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sábado 23 de agosto de 2025

Cuerpo helado, corazón ardiente

Por Frei Betto

El frío siempre ha sido un personaje en mi vida. En Belo Horizonte, en mi infancia, tenía nombre y apellido. No era solo una tímida brisa vespertina, sino una figura robusta con botas pesadas, que descendía de las montañas con aire de autoridad. Llegaba con la pompa de un visitante ilustre, soplando entre montañas, aullando entre los árboles que, por aquel entonces, dominaban el paisaje urbano. No había muchos edificios; el viento intrusivo soplaba libremente, haciendo temblar las ventanas como si anunciara su poder.

El invierno obedecía al calendario y no pedía permiso: se colaba por las rendijas de puertas y ventanas y se instalaba, imponiendo noches de frazadas pesadas, de esas que inmovilizan en lugar de calentar, transformándonos a los niños en momias de lana y obligándonos a dormir envueltos en camadas de ropa, como cebollas.

Con los años, el clima se ha convertido en otro personaje con un carácter inestable, casi caprichoso. La crisis climática ha vuelto locos a los termómetros. Ahora, el invierno, antaño señor de las noches, es indeciso, vacilante. A veces llega tímidamente, como un soplo frío; otras veces, se confunde, desapareciendo por completo en julio y apareciendo en septiembre u octubre. Hubo un invierno en el que São Paulo parecía más caribeño que la Sierra de la Mantiqueira (cordillera del este de Brasil). Desde hace unos años, es indeciso, con un talante de adolescente. Un día hace un calor sofocante a la sombra; otro, un ligero frío apenas audible, y la mayoría de las veces, es un poco tibio, perezoso.

Y ahora, en 2025, el invierno ha decidido romper la tendencia. La ciudad gris, tan acostumbrada a las prisas y al hormigón, despierta de repente entre la niebla. No es el frío europeo de las postales, con la nieve cubriendo los tejados. Pero un frío crudo y húmedo, de esos que se te meten en los huesos y convierten la cama en una losa de mármol. Las sábanas se sienten mojadas, la almohada te congela la cabeza, y levantarse por la mañana se convierte en una especie de deporte extremo, un ejercicio de ascetismo. Desnudarse para bañarse es un verdadero acto de penitencia…

Los abrigos, multiplicados en camadas, ya no bastan. Usamos uno, dos, tres, y la humedad sigue encontrando atajos, se desliza por las mangas, se filtra por las costuras, castigándonos como un cilicio virtual. Caminamos por las calles abrazándonos, piernas rígidas, brazos encorvados, aliento a humo. Nos sentimos como paletas andantes.

El encanto europeo que promete el frío nunca se hace realidad. Lo que queda es la rinitis, los estornudos colectivos en autobuses y metros, y el anhelo de un sorbo caliente que mantenga el alma encendida.

Así que recurrimos a la antigua alquimia del calor líquido. El té, por ejemplo, se convierte en una salvación diaria, un elixir sagrado. Cualquier hoja sirve: manzanilla, menta, un puñado olvidado en el fondo de la lata. Lo que importa es el vapor que se eleva, dibujando arabescos en el aire, como recordándonos que todavía hay una manera de calentarnos. Pero el té es engañoso: calienta la boca, calienta las manos que agarran la taza o jarro, reconforta el estómago, pero pronto se dispersa y deja al cuerpo una vez más en una gélida impotencia.

El café, esa preciosa rubiácea abrasadora, cumple la doble función de mantenernos despiertos y, quizás, calentarnos. Pero su calor es fugaz, energizante pero no reconfortante. Nos deja con la mirada encendida, mientras nuestros dientes tiritan como castañuelas.
Algunos recurren a los licores, como si fueran caballeros de un invierno ancestral. Un sorbo de whisky o coñac enciende una llama inmediata, una ilusión térmica que baja por la garganta sin calentar la piel. La cachaça (aguardiente de caña), nuestra hermana brasileña, también se presenta con valentía, e incluso los vinos adquieren la apariencia de una chimenea portátil. Pero todos conllevan la misma promesa engañosa: calentar el paladar sin calentar nunca el cuerpo. Son como brasas ilusorias que iluminan y luego se extinguen rápidamente, dejando solo recuerdos y, a veces, resaca.

Sin embargo, las bebidas crean rituales que nos acercan. La tetera hirviendo en la estufa es una chimenea improvisada. El termo, llevado por las calles, se convierte en una antorcha privada. Y los caldos especiados- calentón, papillas, sopas- hacen que cada sorbo evoque también las fiestas del mes de junio, las tardes familiares, las manos ofreciendo tazas humeantes con el mismo gesto que expresaba cariño.

El frío, incluso intenso, tiene el poder de unir, de crear complicidad, al restaurar el sentido de pertenencia. Acerca a desconocidos en las paradas de autobús, reúne a las familias alrededor de la mesa. Es una estación que, paradójicamente, fortalece los lazos humanos mientras congela los paisajes.

Quizás este invierno de 2025 sea implacable, pero también generoso. Nos trajo recuerdos de ese frío que moldea historias, da sabor a las bebidas y, en última instancia, nos obliga a reírnos de nuestra propia fragilidad. Porque sobrevivir al frío en un país sin calefacción, más que un desafío, es arte. Y como todo arte, exige tanto valentía como poesía.

rmh/fb

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