Por Frei Betto
La democracia, tal como la concebimos- gobierno del pueblo, participación ciudadana, pluralidad de ideologías, límites al poder- se ha convertido, en el mundo actual, en una especie de actividad concesional. Existe, pero solo bajo licencia temporal y vigilancia constante, siempre amenazada de revocación por los verdaderos poderes que gobiernan.
El ideal democrático, que parecía destinado a expandirse irreversiblemente tras el siglo XX, que presenció la irrupción y el fracaso del nazismo, el fascismo y el estalinismo, hoy se mueve en terreno inestable, entre autoritarismos renovados, plutocracias agresivas y teocracias que se afirman como modelos alternativos de civilización.

Actualmente asistimos a un fenómeno paradójico: nunca se ha hablado tanto de la democracia, nunca se ha invocado con tanta frecuencia como justificación de acciones gubernamentales, intervenciones internacionales y discursos solemnes. Precisamente por eso, su vaciamiento es más discreto e insidioso.
La clave de este proceso reside en que la democracia ha dejado de ser un derecho garantizado para convertirse en una concesión, otorgada bajo estrictas condiciones por poderes que operan por encima de la ciudadanía y los preceptos constitucionales. Los gobiernos elegidos por voto popular siguen existiendo, pero su margen de acción es cada vez más limitado. Las corporaciones multinacionales determinan las políticas económicas; los multimillonarios definen las agendas públicas e influyen en las elecciones; las plataformas digitales manipulan las percepciones y los institutos de investigación; y las instituciones financieras imponen agendas draconianas. La democracia opera con concesiones, como una emisora de radio que solo transmite mientras el gobierno no le revoque la frecuencia.
El autoritarismo, a su vez, ha evolucionado. Ya no se presenta necesariamente como una dictadura clásica, con tanques en las calles y parlamentos disueltos. Hoy viste traje y corbata, gobierna por decreto, instrumentaliza el Poder Judicial, manipula la información y secuestra la maquinaria del Estado. Surge como «gobierno fuerte», «orden», «protección», «defensa de la familia y las buenas costumbres». Pero su objetivo es siempre el mismo: reducir el espacio y los bienes públicos, así como las libertades individuales y colectivas. En muchos países, los líderes electos aprenden rápidamente el lenguaje de la excepción. Sabotean la Constitución. Falsifican los resultados electorales. Propagan el odio hacia los inmigrantes y los movimientos identitarios. Promueven el negacionismo de la ciencia. Transforman la obediencia en una virtud cívica.
Junto a ellos, florecen dictaduras abiertas, que ya no se preocupan por justificar su existencia. Gobiernos teocráticos, monarquías absolutistas, estados militarizados: todos coexisten pacíficamente en el escenario internacional, participan en organizaciones multilaterales, comercian con otras naciones y reciben visitas diplomáticas de democracias consolidadas. La restricción moral que antaño pesaba sobre los regímenes cerrados ha desaparecido, porque ahora la estabilidad económica se valora más que la libertad política. Quizás la plutocracia sea el elemento más corrosivo de la democracia contemporánea. El poder económico ya no es solo influencia; es gobierno directo. Son los ricos quienes financian campañas, apoyan a los grupos de presión, moldean la opinión pública, dictan las prioridades legislativas y redactan el texto de las reformas políticas y económicas. Y a menudo ocupan posiciones estratégicas directas.
En numerosos países, incluidos aquellos que se enorgullecen de su tradición democrática, se diseñan políticas de gran alcance para proteger los intereses privados a expensas de la soberanía popular. La desigualdad transforma la política en un feudo y la ciudadanía en un adorno retórico.
En el mismo escenario, irrumpen las teocracias, ofreciendo, como una promesa seductora, un orden moral como solución al caos mundial. No se limitan a Oriente; se infiltran en los parlamentos occidentales a través de bloques religiosos que buscan imponer dogmas como si fueran leyes civiles. Estados que deberían ser laicos comienzan a operar bajo una lógica confesional, y el pluralismo, fundamento democrático, se considera una amenaza. Donde la religión se entrelaza con el Estado, la ciudadanía deja de ser universal y se convierte en privilegio de los creyentes que defienden a «Dios, la patria y la familia» como valores supremos.
El resultado es un mundo en el que la democracia se ha convertido en la excepción. Las libertades son intermitentes, según las circunstancias. El voto, aunque existe, no garantiza la representatividad; el debate público, aunque amplio, está colonizado y manipulado por la desinformación; las instituciones, aunque funcionan, se ven presionadas para servir a intereses privados o corporativos. La democracia funciona, pero bajo ciertas condiciones, con ciertos límites, y siempre en riesgo.
El problema más grave es que esta concesión democrática se renueva no por la voluntad del pueblo, sino por los cálculos de los poderes que dominan la economía, la seguridad y la moral religiosa. Si la estabilidad política requiere menos participación popular, esta se restringe sin dificultad. Si el mercado exige menos protección social, se desmantelan los derechos. Si la moral religiosa exige más control, se legisla sobre cuerpos y conciencias.
¿Cómo revertir esta lógica? No hay una solución sencilla, pero sí caminos. La reconstrucción de la democracia implica expandir la soberanía popular, no reducirla; democratizar la economía, no oligopolizarla; garantizar la plena laicidad y no dar cabida a teocracias encubiertas; fortalecer la educación crítica, la prensa libre, las instituciones de control y los mecanismos de transparencia. Sobre todo, reafirmar la democracia como un derecho inalienable y no como una concesión frágil.
La democracia solo florece cuando el pueblo deja de ser un simple titular y vuelve a ser soberano. Cuando el sufragio universal (el derecho al voto) es proporcional a la distribución de la riqueza (democracia económica). Cuando lo público predomina sobre lo privado, las decisiones se comparten, los poderes económicos se limitan, la libertad se practica y no se proclama.
En este mundo gobernado por autoritarismos refinados, plutocracias voraces y teocracias militantes (algunas incluso genocidas), defender la democracia es casi un acto de insurgencia. Pero es precisamente esta insurgencia la que garantiza que no sea sólo una licencia temporal, sino un proyecto permanente de civilización y de humanidad.
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