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lunes 17 de noviembre de 2025

«El terrorismo» también hace implosionar el estado de derecho

Por Frei Betto

En las últimas décadas, el concepto de terrorismo se ha convertido en uno de los instrumentos políticos y jurídicos más poderosos para subvertir los principios del derecho. Creado originalmente para describir acciones violentas con motivaciones ideológicas o políticas, el término se ha transformado gradualmente en una categoría jurídica y moral capaz de justificar excepciones a la ley y a la propia idea de justicia.

Lo que comenzó como una respuesta legítima a amenazas reales terminó convirtiéndose en una herramienta peligrosa en manos de Estados y gobiernos que, en nombre de la seguridad, subvirtieron principios fundamentales del derecho internacional y de las libertades individuales.

El punto de inflexión se produjo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, con el derrumbe de las Torres Gemelas. Ante el trauma y el miedo colectivo, Estados Unidos y sus aliados declararon la llamada «guerra contra el terror». Bajo esta bandera, prácticas antes consideradas ilegales, como las detenciones arbitrarias, la tortura, los secuestros internacionales y las cárceles secretas, se normalizaron.

La creación del centro de detención de en la base naval estadounidense de Guantánamo, en territorio cubano, simbolizó este nuevo paradigma. Allí, cientos de personas permanecen prisioneras y son sometidas a tortura indefinidamente, sin cargos formales ni juicio, bajo la justificación de que la lucha contra el terrorismo exige «nuevas reglas».

Esta «excepción permanente», parafraseando al filósofo Giorgio Agamben, sentó un precedente devastador. En nombre de la seguridad nacional, varios países comenzaron a operar al margen de los límites legales y éticos, tratando al presunto terrorista no como un ciudadano con derechos, sino como un enemigo absoluto, alguien que puede ser neutralizado incluso antes de que se demuestre su culpabilidad. El derecho a la defensa, a un juicio justo y a la presunción de inocencia ha sido sustituido por una lógica de anticipación y castigo preventivo.

Lo más preocupante es que esta erosión de la legalidad no se ha limitado a la lucha contra el terrorismo internacional. La mentalidad de «guerra permanente» ha contaminado otras áreas de la seguridad pública. En los últimos años, varios gobiernos, incluso democráticos, han comenzado a aplicar la misma lógica de excepción contra facciones criminales y organizaciones de narcotráfico. En Brasil, El Salvador y otros países latinoamericanos, las operaciones policiales y militares han adoptado el discurso de que ciertos grupos representan una amenaza tan grave para el orden público que el Estado puede actuar sin los controles y contrapesos de la ley.

Con el pretexto de combatir el crimen organizado, como ha ocurrido recientemente en Río de Janeiro, se multiplican las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones y las intervenciones letales en comunidades pobres. El enemigo ya no es el «terrorista extranjero», sino el «narcotraficante», el «miliciano» o el «miembro de una pandilla»: etiquetas amplias y ambiguas que permiten justificar acciones al margen del debido proceso. En muchos casos, la sociedad, impulsada por el miedo y la desconfianza en las instituciones, aplaude esta postura sin darse cuenta de que socava los cimientos mismos de la democracia.

Al transformar la lucha contra el crimen en una guerra, el Estado renuncia a su papel de garante de la ley para convertirse en juez y verdugo. Se borra la frontera entre justicia y venganza. La muerte sustituye al juicio; la sospecha, a la prueba; y el enemigo, al ciudadano. Este proceso erosiona silenciosamente los principios que sustentan el estado de derecho, como la universalidad de la ley, la proporcionalidad de las penas y la dignidad de la persona humana.

Es fundamental comprender que la fuerza de la ley no reside en su capacidad de castigar, sino en su capacidad de limitar el poder. Cuando el Estado se arroga el derecho de matar sin juicio, niega la esencia del contrato social. Al admitir que algunos individuos o grupos pueden ser eliminados sin defensa, la sociedad retrocede a la barbarie, donde el más fuerte impone su voluntad sobre el más débil.

El desafío contemporáneo, por lo tanto, consiste en recuperar la primacía de la legalidad en un mundo acostumbrado a las excepciones. La lucha contra el terrorismo y el crimen organizado es legítima y necesaria, pero debe estar sujeta al control legal y al respeto de los derechos humanos. No existe una seguridad duradera cuando el miedo se convierte en justificación para la suspensión de la justicia.

Si el siglo XXI comenzó con la promesa de un mundo más libre e interconectado, pronto reveló el peligro de una libertad condicionada por el terror. Hoy vivimos con las consecuencias de un paradigma que ha transformado al enemigo en una categoría política y la ley en un instrumento de excepción. La lucha contra el narcoterrorismo debe librarse en el marco de la ley, nunca por encima de ella. De lo contrario, el Estado, en su afán por protegernos, terminará destruyendo lo que más debería preservar: la propia idea de justicia.

rmh/fb

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