Por José Luis Díaz-Granados*
Vuelvo los ojos treinta años atrás y en un relámpago de tiempo veo a Raúl Gómez Jattín muy joven -todos teníamos 20 años- con los ojos árabes, la sonrisa radiante y un bigote de espadachín, con dos o tres tratados de derecho bajo el ala.
Era entonces actor y abogado en ciernes el futuro cantor de los amaneceres del Sinú. Nos reuníamos casi a diario con Álvaro Miranda, Augusto Pinilla y Juan Gustavo Cobo Borda, entre otros, en la cafetería del Externado de Colombia, en el barrio Santa Fe, a conversar de lo divino y lo humano, especialmente de Gabo, del “boom” de la novela latinoamericana, de Belle de Jour y de la belleza glacial de Catherine Denueve, del Che, de Angola y Los Beatles.
Raúl era el primer actor del grupo de teatro del Externado y preparaba una encarnación escénica del mundo fabuloso de Macondo, bajo la dirección de Carlos José Reyes. En octubre de 1967 se abrió el telón del Teatro Colón, al que no le cabía un alma, y apareció el exuberante árabe-costeño en el papel de Aureliano Buendía junto a Tania Mendoza como la Mamá Grande, César Amaya como Aurelio Escovar, dentista sin título, y Rafael Araújo Gámez como el alcalde del pueblo. Al final fue la apoteosis: Gabo floreció en un palco aplaudiendo entre tímido y entusiasmado.
En la casa de los padres de Carlos José Reyes festejamos hasta el amanecer. El centro de atención se lo disputaban el fabulista de Macondo y Raúl, siempre feliz, con el atuendo de los hombres libres.
Los años siguientes los dedicó Gómez Jattin a exorcizar su febril sensibilidad a través de la palabra. Embriagado de luces y hechizos escribió versos duros, sencillos, soberbios. Caminó por la vida dejando huellas de fuego. En algún momento se sintió expulsado del Paraíso y fue al mismo tiempo Nerval, “Lelián” y Artaud. Amó su Caribe fluvial y marítimo hasta el flagelo. De ello son testigos de excepción Carlos Villalba Bustillo y Edgar Rey Sinning.
Delirante, incisivo, tierno, pirómano, nudista, escribió varios libros que lo consagraron en vida: Poesía, Retratos, Tríptico cereteano. En uno de ellos, dijo:
Los habitantes de la aldea / dicen que soy un hombre / despreciable y peligroso…/ Eso ha hecho de mí / la poesía y el amor. / Señores habitantes / Tranquilos / que sólo a mí / suelo hacer daño…
Lo vi en La Habana hace dos años absolutamente radiante. Abrió tremendos ojos, sonrió con el alma y abrió sus alas cálidas cuando me descubrió entre el montón de viajeros que se dirigía a Bogotá. Parecía un hombre completamente nuevo. Pero no. Su enfermedad de genio era incurable, diría Javier Arias. Hace dos días seguramente se acordó de Atila Joszef y alunizó bajo las ruedas de una máquina azul. Ya antes había escrito con patético rigor:
En este cuerpo / en el cual la vida ya anochece / Vivo yo.
jdl/ag