El yoísmo es el yo elevado a la enésima potencia; resultado de una sociedad que hace girar el mundo en torno al individuo aparentemente autárquico, autosuficiente y en confrontación perpetua con los otros, en aras de conseguir sobresalir y ganar un espacio privilegiado para sí mismo. Si lo logra, es exitoso, lo que se traduce en primer lugar en tener muchas cosas, más y mejores que las que tienen los demás, pues se entiende que teniéndolas se es feliz.
Es necesario, entonces, exaltar la imagen del yo exitoso y mostrarlo en estado de bienestar y felicidad mejor que el de los demás. Ser mejor sería prueba contundente de que se es feliz, es decir, exitoso. El éxito se corporizaría en el cuerpo, en el entorno inmediato que frecuentamos, en la gente que nos rodea, en los lugares donde vivimos, en la actitud positiva que mostramos.
Las redes tecnológicas de la comunicación contemporáneas se han constituido en un vehículo perfecto para estos objetivos. A través de estas el individuo construye una imagen que proyecta hacia los demás, intentando delimitar un campo positivo que lo defina y diferencie.
El selfie es una expresión de ese fenómeno en que el yo construye una imagen (¿marca?) en que él es el centro: soy yo en un determinado lugar, con alguien en particular, en una situación específica. En el selfie lo normal es sonreír , mirar sensualmente de medio lado, con las pupilas emergiendo desde el rabillo del ojo (“pose Facebook”), hacer gala de lo bien que se está.
El selfie forma parte de una constelación de imágenes que, imbricadas, deben mostrar un estilo de vida, una marca de sí mismo que, como toda marca, debe girar en torno a una identidad. Esa identidad no es más que un código mediático que debe mostrar el mundo feliz en el que se vive.
La ingente necesidad de construir esa marca de felicidad derivada del éxito ha dado pie a un fenómeno nuevo, el postureo: neologismo que alude a la pose como forma de relacionamiento en la que prima la imagen o apariencia, que aspira a ser vista por la mayor cantidad posible de gente . Busca la admiración de los otros al mostrar seguridad, ser divertido y/o inteligente; su gratificación social es que el yo sea objeto de atención mediática.
En países latinoamericanos, en los Estados Unidos y España, por ejemplo, el postureo ha dado pie a una incipiente industria que gira alrededor de fotógrafos que construyen una imagen de la persona para ser exhibida en redes sociales.
Siendo esa imagen una construcción virtual, que se vehicula a través de de dichas redes, deviene una operación que selecciona lo que calza con el perfil que se quiere proyectar, a fin de crear una imagen referencial que nos acote. Existirían, por lo tanto, dos mundos: uno online y otro offline. El mundo online es un mundo hecho a la medida, un mundo feliz que busca la admiración y, ¿por qué no?, la envidia de los demás.
Es una identidad construida con los instrumentos del espectáculo mediático contemporáneo, un pequeño reality show manipulado que busca reforzar el ego y la autoestima a través de la lógica de la apariencia. Se trata, pues, de un mundo vacío, en el que ser perdedor, un looser, es la peor maldición a la que se puede estar expuesto y de la que todos huyen como de la peste.
El centramiento en el yo que es exaltado a través de las redes sociales, el yoísmo propio de la sociedad capitalista contemporánea, inhibe el compromiso con los demás en todos los niveles, desde la solidaridad humana hasta los espacios más personales, como el compartir la vida en pareja: ¿por qué he de preocuparme por otros u otro, cediendo terreno a mi propio confort?
De aquí derivan llamados -como el que hace Marcela Lagarde, por ejemplo-, a exaltar la soledad (en este caso femenina), y llama a “poner nuestro yo en el centro y convertir la soledad en un estado de bienestar de la persona.”
La Internet 2.0 no es, pues, más que un vehículo que expresa y refuerza las tendencias culturales de la contemporaneidad, construida a partir de los valores del capitalismo neoliberal que prevalece transformado en sentido común de nuestra época.
ag/rc