Por Oscar Domínguez G.*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
En Europa, el macondiano primer mundo, se sigue educando a la gente en el nuevo evangelio de amar la basura como a nosotros mismos. En las ciudades alemanas suelen colocar enormes tambores de acero con tres aberturas: en una los disciplinados alemanes meten las botellas, en otras el papel y los malos pensamientos y en una tercera sus convicciones filosóficas y las materias orgánicas.
Es otro paso en el extraño mundo del sub uso, del que tenemos mucho que aprender de este lado del charco. Diría que allá no celebran el Día del reciclaje el 16 de mayo sino a toda hora. Cada tres meses, en cualquier ciudad alemana, las calles se van llenando de basuras cuidadosa y estéticamente botadas por sus dueños. Es otra de las actividades en marcha en el proceso de practicar el mandamiento de reciclar los desechos.
Botar la basura para muchos alemanes es casi un rito, una forma de romper con la nostalgia. Frente a las residencias empiezan a aparecer -cuando el “músculo duerme”-, libros o revistas viejas que llevan algún porno-secreto de sus dueños.
Hay cajones que guardaron durante años las intimidades de alguna frau (señora) añeja, o de una fraulein (señorita) nueva; colchones que, sin duda, fueron escenarios de agitados Waterloos amorosos; pedazos de puertas con cerraduras a través de las cuales espiaron muchos voyeristas; radios que transmitieron horrorizados la II Guerra Mundial, sillas en su ocaso que soportaron glúteos voluminosos, fatigados.
Hay muebles viejos pero todavía tan activos como cualquier expresidente tercermundista, sofás de siquiatras con los fantasmas vivos de clientes horizontales que se negaron a despertar por temor a pagar la cuenta. ¿Cómo saber dónde pescar en el río revuelto de las basuras? Fácil. Pregúntele al directorio telefónico. Allí se informa cuándo y dónde aparecen las basuras.
Usted pasa, toma parte de la “basura” que le interesa y se va. Nadie lo va a invitar a comer salchichas de Frankfurt con sus horrorosas (¿¡) salsas, pero tampoco le van a decir nada. Un estudiante chileno me contaba que todos los muebles de su casa fueron adquiridos en estos típicos mercados. Y le encimó mil madrazos a Pinochet que lo sacó del confort doméstico.
Según las estadísticas que nunca faltan, estudiantes, extranjeros y ecologistas, en su desorden, son quienes más se nutren de esta bolsa de desechos que estamos en mora de aprovechar en nuestras parroquias. Si tiene algún negocio, como restaurante, bar, guardería, estadio de fútbol, o un circo, por ejemplo, no se preocupe por el mobiliario: en un happening o bazar oriental podrá conseguir dónde acomodar a sus espectadores.
Muchos de los objetos conseguidos en este Wall Street del reciclaje. donde el esfuerzo y la inversión consisten en agacharse simplemente, van a dar luego a los famosos mercados de las pulgas que proliferan en las ciudades alemanas. Un retoque aquí, una limpiada allá, y ya está listo para negociarlo con los cazadores de objetos exóticos.
En Alemania estos mercados nacieron en los años 70 como sitios de contacto popular. En la vieja, circunspecta, aburrida y nada sonriente Europa un lugar para hablar bla-bla-bla, no se le niega a nadie.
La gente que asiste es tan heterogénea como la mercancía anunciada. No es raro encontrar imponentes africanas con cintura de avispa, monarcas derrocados o latinos perplejos y despistados, al lado de alemanes descomunales capaces de desestabilizar cualquier báscula.
«Yo te boto, tú me recoges», parecería ser el lema de esta industria del reciclaje. Alguien quiere lo que usted desprecia. Una vez alguien ofreció en la prensa bilis de buey. Quién dijo miedo: una fábrica francesa de perfumes se «encartó» con ellas, le metió computador a la bilis y puso a oler bien a las bellas de la aldea global.
Que no nos llegue el año tres mil sin saber conjugar bien el verbo reciclar en alguna acepción que produzca plata.
ag/od