Por Oscar Domínguez G.*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Colecciono rostros fugaces de gente anónima o importantona. Esas nuevas caras terminarán siguiéndome a todas partes como el puntico a la i. También colecciono lugares comunes, o no comunes; cosas, casos; momentos efímeros o eternos. Lo que produzca asombro.
Los primeros rostros que mencionaré son los de una niña antioqueña y una anciana francesa. Ambos encuentros duraron migajas de tiempo. También la eternidad empezó con el primer segundo.
La pequeña apareció al final de un grafitour (1) en la Comuna Trece (San Javier) que incluye transporte en las escaleras eléctricas.
Hace unos meses un expresidente made in USA, Bill Clinton, pasó por allí, cate que no lo vi. Hizo el grafitour y montó en las escaleras. Caminó por las calles del barrio, fresco como una lechuga, con las manos en los bolsillos, como si estuviera en el Despacho Oval de la Casa Blanca, o en Blair House, donde atienden al estrado alto de la aldea global.
También el presidente Obama, antes de pasar a la condición de mueble viejo, o expresidente, elogió las escaleras que suben a las montañas. Gracias por el comercial. Se han vuelto tan famosos los recorridos que hay guías en inglés para quienes no hablan el idioma en el que cantamos “Mambrú se fue a la guerra…”.
A nuestro grupo lo condujo Esnéider, un narrador de lujo que aplica la técnica de Sherezada: Deja cada historia en suspenso para retomarla en la siguiente parada. Y cuando le toca lanzarse al baile no se acobarda.
Fueeeera de programa, la nena de esta historia apareció en el balcón de su casa, segundo piso, sin ascensor. Fue la cereza en la copa del grafitour. La sonrisa exclusiva que nos regaló era otro grafito, extensión de los que decoran las paredes del castigado barrio donde en el pasado llovió plomo.
La niña solita es un comité de despedida para quienes nos dirigíamos a Casa Kolacho, punto final de la velada. Parece acostumbrada al ritual. Acaso quería decirnos con su fragilidad que pesadillas que no vivió y que llevan nombre de constelaciones como Orión, no volverán.
A la nonagenaria francesa la conocí hace años en el bulevar Sully Morland, en París. El encuentro duró lo que un suspiro. Salíamos de nuestros apartamentos. Ella, seguida de su perrito, iba por una baguette, una magdalena de Proust para acompañar su nostalgia, o un cruasán para matizar su soledad. Nosotros salíamos para la inevitable foto con tour Eiffel al fondo. En el Louvre nos esperaba una sonrisa con mujer: La Gioconda.
Cuando me vio el empaque, Madame comentó: “¡El señor es suramericano!”, según entendí en mi precario francés. Con el grado de suramericano me puse tan feliz que no me cambiaba ni por Dios mano a mano. No tuve tiempo de dirigir mis ojos de pacífico voyerista al interior de su miniapartamento.
Recurrí entonces a las imágenes del fotógrafo francés de lo cotidiano, Robert Doisenau, para imaginarme un búho disecado, un reloj eternizado en las 9:30, la cama inmensa para ella y su soledad, una foto en sepia de cuando no conocía el amor.
A un español le pidieron definir la nostalgia y respondió: “Yo vi torear a Manolete”. Si me pidieran definir la soledad, diría que yo conocí a Madame.
ag/od
[1]El grafitour es un recorrido de añoranzas, de historias, de dolor, de violencia, pero también de optimismo y de futuro. Un testigo latente de esa realidad es el parque infantil Sergio Céspedes, nombrado así en honor un niño que murió por una bala perdida.