mundo de la razón. A la pura realidad. Tiene -eso sí- un filtro de oscuridad apenas perceptible. Eso me agrada. Encuentro una mesa, me siento y me dispongo a leer, a interpretar.

Antes de enfrentarme al texto siento una sensación fisiológica de despojo. Asisto a una escena repugnante que, sin embargo, me provoca cierto alivio. Mi cuerpo expulsa una tonelada de prejuicios, premisas condenadas a no sobrevivir en los llanos de la locura que pronto me recibirán. Prejuicios, decía: “la sociedad puede ser engañada, pero no avalaría a un régimen que ya mostró sus garras”; “el pueblo no sabía qué estaba votando, o consideró prudente darle una chance al gobierno para que muestre, aún con más claridad, el rumbo que pretende tomar”; “la gente cree que el presidente, y la banda de sátrapas que lo rodea, no será capaz de hacer todo el daño que vocifera”. Sigo desprendiéndome de la racionalidad que aún conservo. Me desprendo, incluso, de alguna que otra pregunta perturbadora:

“¿Acaso no son suficientes casi dos años de gestión de ajuste, violencia, entrega y sometimiento?”; “¿hay un respaldo a la crueldad y la miseria por parte de los propios afectados?”. Me sacudo, como polvo, certezas aprendidas hace años: “el empeoramiento en las condiciones de vida de las grandes mayorías corroe la gobernanza”; “el deterioro de la calidad institucional es síntoma de agotamiento, de crisis de hegemonía”; “la represión, la persecución y el ensañamiento oficial contra todo aquello que se identifica- a partir de una delimitación imprecisa y ramplona- como izquierda, comunistas o peronismo son asuntos del pasado, señas de una etapa oscura que se cerró para no retornar nunca más”. Me despido, por último, de una extensa literatura que pensó, desde hace siglos, cómo hacen los sectores dominantes para ganarse el consentimiento de los dominados: el funcionamiento de dispositivos, más o menos sofisticados, destinados a la construcción de consensos colectivos.

Me deshago, por último, de los vestigios que puedan quedarme de lugares comunes, explicaciones tranquilizadoras o formulas narcóticas que tanto se repitieron por estas horas: “ese 40 por ciento de voto estructural corresponde, desde siempre, al campo conservador, de derecha o antiperonista”; “el apoyo no es ideológico, se explica por un respaldo tibio, pero suficiente al plan de estabilización, dadas las fluctuaciones inflacionarias que marcaron el derrotero del gobierno anterior”; “el pueblo no se equivoca, nunca se equivoca, sólo se trata de interpretarlo, escucharlo y seguirlo porque allí, y no en otro lado, está el comienzo de la solución”. Listo. Basta. Nada de eso me sirve.

Me despido de los vicios inherentes a un analista político acuoso pero con pretensiones que, hasta hoy, pudieron larvar en mí. Vaciado como estoy de todo fundamento lógico, al fin podré comprender el fenómeno argentino.

La frontera entre la lucidez y la locura, esa que ahora habito, puede que sea un paso obligado hacia un destino sin retorno. Es un riego que asumí al firmar las condiciones para entender lo que está fuera de mi alcance. “Estamos tratando de interpretar a una sociedad que no es aquella en la que vivimos”. Eso me dijo uno de mis maestros esta misma semana. Y tiene razón. Por eso firmé y acepté entregar, a cambio, mi cordura. Entender. La frontera, decía. En las zonas limítrofes, supongo, todavía tenemos alguna conciencia del lugar del que venimos- ese al que quizá ya no regresaremos- e intuimos la ajenidad a la que vamos. Así, sin espacio para la nostalgia, empiezo a despedirme de quien supe ser.

Entonces descubro los trazos de aquello que, al empezar esta nota, me resultaba indescifrable.

Un predicador subido a una silla ensaya un largo elogio de la insania de la figura presidencial. Exalta la condición divina de su líder y celebra- entre otras bendiciones- diálogos con animales muertos, anuncios mesiánicos recibidos hace más de cuatro mil años, un vestuario de tres o cuatro camperas sobrepuestas, una verba disociada, adolescente, misógina y pendenciera, y un repertorio ecléctico de vociferaciones en un escenario musical.

Un mendigo se detiene en mitad de la calle. Me increpa. Dice no tener dudas de las bondades del rumbo económico. Minimiza el tenor de lo que llama “efectos secundarios pasajeros”: la pérdida de poder adquisitivo de las mayorías, el aumento del desempleo, el desamparo a jubilados y personas discapacitadas, el desfinanciamiento de las universidades y de la actividad científica, el cierre de industrias y la caída del consumo de los sectores populares. Me pide un billete y continúa su marcha.

Decido descansar. Una maestra de escuela se sienta frente a mí para subrayar, con extraña pedagogía, el carácter inofensivo de la iconografía y la estética fascista. Muestra simpatía por una banda de jóvenes revoltosos seguidores del presidente que pretende emular a las camisas pardas y se hace llamar Las Fuerzas del Cielo. Me pide que siga ese ejemplo y que, de una buena vez, deje de mirar hacia atrás. Después de todo, suelta mientras se levanta, no hay nada de malo en la justificación explícita del último gobierno militar.

Una niña me cuenta al oído con lengua adulta que admira la política represiva desplegada contra toda forma de reclamo social. Me sorprende su tono y su mensaje, o la combinación de ambos. Sonríe. Dice estar feliz con el uso indiscriminado de la fuerza pública para disuadir, sin miramientos, a personas mayores y disminuidas físicamente. Destaca, con especial énfasis, los disparos con balas de goma y el lanzamiento de gases tóxicos sobre reporteros y manifestantes en general.

La pierdo de vista. Camino, trato de no detenerme. Frente a mí, una pared de un blanco impecable intervenida con una leyenda minúscula y prolija que reivindica el pedido de coimas a laboratorios como parte del circuito administrativo previsto para la compra de medicamentos destinados a atender enfermedades de gravedad. Y otra inscripción, a un costado, aboga por el cese en el suministro de alimentos a comedores comunitarios y el ajuste presupuestario y de personal en hospitales pediátricos de alta complejidad. Nadie se atribuye esos escritos.

Unos adolescentes juegan a enfrentarse como pandillas. Se ríen mientras replican amenazas similares a las vertidas por el presidente a dirigentes políticos y artistas populares que se atreven a cuestionarlo. Eso los divierte tanto como el hecho de que sea el propio jefe de Estado quien se atribuya el encarcelamiento de la principal referencia opositora.

Una anciana se ofrece a adivinarme la suerte. Me abstengo con un gesto amable. Me susurra, en cambio, que hay una asimilación natural del intercambio de favores con dineros provenientes del narcotráfico, la trata de personas y la venta de órganos con el valor supremo de la libertad de mercado.

Llegando a la esquina, un poeta recita sus versos a viva voz. Creo escucharlo decir que es hora de agradecer el desembarco de especuladores y operadores políticos enviados por la Casa Blanca para intervenir en asuntos soberanos.

No me gusta este lugar. No sé cómo llegué hasta aquí. Necesito buscar una salida. Ya casi no veo la senda por la que camino. Oscurece.

rmh/ee

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