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jueves 21 de noviembre de 2024

Cien años de soledad: Macondo cumple 50 años

Por José Luis Díaz-Granados

Especial para Firmas Selectas de Prensa Latina

 

Las mil y una historias que Gabriel García Márquez cuenta en su maravillosa novela Cien años de soledad es el fruto de una condición cultural y humana que aúna las vivencias de su infancia en Aracataca; la formación intelectual alimentada durante su adolescencia en Barranquilla, Zipaquirá y Bogotá; la experiencia creativa de su primera juventud volcada en La casa (su novela primigenia, nunca publicada), transcurrida en Cartagena y Barranquilla a comienzos de la década del 50. Todo ello unido a su genialidad connatural, un talento de excepción y una imaginería infinita.

García Márquez -o Gabo, como lo llamaban sus parientes y amigos cercanos- afirmó muchas veces que aquellos primeros años vividos en su tierra natal fueron los más importantes porque durante ellos se gestaron las futuras historias y fábulas de Macondo, incubadas en su memoria a partir de los relatos de la Guerra de los Mil Días que, deliberada o distraídamente, le narraba su abuelo, el coronel,  quien había combatido como oficial rebelde en esa contienda- y, junto a ello, las realidades fantásticas y supersticiosas que le escuchaba  a su abuela contar, con solemne naturalidad, a su parentela, amistades y  sirvientas guajiras.

Todo esto, sumado a las multicolores vivencias propias de un pueblecito del Caribe colombiano, fue consolidando un arsenal inconmensurable de historias en el imaginario de ese jovencito que empezaba a aficionarse a contarlas.

Cuando leyó las novelas de William Faulkner (1897-1962) sintió que todos los demonios interiores de su memoria y la totalidad de sus sueños de narrador precoz adquirían, por primera vez, una orientación definida y un destino preciso.

Gabriel niño acompañaba a su abuelo materno, el coronel Nicolás Márquez, durante las diligencias y trámites administrativos inherentes a su trabajo como funcionario local, y entretanto observaba el comportamiento de los hombres y las mujeres del villorrio. El abuelo recordaba en voz alta anécdotas y situaciones vinculadas con el jefe de la rebelión en aquella contienda histórica, el general Rafael Uribe Uribe, con quien mantuvo una relación de amistad y cercanía.

Le habló tantas veces y con tanta admiración de ese gran jefe militar y estadista colombiano que el nieto, en su novela estelar, creo un personaje nutrido con elementos y rasgos, tanto del general como del abuelo, corporizados en el coronel Aureliano Buendía.

En los años de la infancia de Gabito, la bonanza económica  asociada a la United Fruit Company, enraizada en la Zona Bananera del Magdalena, se evidenciaba en la calidad de vida de los habitantes de sus municipios -Santa Marta, Ciénaga, Aracataca, Fundación, Sevilla, Tucurinca y otros poblados -por los que fluían ríos “de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos-, que percibía en sus viajes en tren, las salas de cine, los circos con  magos, payasos, acróbatas y domadores; las parrandas ruidosas con música de acordeones, violines y guitarras acompañadas con cajas y guacharacas; los valses ejecutados al piano por las señoritas de familias pudientes; las fiestas de matrimonio, bautizos y cumpleaños; las ceremonias religiosas en la Navidad, la Semana Santa y las procesiones de la Virgen del Carmen, así como en las diversiones propias de los hombres adultos; en las mesas de lotería, en las galleras y en las  “casas de perdición”  donde las mujeres bailaban cumbia esgrimiendo dólares encendidos en lugar de velas de esperma.

De todo esto, y de mucho más,  tenía conocimiento el niño, tanto por contacto directo  con la realidad como por los ecos que le llegaban  a bordo de chismes, rumores o comentarios.  A lo anterior hay que sumar la incesante fabulación oral de la abuela materna, Tranquilina Iguarán Cotes, parte de cuya personalidad encarna en Úrsula Iguarán, la matrona fundacional de Macondo, en su epopeya futura.

Cuando García Márquez leyó por primera vez las novelas de William Faulkner (1897-1962) sintió que todos los demonios interiores de su memoria y la totalidad de sus sueños de narrador precoz adquirían, por primera vez, una orientación definida y un destino preciso.

Faulkner se había criado en Mississippi, al sur de los Estados Unidos en el caribeño Golfo de México; sus obras se desarrollaban en un territorio muy parecido a esa Zona Bananera antes citada, especie de ciudadela gringa con viviendas limpias y cómodas, servicios sanitarios modernos y almacenes muy bien surtidos con toda clase de mercancías, a los que sólo tenían acceso los americanos de la compañía y los trabajadores nacionales con sus familias.

Tuvieron que pasar casi 17 años y tres novelas para encontrar el tono definitivo de su obra al conjuro de la voz, solemne y providencial de su abuela Tranquilina.

Faulkner, además, recreaba en sus novelas la decadencia de las familias acaudaladas del  mítico territorio de Yonkapatawha y las vidas secretas de sus pobladores -con sus alegrías y tragedias- con tal fidelidad que parecían copiadas de la realidad en medio de la fabulación genial de su creador. En 1949, fue laureado con el Premio Nobel de Literatura, noticia que recibió el joven Gabriel con singular entusiasmo,  al punto de escribir un texto memorable publicado en El Universal de Cartagena de indias, donde hizo sus primeros pininos como periodista cultural.

Ese mismo año comenzó a escribir una novela que tituló La casa, en la cual intentó, sin éxito, insertar todas las vivencias de su rica infancia. De manera obsesiva, el joven de 22 años escribía y escribía en sus noches de desvelo, junto a los linotipos de El Heraldo, donde trabajaría después en Barranquilla, hasta que se dio cuenta que esa novela inicial no iba para ninguna parte y la destruyó cuando llevaba mecanografiadas más de 400 cuartillas.

Tuvieron que pasar casi 17 años -y tres novelas cortas: La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora, además de una veintena de cuentos reunidos posteriormente  en Ojos de perro azul y Los funerales de la mamá grande-, para encontrarse a sí mismo una tarde en que se dirigía en automóvil hacia Acapulco, en compañía de Mercedes, su esposa; y de sus hijos ,Rodrigo y Gonzalo.

Iluminado por una repentina “luz de Damasco”, recordó la voz serena, solemne,  providencial de  la abuela Tranquilina  cuando contaba toda clase de historias y acontecimientos. Dando marcha atrás al vehículo, tomó la decisión de enclaustarse en su estudio de Ciudad de México para dar rienda suelta a la gran fábula que tenía represada en su alma y debía exorcizar, como fuera -ya sin problemas de lenguaje- en una aventura personal que le duró 18 meses ininterrumpidos.

 

El recuerdo de un suceso azaroso, y desde luego clave en la historia personal de uno de sus protagonistas, el coronel Aureliano Buendía, le sirvió de recurso inicial a Gabito para escribir el primer párrafo de su legendaria novela.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Entonces, sin revelarle a los lectores que Aureliano sería redimido de la pena capital, García Márquez, comienza a contarnos cómo era el mítico pueblo Macondo cuando el futuro coronel tan solo era un niño de ocho años.

El gitano Melquíades es una especie de hilo conductor de Cien años de soledad, a través de las claves plasmadas en unos manuscritos que determinan el destino total de la historia de Macondo -con su infinidad de fábulas maravillosas-, que sólo se descifran  casi al final, cuando el pueblo es arrasado por un viento ineluctable después que el último de la estirpe macondiana, el de la cola de cerdo, se entregara al más febril de los delirio amatorios con su tía Amaranta.

¿Qué es exactamente Macondo? En primer lugar, y ante todo, un estado del alma. Macondo puede estar en Colombia, Cuba, Australia, Inglaterra, Cambodia o Surinam. Dicen que en todos los lugares del mundo, y en todos los idiomas y dialectos a los que ha sido traducida, los lectores se conmueven leyendo la novela como si estuvieran reinventando su propio territorio.

En todos los lugares, los idiomas y dialectos a los que ha sido traducida Cien años de soledad, los lectores se conmueven como si estuvieran reinventando su propio territorio. Ante todo, Macondo es un estado del alma.

Desde la publicación de Cien años de soledad, el 30 de mayo de 1967, los críticos y lectores comenzaron a hablar de «realismo mágico»; o sea, el conjunto de asuntos aparentemente irreales que para un europeo, por ejemplo, resultarían inverosímiles en su totalidad,  cuyo origen se sustenta en la multiplicidad de razas, etnias y costumbres que subsisten en América Latina y, específicamente, en un país como Colombia,  donde confluyen habitantes, leyendas, mitos y costumbres enraizados en el Caribe, la cordillera de los Andes, el Amazonas, los Llanos Orientales, el océano Pacífico, el Chocó afroamericano, la montaña antioqueña y las juglarías vallenatas.

Todo lo anterior suma una riquísima imaginería popular, rezumante de ficciones y realidades nacidas de ancestros africanos, moriscos, judíos, españoles, indígenas y sajones. Cien años de soledad, desde el punto de vista histórico, y Macondo, desde el geográfico, constituyen un compendio contentivo de todos estos elementos, y aun otros de la cosecha de García Márquez, recogidos en esa siembra multifacética.

La novela es una lectura ideal en la adolescencia, cuyo constante fabular  enriquece de manera colosal esa etapa de la vida; acrecienta los horizontes del conocimiento, la creatividad y el lenguaje y estimula, a la par, la imaginación. Al hacernos partícipes del mundo maravilloso de Macondo, la obra capital de García Márquez nos libra, además, del pesimismo, la depresión y ¡ paradojas de la literatura!, del demonio exquisito de la soledad.

ag/odg

 

*Escritor y articulista colombiano.
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