Hay un crecimiento del neofascismo en el mundo. La diferencia entre el fascismo y el neofascismo es que el primero era estatizante y el segundo es privatizante, como expresión política del neoliberalismo. Ante esa realidad alterada, en la que el fundamentalismo político se reviste de antipolítica, vale la pena reflexionar sobre la naturaleza y el carácter de la democracia, considerada un valor universal.
Cuando cayó el Muro de Berlín, en 1989, se creyó que el fin de la Unión Soviética significaría el auge de la democracia en el mundo.
Hasta los países periféricos se abrirían al comercio internacional y adoptarían formas de gobierno respetuosas de los derechos humanos y la voluntad popular. En resumen, la modernidad alcanzaría su madurez.
Ese sueño se desplomó con la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001. Las agresiones del gobierno de los Estados Unidos a países como Irak, Afganistán, Siria y Libia; el apoyo de la Casa Blanca a las petrodictaduras, como la de Arabia Saudita; el ascenso de China; y la crisis financiera de 2008 pusieron de manifiesto las desigualdades sociales agravadas por el capitalismo, y ahora profundizadas por la pandemia. En la actualidad, la guerra en Ucrania, que en realidad es un conflicto geopolítico entre los Estados Unidos y Rusia, y la reacción “insana”, como dijo Lula, del Estado sionista de Israel a los ataques de Hamas agudizan la crisis global.
El triunfo de la modernidad imaginado por Fukuyama (“el fin de la historia”) fracasó ante la postura estadounidense de gendarme mundial, reforzada por la elección de Donald Trump, la victoria del Brexit en el Reino Unido y, ahora, por el mandato bélico de Biden y la manipulación expansionista de la OTAN.
A la pregunta de qué futuro tiene la democracia, Norberto Bobbio respondió, antes de la caída del Muro de Berlín, que es preciso conocer la historia de la democracia para evaluar sus perspectivas. Nació en Atenas, en el siglo VI a.C., ya signada por agudas contradicciones: la ciudad tenía 400 mil esclavos y solo 20 mil ciudadanos libres con derecho al voto, del que estaban excluidas las mujeres.
Una de las ambigüedades de la democracia es que a lo largo de la historia ha adoptado diferentes formas de gobierno (presidencialismo, parlamentarismo, etc.). Pero su más acentuada ambigüedad es no sumar la democracia económica a la política. Por el contrario, en las más exaltadas democracias actuales, como la de los Estados Unidos, reina la más descarada antidemocracia económica, con una elite multimillonaria y la población empobrecida excluida del acceso a derechos fundamentales, como la salud.
Los Estados Unidos tienen unos 327 millones de habitantes. Aunque el 10,5 por ciento de la población estadounidense se encuentra en la pobreza, la fortuna de sus 400 ciudadanos más ricos llegó a los 4,5 billones de dólares en 2021 (Revista Forbes). Para tener una idea de lo que eso significa basta recordar que el PIB de Brasil en 2022 fue de 9,9 billones de reales, lo que equivale, más o menos, a 2 billones de dólares.
La democracia nació en Grecia como una especie de colchón entre los grandes y los pequeños propietarios rurales, entre la aristocracia y los pequeños comerciantes, los artesanos y los navegantes. Al atribuirle al pueblo, reunido en asamblea, el gobierno de la comunidad política, se logró mantener la desigualdad como resultado del pacto entre los propietarios y la exclusión de los siervos y los esclavos.
Ese modelo primitivo de democracia, de soberanía directa del pueblo, solo fue posible en ciudades con un reducido índice poblacional. Por eso, al resurgir en el siglo XVIII, se adoptó el sistema representativo. Hoy en día representativo de los sectores de la élite. Para los demás, es meramente delegativa (se vota periódicamente) y está muy distante del ideal participativo.
Como “gobierno del pueblo para el pueblo” la democracia es inviable en una sociedad marcada por la desigualdad, donde la minoría detenta la mayoría de las riquezas. Por eso, históricamente, la elite siempre ha adoptado un discurso supuestamente universal (como “elecciones libres y democráticas”) para restringir, en la práctica, el acceso de la mayoría al control de la economía y el poder político. Y cuando surge un gobierno empeñado en favorecer a la mayoría, el resultado es bien conocido: la elite muestra su verdadero rostro tiránico y lo derriba con golpes, cuartelazos o artimañas jurídicas.
No obstante, no debemos renunciar a la soberanía popular, como si fuera inalcanzable. El camino para alcanzarla es profundizar la concientización, la organización y la movilización de las fuerzas populares progresistas, agudizando las contradicciones sociales. Si es para defender la propiedad privada, que todos tengan derecho y acceso a ella. Y que se creen mecanismos más eficientes para impedir la acumulación de la riqueza– que es una producción social- en manos de pocos. Los privilegios del capital son incompatibles con la primacía de los derechos humanos en una verdadera democracia.
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