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viernes 21 de noviembre de 2025

Voluntades fragmentadas, o el giro emocional hacia la derecha

Por Ernesto Espeche

Las elecciones en Chile son un caso testigo. Reafirman una tendencia cada vez más marcada en la región: la dispersión escandalosa del voto popular. La escena electoral contemporánea se juega en un terreno baldío y con las reglas del consumo.

¿Quién gana en esas condiciones? La oferta se expande y ofrece, incluso, un menú abstencionista. ¿Y entonces…? Dos efectos concurrentes que no se excluyen: la sensación de poder elegir entre muchas opciones diferentes y la sospecha- nunca resuelta- de una ausencia total de alternativas. La saturación y el vacío.

Ya casi nadie se atreve a mirar hacia la inmensidad y hablarle al conjunto: tal pretensión fue arrastrada rio abajo por la corriente de la vieja modernidad. Los expertos en campañas publicitarias, los medios de comunicación y la dirigencia política actual practican una misma metodología: antes de pensar en qué decir y cómo contarlo es necesario segmentar los públicos, o las audiencias, o los destinatarios objetivos.

El término con el que se designa al objeto susceptible de ser fraccionado dice menos que el acto infame de descuartizar, sin el menor pudor, a esa entidad que alguna vez conocimos como la masa, el pueblo o la multitud. Momento. Aquí nadie puede hacerse el distraído.

La pulsión por el desmembramiento involucra a propios y extraños. Unos y otros coinciden: un buen estudio de mercado posibilitaría una mayor eficacia para contactar- mejor dicho: conectar- con ciertas ideas, emociones, caprichos y prejuicios de un mismo y acotado sector, apenas una tribu entre las tantas que conforman la sociedad. Rige en el universo político una suerte de religión de lo pequeño. Una supra inteligencia emocional (en un sentido más literal que metafísico). Se practica un enfoque de marketing, una estrategia publicitaria de nicho dirigida a consumidores específicos.


En el mercado. Parado frente a una góndola- supongamos de café, o galletas, o mermeladas- puedo reconocer, a simple vista, una docena de marcas y variedades. Entonces retrocedo un par de pasos. Trato de abarcar con un golpe de vista la oferta disponible. Me pierdo en ese intento. Necesito acercarme, hacer foco en un rincón. Me concentro en un envase cuya presentación me resulta familiar: el color, las formas, los tonos… ¿Será? ¿Cómo saberlo? Lo arrojo al carrito y sigo camino: no estoy dispuesto a perder demasiado tiempo en la exploración de este universo. A fin de cuentas, no parece tan importante. Y es agotador. Unos y otros son más o menos iguales. Podría, incluso, escoger al azar. O no elegir ninguno y seguir de largo. Da lo mismo. ¿Da lo mismo?

Ya no conviven en la misma coalición. No les conviene. No ahora. Para juntarse habrá tiempo: el escenario estará más ordenado cuando llegue la segunda vuelta. Entonces, la derecha chilena se disemina en al menos cuatro presentaciones distintas. José Antonio Kast- con antecedentes familiares de alistamiento en las juventudes hitlerianas- se ubicó por tercera vez en la línea de largada presidencial y, ahora más que antes, exhibió sus lazos con las experiencias globales más exitosas; ensayó, en tal sentido, un mensaje de ruptura con el sistema, una apelación a “lo nuevo”, la lucha sin cuartel contra la inmigración y la inseguridad, y una estética discursiva adaptada a los algoritmos y las redes sociales.

Evelyn Mathei, aliada al ex presidente Sebastián Piñera, no pudo ocultar las rémoras de una retórica convencional de tipo institucionalista aunque, alertada por el rumbo de las encuestas, hizo esfuerzos por radicalizarse hacia la reacción más brutal.
Johannes Kaiser, estridente hasta el ridículo, ocupó el lugar del libertarismo más bestial: sus bravuconadas incluyeron una crítica al voto femenino tanto como una defensa explicita del fallecido dictador Augusto Pinochet.

Franco Parisi, por su parte, creció inesperadamente en votos a partir de sus pretensiones de hombre común, de llanero, una posición sobreactuada útil para distinguirse de la casta y sus demonios. El pinochetismo- a veces solapado, a veces frontal- es una cultura arraigada en Chile, parte del imaginario político presente desde la restauración democrática a comienzos de los noventa que pudo sobrevivir, incluso, a las revueltas populares que sacudieron la racionalidad continuista durante los años previos al triunfo de Gabriel Boric en 2021.

Arrastro mi carrito entre estantes abarrotados de productos. A mi paso, selecciono uno o dos que, intuyo, fueron puestos allí sólo para mí. ¿Por qué supongo eso? Entonces miro a los demás caminantes, todas personas como yo que deambulan en soledad en procura de encontrar lo que buscan o lo que llame su atención. Aquí, la dispersión se vuelve norma. Facilita la ilusión de estar frente a alternativas reales. Tenemos a disposición una amplia gama de propuestas. Eso creemos. Alternativas que se ven distintas, que se sienten autónomas, independientes, disociadas, únicas. Satisfacen, por ello, expectativas bien especificas. Hay una posibilidad fabricada a medida según la experiencia de cada quien. Me viene a la mente una frase célebre de la teoría marxista que podría funcionar muy bien como el eslogan virtuoso de una marca: La etapa superior del capitalismo.

Las derechas republicanas, libertarias, xenófobas, misóginas, autoritarias, fascistas, conservadoras, tecnófilas o medievales prevalecen en los pronósticos de las segundas vueltas electorales. Hace un buen tiempo que eso es así. Podrían imponerse en las primeras instancias con índices de respaldo más escuetos, es cierto, pero, cómo negarlo, el efecto de una validación popular mayoritaria no tiene comparación. No tiene precio. Hay en esas pretensiones derechistas un cierto morbo: el encanto de la hegemonía, el gusto de ya no necesitar de un golpe de Estado convencional, la evitación de una legitimación inapelable; arrogancia snob que, sin embargo, marida con un profundo desprecio por la cultura democrática. Así, todas juntas, las derechas recogen las audiencias que supieron construir cada una por separado. La ecuación no es matemática, es política y, por lo tanto, elocuente. Todas, entonces, terminan por alinearse tras la figura de quien oficie de león y resulte el más votado-Kast, en el caso chileno que se aproxima, o Milei, en la escena reciente argentina-. Recuperan, así, su identidad común. Su verdadera y única identidad. Todas, en esencia, no son más que unidades de negocios de las corporaciones económicas. Esa condición es previa a cualquier matiz y configura, por lo tanto, un juego de roles que practican sin ningún disgusto. Las izquierdas, o las llamadas fuerzas del campo popular, en cambio, saben que su suerte depende de lograr una unidad- ojalá programática, ojalá convincente- que pueda concentrar desde el minuto cero el voto disperso y, así, evitar el escenario del balotaje.

Aunque suene pretensioso, corresponde aludir a la etapa superior, o final, del sistema. No, no me refiero aquí a la tesis leninista del imperialismo. Es la hora del capitalismo de vigilancia, o del capitalismo de plataformas. Antes de que juzguen- y con razón- la ligereza de esos términos les pido que me eximan de tal impertinencia. Las etiquetas vienen al caso, sólo eso. No abogaré en su defensa. Retomo: el éxito de la lógica fragmentaria radica en la atomización de la experiencia humana. Nuestro vínculo con el afuera, o eso que solemos llamar realidad, se ha vuelto personalísimo. Hay quienes escriben que estamos en una burbuja; o peor aún: que allí vivimos. Encuadres teóricos elaborados con aceptable rigor se explayan sobre esa nueva forma de control que aparenta ser individual aunque influye en el comportamiento social para asegurar la rentabilidad de los grandes capitales. Y si resulta que cada cual habita una propia burbuja, los límites de nuestra percepción estarían adecuados a nuestros consumos, es decir, a nuestras preferencias, miedos, valores y expectativas. La jaula algorítmica – de existir tal cosa- resultaría tan alienante como confortable.

La tesis del cordón sanitario se activa como una alerta: por suerte nos asiste un botón de pánico garantizado con una certificación europea. ¿Podemos estar tranquilos? Cuando hay sólo dos opciones, es decir, si llega la oportunidad de optar en una segunda vuelta electoral, la ciudadanía se inclinaría por la posibilidad más compatible con la calidad democrática. Se trataría de una suerte de límite, o freno, al triunfo de las derechas más extremas. Funcionó- es verdad que algunas veces sí funcionó- sin, con ello, frustrar por completo el ascenso fascista en muchos de esos países. No erradica, ralentiza. No extingue, morigera. No es un principio categórico, es cierto, pero ayuda a gestionar el riesgo. Pero tiene un problema aún mayor que el carácter relativo de su eficacia: en Latinoamérica su aplicación no es mecánica como no suelen serlo las premisas pensadas y puestas en práctica en las europas. Fueron pocas- muy pocas- las ocasiones en que el cortafuegos logró su cometido. Nuestra cultura requiere de traducciones y reescrituras situadas. ¿Hay quienes están trabajando en esa tarea? ¿Ya está en marcha? ¿Estamos a tiempo?

Se denomina giro emocional a un cambio de paradigma en diversas disciplinas de las ciencias sociales, entre ellas la ciencia política, que se enfoca en las emociones, los afectos y los sentimientos de un individuo aislado, fragmentado y ahora ubicado en el centro de la escena.

Mientras tanto, el riesgo que activa las alertas para la conformación de un frente unificado es uno bien distinto al esperado: el comunismo. ¿El comunismo? ¿El demonio o el fantasma? Como sea: bajo esa configuración de consistencia brumosa es que las derechas en todas sus presentaciones identifican al enemigo común. Proyectos progresistas, más o menos timoratos, o más o menos rupturistas, serían encarnaciones genéricas del marxismo más radical en el Siglo XXI. Y entonces, se esparce el miedo a la intervención asfixiante de los Estados, a las distorsiones e injerencias de políticas públicas, a las barreras y obstáculos que algunos pretenden poner a la acumulación económica, en especial a la especulación financiera.

¿Importa el problema conceptual acerca de qué es y qué no es el comunismo? No. Es ridículo, claro. Ridículos quienes se esmeran en sostener semejante acusación y ridículos, aún más, los intentos de exculpación por parte de quienes se dan por aludidos y aceptan los cargos. Importa, sí, que la invocación del fantasma, o al demonio, provoque el miedo que las derechas necesitan para conformar- como lo harán en Chile, como lo hicieron en Argentina y en otros países- un frente común de voluntades fragmentadas.

rmh/ee

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