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domingo 22 de diciembre de 2024

El coronel que «espió» a García Márquez

Por Oscar Domínguez G.*

Cuando  los rostros de madera de la Academia Sueca anunciaron urbi et orbi que el hijo del telegrafista de Aracataca se había ganado el premio Nobel de Literatura, el primero que desempolvó sus botas de siete leguas para ir por el premio a Estocolmo fue un colega del coronel Aureliano Buendía.

Tal vez no había leído siquiera ocho de los Cien años de soledad pero, el primero que desempolvó sus botas fue un colega del coronel Aureliano Buendía

 

Este Gulliver bonsái (no pasa del metro 55 centímetros a la sombra) tal vez no haya leído siquiera ocho de los Cien años de soledad. Pero como desde siempre desarrolló una rara habilidad para estar cerca de los grandes protagonistas de la historia, cuando se enteró de la noticia por su CNN (radio) de bolsillo, supo que debía estar en la capital sueca en diciembre, fecha de la entrega del premio.

Es un hombre que nunca ríe. Quizá perdió la sonrisa en alguna mojada acalorado, en una emboscada, o en un regaño de alguno de sus superiores jerárquicos. O en un desengaño amoroso porque decía  que el amor -cuando se convierte en matrimonio- no había sido hecho para él. En su corazón solo mandaba él y punto.

De la sonrisa con que llegó equipado a la vida le quedó un rictus de hombre melancólico que se acentuaba en las largas noches escandinavas, tan distintas a las de su tierra natal (San Pedro de los Milagros, Antioquia) donde el tiempo se divide casi  entre el día y la noche.

 

Coronel bajo sospecha

Las sospechas que empezaron a surgir alrededor del silencioso coronel que aparecía en todas partes sin ser invitado, lo convirtieron en uno de los hombres más mencionados de la delegación de Macondo, después del Nobel García Márquez.

«¿Cómo relatar la historia del singular coronel retirado, cuya  hoja de vida, se dice, es una de las más brillantes del Ejército, y que fue a Estocolmo como simple turista admirador de García Márquez?».

Esta y otras preguntas se las formuló, en su momento, el fallecido Eligio García Márquez, quien cubrió para el diario El Pueblo, de Cali, la entrega del premio Nobel  a su hermano Gabo.

«¿Cómo relatar la forma en que, misteriosamente, logró asistir a todos los actos oficiales, incluido el banquete donde se exigía no sólo boleta especial sino vestido de frac que él no uso?», se preguntó también el Nobel pariente.

La siguiente es una aproximación a estas inquietudes dado que fui su compañero de habitación:

Dios está en todas partes. El coronel Nolasco Espinal Mejía en casi todas. A Dios lo conocen en todas partes. A mi coronel en casi todas. Él creía, sin más literatura que su sentido común, que él era tan importante como cualquier Nobel y que tenía las mismas prerrogativas. Y que si había invertido una millonada en un viaje como éste, era para estar cerca de los del gajo de arriba. Por algo había servido en el ejército de su país y defendido patrias que no eras las suyas. Y punto.

En Estocolmo se alojó en el cuarto 302 del Amaranteen Hotel. Todas las noches editorializaba dormido con unos ronquidos profundos y lastimeros de militar retirado insatisfecho por no haber llegado al generalato.

Creía, sin más literatura que su sentido común, que él era tan importante como cualquier Nobel y que tenía las mismas prerrogativas.

Ningún sol de general le llovió finalmente sobre sus charreteras por culpa -decía- de un superior jerárquico cuyo nombre no mencionaba en sus sueños hablados. Despierto despotricaba del culpable del fin de su carrera, el general Camacho Leyva. Lo sacaron de la carrera militar porque no había charreteras para tanta gente.

En Estocolmo dormía en una forma que le envidiaría su par, el  coronel Aureliano Buendía: sólo se daba el lujo horizontal del sueño después de  meter todos sus objetos en su estrecha maleta, incluidos el cepillo de dientes y el tubo de crema dental, mil veces exprimido digitalmente. De esta forma, explicaba, en  caso de emergencia bélica, podría despertar, tomar la maleta y partir. Guerra avisada…

En la guerra de Corea fue el mejor hombre de Colombia a la hora de reducir la población enemiga. Fue tan audaz el comportamiento de este Rambo de tierra fría que el ejército de Estados Unidos le otorgó la condecoración «Corazón de Púrpura» que en USA no se le niega a nadie. (En USA todo el mundo es héroe mientras no se demuestre lo contrario). Y del propio despacho oval del presidente  Roosvelt le extendieron una «citación presidencial» que quiere como a las niñas de sus ojos, las únicas mujeres que se le conocen.

Liquidado a su favor el pleito de Corea, el entonces cabo segundo ingreso con una beca a la Escuela Militar de Cadetes, donde obtuvo el grado de subteniente con todos los honores. Ocupó, por supuesto, el primer puesto de su promoción.

Se destacó como lancero, paracaidista y en operaciones de orden público, según la hoja de vida que se aburre en el Ministerio de Defensa. 

Desde subteniente hasta su llegada al coronelato, fue uno de los oficiales más condecorados. Excepto su pugilato inútil por el generalato, mi Coronel ha perdido pocas batallas. ¿Y preguntan por qué no podía estar al lado del Nobel, del rey de Suecia y de su reina (la brasileña Silvia)  en el banquete ofrecido en el palacio real de Estocolmo? No hay derecho.

 

El hombre de la CIA

Volvamos con las inquietudes que se planteaba Eligio García Márquez: «¿Cómo describir su comentada soledad al sentirse señalado como agente extraño al servicio de quién sabe qué potencias oscuras -la CIA, el MAS (Muerte a secuestradores), el propio gobierno guardando la integridad de García Márquez? Cómo descubrir quién fue realmente? Cómo relatarla?».

Cuando le pregunté a mi coronel  si era de la CIA, me reviró con un Niágara de llanto. No eran lágrimas de cocodrilo. Era su lacrimógena forma de decir que no, rotundamente. Aclaró que su fuerte no era la delación, la traición, la escucha silenciosa, hurgar en vidas ajenas. Sobre todo ahora que estaba lejos del mundanal ruido de los fierros. Cuando estuvo en la milicia era parte de su oficio.

A regañadientes, o porque no había nada más que hacer, el entorno de Gabo le creyó a las lágrimas de mi coronel que fue exonerado de casi todas las sospechas, aunque mantenido a prudente distancia.

Cuando le pregunté a mi coronel si era de la CIA, me reviró con un Niágara de llanto. No eran lágrimas de cocodrilo. Era su lacrimógena forma de decir que no, rotundamente.

 

Cuando fue cogiendo confianza se quejó ante la agencia de turismo porque su tiquete no incluia la invitación a las fiestas que ofrecían los reyes suecos. «Yo pagué por todo»  argumentaba con lógica contundente. También elevó una protesta de varios soles porque no lo alojaron en mismo hotel del Nobel, el Grand Hotel, muy lejos de las posibilidades de quienes viajamos arriando first class de Avianca, de ida y regreso, y eso que reventando todos los marranos-alcancía, propios y ajenos.

 

El Waterloo del coronel

Mi coronel Nolasco solo perdió una batalla en Estocolmo: ocurrió una noche que abordó a  unas bailarinas de strep tease del cabaret «Le Chat Noir», adonde habíamos ido a chicaniar con nuestro encanto (¿¡) latino.

Mi coronel no logró convencer en su pedestre inglés de San Pedro a las bellas y  descomunales valkirias de que el sexapil latino pasaba  por su mínima estatura. Y que debían acompañarlo a su cuarto en el Amarenteen. Inclusive pleiteó en favor mío con el edificante propósito de que los dos internacionalizáramos nuestros espermatozoides.

Las suecas dijeron no y nos sacaron de su biografía. Regresamos a Macondo “inéditos” e intactos en camas nórdicas. (Claro que eso nunca nos los creyeron en casa).

Espinal apareció en plena navidad en Estocolmo. Como antes estuvo en Corea, o en los olímpicos de Moscú. Ahí donde hay historia, ahí está. Sigue estando. Lo vemos de pronto en los noticieros de televisión y en las fotos de los diarios donde nunca aparece su nombre. Es el más ilustre N.N. que conozco. Es su venganza eterna por no haber llegado al generalato.

 

ag/odg

 

*Periodista, escritor y cronista colombiano.

 

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