Por Luis Toledo Sande
Particularmente autorizado para hacerlo, Ernesto Che Guevara afirmó que “en una Revolución se triunfa o se muere, si es verdadera”. Pero toda muerte, en especial la de alguien de relevante significado para grandes colectivos humanos, suscita deseos de que no hubiera ocurrido, y debates sobre cómo habría sido la historia sin esa tragedia, ya fuera prematura o el final de una vida larga.
Vale suponer incontables las personas que se han preguntado qué habría sido de Cuba si Fidel Castro, en vez de encabezar la Revolución hasta muchos años después de 1959, hubiera muerto en los comienzos de los actos insurreccionales que condujeron al triunfo logrado ese año. Motivaciones ha habido también para imaginar cómo habría sido el país con su Líder vivo y sin el bloqueo imperialista, y para añorar hoy su presencia.
Las conjeturas, como las comparaciones, suelen ser tentadoras, y riesgosas; pero también sugerentes. De no haber caído en combate el 19 de mayo de 1895, ¿qué desafíos habría seguido enfrentando José Martí, y cómo habría podido influir en el rumbo de Cuba?
No solamente luchó para que su patria se independizara, sino también para fundar en ella “un pueblo nuevo y de sincera democracia”. Esa aspiración, de un alcance que se capta por contraste con las realidades políticas y sociales de su tiempo, la plasmó en las Bases del Partido Revolucionario Cubano, organización que fundó para preparar la guerra. El artículo “En una cáscara o en un leviatán”- que se publicará en Bohemia- lo he centrado en su resolución de vencer cuantos obstáculos tuviera que enfrentar para llegar a la guerra. Además de combatir, su propósito era intentar que desde ella se dieran pasos que sabía necesarios con miras a la República futura, la que en sus ideales debía tener como ley primera el culto pleno a la dignidad humana.
En la víspera de su caída en combate, en su testamentaria carta póstuma le escribió a su amigo Manuel Mercado: “seguimos camino al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar, conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.
Esa asamblea debía dar continuidad a los caminos democráticos representados en la concepción y el funcionamiento del Partido. Y él, que había preparado la guerra, sabía que debía estar presente en ella para que la asamblea contribuyese al triunfo y sentara las bases para asegurar que Cuba tuviese un futuro a la altura de sus esperanzas.
No todos los defensores de la independencia compartían las convicciones que él hizo públicas el 24 de enero de 1880 en el Steck Hall neoyorquino, ante compatriotas emigrados. En su discurso de ese día, que pronto hizo imprimir como folleto con el título Asuntos cubanos, sostuvo: “Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”.
Ese juicio lo fortalecía su oposición a la “urbana y financiera manera de pensar” de quienes veían la realidad de Cuba, y la independencia misma, en función de sus intereses personales. Entre ellos estarían tanto los partidarios confesos del colonialismo como los autonomistas y los anexionistas.
Pero los hechos mostrarían que también podía estar pensando en defensores de la independencia: aquellos de entre los cuales salieron algunos de los políticos corruptos y cruentos, presidentes incluidos, de la República neocolonial. ¿No tenían varios de ellos el aval de altos grados como integrantes del Ejército Libertador?
Si Martí hubiera sobrevivido a la guerra, no se habría podido desentender de esa realidad, que tampoco lo habría sorprendido. Para que la República de Cuba en Armas fraguara los cimientos del pueblo nuevo y de sincera democracia al que él aspiraba, era necesario prevenir, para ponerles freno, modos y hábitos de mando propios del caudillismo que tanto daño le había hecho a Cuba y a nuestra América en general. Tal peligro asomaba incluso con el prestigio de ideales patrióticos y méritos forjados en el combate por la independencia.
El 5 de mayo de 1895, en La Mejorana, surgió una discusión que tuvo en sus raíces, de un lado, las convicciones lúcidamente afianzadas en él con su penetración en lo que había venido ocurriendo en Cuba: del otro, preocupaciones arraigadas en Antonio Maceo no por su voluntad, sino por efecto de errores de la República constituida en 1869 en Guáimaro; por no haber sido debidamente tenido en cuenta para la Guerra Chiquita, con la que Martí estuvo vinculado aunque nada tuviera que ver con tal exclusión; y por las conocidas diferencias que en los umbrales de la Guerra del 95 enrarecieron aún más su relación con Martí, aunque este se esmerara en evitarlo.
La polémica de La Mejorana le confirmó a Martí la necesidad de impedir pasos que él sabía nocivos para el futuro de Cuba. Las discrepancias giraron en torno a la asamblea que él, Delegado del Partido Revolucionario Cubano y principal organizador de la guerra, había concebido para que decidiera, de entrada, cuáles debían ser a partir de entonces su lugar en la contienda y el papel del Partido, que ante la asamblea cesaría en sus funciones. ¿Habría sido disuelto, pese a lo útil que podía seguir siendo, sobre todo desde el exterior, en el apoyo a la guerra, como de hecho se le disolvió luego en circunstancias que requerirían otro artículo para comentarlas?
En su Diario de campaña Martí resumió el debate de La Mejorana con un testimonio que ninguna otra información fiable ha desmentido. Sin espacio para una glosa más extensa, citemos de ese testimonio lo que Maceo propuso: “una junta de los generales con mando, por sus representantes,- y una Secretaría General:- la patria, pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército, como Secretaría del Ejército”; y la respuesta de Martí: “Mantengo, rudo: el Ejército, libre,- y el país, como país y con toda su dignidad representado”.
Lejos de parcializarse con posiciones civilistas o militaristas, bregaba por una solución política integradora. Pero solo en ciertos textos se dan guerras y otras grandes acciones ungidas por equilibrio celestial y unanimidad beatífica, y aquella era una obra de seres humanos tan grandiosos y singulares como honrados y pensantes. Martí, hecho a ver en lo hondo, intuía el peligro de que, tras las divergencias, se movieran intereses contrarios a la honradez del propio Maceo, y lo corroboraron hechos de la República neocolonial como los ya aludidos.
Conjeturar qué habría ocurrido si la muerte no hubiera privado a Martí de llegar a la asamblea en la que su influencia se habría hecho sentir- aunque no faltaran posiciones distintas de las suyas, y hasta opuestas-, mueve a considerar algunas posibilidades. ¿Respondían a iguales intenciones todos los criterios que sostenían la necesidad de cuidar la vida de Martí? ¿Faltarían quienes deseaban mantener lejos, o neutralizado, al revolucionario que encarnaba un gran obstáculo contra intereses espurios y pasiones de mando antipopulares?
Pero, si de veras se hubiera logrado que la asamblea no fuera una reunión de representantes de jefes, sino “una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”, y Martí hubiera estado presente en ella, vale preguntarse: ¿a quién le habría confiado la máxima dirección de la República en Armas- por mayoría cuando menos-, sino al líder que había logrado una unidad sin precedentes en las filas independentistas, y con su palabra y su ejemplo enardecía a las masas de combatientes?
Pensar con qué obstáculos habría tenido que lidiar Martí después de la guerra, adquiere mayor sentido contando con que él hubiera ocupado en la nación el lugar que merecía. Ante algunos resquemores fundados, como el de Máximo Gómez, con respecto al título de Presidente, afirmó no aceptar un título que no estaría bien en él ni en nadie. No expresaba un prurito que le impidiera asumir algo que le parecía bien para otros, no para él, y menos aún tendencia a evadir la misión que podía corresponderle si seguía al frente del movimiento revolucionario en la guerra, y con miras a la posterior paz.
No es aventurado suponer que para el cargo de Presidente habría tenido la originalidad creativa con que para el de máximo dirigente del Partido escogió un término de sembrador sentido democrático, Delegado. Así ratificaba su convicción de que el pueblo es el verdadero jefe de las revoluciones, aunque históricamente no se le hubiera permitido serlo en los hechos, algo que aún hoy es una meta para la humanidad, mientras se regala el nombre democracia a realidades que están muy lejos de merecerlo.
Lo hasta aquí apuntado se debe tener en cuenta si se quiere considerar qué retos habría tenido que enfrentar Martí de haber llegado vivo al triunfo de la guerra, con los méritos que lo avalaban para dirigir los destinos de la República a base de una orientación verdaderamente democrática: de servicio al pueblo.
Con él vivo, la República no habría sido la que fue, pero contra su sincera voluntad de echar la suerte con los pobres de la tierra habría crecido la ojeriza de quienes, desde cuando la guerra se preparaba, o incluso desde antes, actuaban y pensaban movidos por la urbana y financiera manera de pensar que el rechazaba.
En la Asamblea que dio paso a la República neocolonial- tan diferente de la que Martí había concebido para la Cuba en Armas- un asambleísta se negó a contribuir a la colecta pública que se hacía para dotar de una casa a doña Leonor Pérez, porque no estaba dispuesto a beneficiar a quien, según él, era la madre del ser más nefasto que había tenido Cuba. Otros propusieron castigar semejante insulto a la memoria de Martí, pero la presidencia de la Asamblea estimó que se trataba de un criterio personal y su portador tenía derecho democrático a expresarlo.
Los dispuestos a fomentar prejuicios racistas no habrían aceptado al guía revolucionario que, además de cultivar sin distinción de color la igualdad y la cordialidad entre las personas, se adelantó en más de un siglo al descubrimiento del mapa del genoma humano. En “Nuestra América”, de 1891, afirmó: “No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre”.
Hay algo que, aunque mencionado al final de este artículo, habría ocupado un lugar de primer orden entre las fuerzas contrarias a Martí, en particular una, que tenía suficiente poderío para coyundear a las demás, como ocurrió en la República neocolonial. En la misma carta póstuma citada, Martí ratificó su rotundo repudio, de raíz social, a los anexionistas y a los autonomistas, quienes se sentían contentos de tener “un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de su oficio de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante- la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país-, la masa inteligente y creadora de blancos y negros”.
No solo ratificó su repudio, sino que claramente lo vinculó con lo que él asumía como su principal propósito, aunque todavía era necesario vencer al ejército español. Confesó que su deber era “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”.
En 1898, tres años después de muerto él, la naciente potencia del Norte intervino en la guerra entre Cuba y España para arrebatarle a la primera la victoria, la independencia, hecho que dio inicio a las guerras imperialistas que se extenderían en el siglo XX, y aún hoy no terminan. Si así ocuparon los Estados Unidos a Cuba, e impusieron su voluntad de intervenir en ella siempre que les conviniera, ¿habrían tolerado como líder del pueblo cubano al revolucionario de temprano y radical antimperialismo y profunda identificación con los humildes, que tuvo a Puerto Rico presente en su proyecto emancipador? ¿No habrían comenzado también en Cuba su abultado expediente de golpes de estado y magnicidios?
Para cerrar, recordemos la convicción que el propio Martí expresó en la citada carta refiriéndose a lo que la asamblea a la cual se encaminaba el día antes de morir pudiese decidir sobre su papel personal: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad”. Si hubiera sido blanco de la criminalidad de los Estados Unidos en los inicios del mencionado expediente- que ha seguido creciendo-, las razones para que no desapareciera no se habrían extinguido ni mermado: en todo caso, habrían crecido.
rmh/lts
*Tomado de Cubaperiodistas