Por Gustavo Espinoza M.(*)
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Cuando en la madrugada del 3 de octubre de 1968 los tanques de la División Blindada volvieron a rodar por las calles de la capital, la mayoría de los peruanos recordamos al poeta nacional Martín Adán. Algunos años antes, también en octubre de 1948, ocurrió en el Perú un golpe militar, y el ingenioso autor de “La Casa de Cartón” tuvo la idea de registrar el hecho comentando: “El Perú, ha vuelto a la normalidad”
Y es que, en efecto, la “normalidad”, por lo menos en la primera parte del siglo pasado, era que se sucedieran golpes militares; y que todos fueran identificados con un mismo signo: la represión salvaje, y el anticomunismo más desenfrenado. Todos, por cierto, con un solo propósito: cautelar los privilegios de la clase dominante y proteger los intereses del imperio.
En 1968, sin embargo, se registraban algunos síntomas que podían permitir una mirada distinta. El escenario político estaba centrado en el contrato que el gobierno Belaunde suscribiera, en agosto de año, con la IPC, entregando el petróleo por 40 años más a la empresa imperialista. Y por la página 11, sospechosamente extraviada, y donde estaban anotados los números de la transacción prevista.
Había, adicionalmente, otros graves problemas: las continuas masacres de campesinos que luchan por la tierra en diversos ámbitos del Perú; y el desconcierto que dejara el aniquilamiento de las columnas guerrilleras de Luis de la Puente y sus compañeros, alzadas en armas tres años antes.
Desde inicio de los años 60 se podía apreciar, en realidad, un cierto cambio en algunas esferas militares. El surgimiento del CAEM -Centro de Altos Estudios Militares-, el mismo hecho de que un uniformado, el general César Pando Egúsquiza, presidiera el Frente de Defensa del Petróleo y luego el Frente de Liberación Nacional -en el cual el Partido Comunista constituia la fuerza principal- era ya un indicio más que claro de un cambio de percepción en algunos segmentos de la institución castrense.
Pero nada de eso contó. La izquierda -y hay que admitirlo autocríticamente- se dejó llevar por antecedentes y prejuicios, por su sectarismo estrecho y por su casi nulo trabajo en el plano militar. Y ese fue, no el error de algunos, sino de todos los segmentos del campo popular. La edición de Unidad -el órgano del Partido Comunista- correspondiente al jueves 5 de octubre, graficó la miopía de todos: “¡abajo el golpe gorila!”, resaltaba en grandes caracteres.
Como integrante del núcleo dirigente del PC en esos años, debo admitir que también fui presa de ese error. Pesó en mí el recuerdo de las columnas militares ingresando a balazos por las calles de Arequipa, en junio de 1950. Eso, que pude ver a tan solo a dos cuadras de la Plaza de Armas de la ciudad, incubó en mí un anti militarismo radical, del que no me fue fácil desprenderme. Una primera lección planteada.
Seis días después comenzaron a variar las cosas. El 9 de octubre, la ronca voz de Juan Velasco invadió los hogares, y despertó adhesiones, Al anunciar que ese día, y a esa misma hora, las tropas de la I Región Militar con sede en Piura estaban ocupando los campos petroleros de Talara y expulsando a la empresa imperialista, modificó radicalmente el escenario.
Era -dijo el mandatario- “voluntad del nuevo gobierno, recuperar las riquezas básicas de manos extranjeras para qué sirvieran al Perú, y a los peruanos. Pero aun así, fue preciso que nueve meses después -en junio del 69- se diera la Ley de Reforma Agraria, para que el país tuviera conciencia plena de lo que implicaba un genuino proceso que ya estaba en marcha.
¿Fue lo que hizo Velasco una Revolución verdadera? No fue una Revolución Socialista, sin duda; pero sí una auténtica Revolución Nacional Liberadora, de fuerte contenido anti-feudal, anti-oligárquico y antiimperialista. Nacionalizó las más importantes empresas norteamericanas, acabó con el latifundio, expropió los complejos agro-industriales de la costa, arrebató a los sectores más reaccionarios los medios de comunicación.
Creó, asimismo, la Comunidad Industrial y Minera, generó la existencia de un poderoso sector estatal de la economía, alentó la propiedad social, decretó la estabilidad de los trabajadores en el empleo y respetó en lo fundamental los derechos sindicales. Mantuvo relaciones con todos los países del mundo -sobre todo con la URSS y Cuba- y una política exterior independiente y soberana.
Fue solidario con otros procesos y luchas de nuestro continente y en el campo de los países No Alineados. Pero de todo, quizá lo más importante, fue su prédica revolucionaria, patriótica y antiimperialista, que supo anidar conciencia en amplios sectores de la vida nacional. La dinámica del proceso, una segunda lección.
No fue, sin embargo, un proceso homogéneo. Su vitalidad, radicaba en su carácter de Gobierno Institucional de la Fuerza Armada. Pero, dialécticamente, esa era también su debilidad. Tenía que avanzar, pero estaba obligado a hacer concesiones y girar lentamente sobre su eje, para mantener su unidad. Una experiencia a considerar.
Esa realidad, se mantuvo, incluso en los momentos más trascendentes del proceso. Velasco se dio maña para imponer sus posiciones más definidas, pero debió ir depurando las instituciones armadas, aunque no pudo completar la tarea. En la Marina, predominaron los sectores más conservadores, y aun fascistas, que nunca ocultaron sus prejuicios anti obreros y anti comunistas.
No obstante, en esa rama hubo jefes de primer nivel y probada consecuencia como Dellepiani, Arce Larco o Faura Gaig, contra quienes la CIA organizó atentados terroristas. Y en la Fuerza Aérea, hombres como Pedro Sala Orosco, o Rolando Gilardi, supieron entenderse con los trabajadores y los sectores más avanzados de la sociedad.
En el IV Congreso de la CGTP -el más importante evento de la época- los trabajadores expresamos nuestras inquietudes por lo que considerábamos un “Gobierno heterogéneo en el que coexistían en equilibrio más o menos precario, fuerzas distintas, y aun contrarias”. Eso explicaba muchas cosas.
Entre ellas, la decisión del Gobierno de crear el Sinamos para promover una participación digitada de la población; desdeñar a los Partidos de Izquierda fundar la CTRP para paralelizar el trabajo sindical de la CGTP; dar nacimiento al Movimiento Laboral Revolucionario, una suma fascistoide de grupos ligados al APRA, a través del general Tantalean Vanini. Y también, por cierto, una actitud autoritaria -e incluso represiva- contra algunos sectores laborales. Una segunda experiencia: preservar siempre la independencia de clase de los trabajadores.
Eso, sin embargo, nunca nos impidió tomar partido alentando activamente a los sectores más progresistas de la Fuerza Armada, con los que fue posible avanzar. Con seguridad, ellos mismos no estaban originalmente dispuestos a marchar tan adelante como los acontecimientos lo impusieron. Y es que operó allí la dinámica de un proceso que todos sabían cómo comenzó, pero que nadie intuía realmente dónde habría de concluir.
Para los comunistas, la tarea era impulsar los cambios y hacer avanzar al país uniendo al pueblo y organizando a las masas, creando conciencia y sentimiento de clase, promoviendo y alentando las luchas sociales y reivindicativas. Era esa -a nuestro juicio- la manera de sembrar condiciones para un escenario en que la clase obrera tuviera una función más definida y se afirmara una Revolución Socialista, El pueblo debe prepararse mejor. Una experiencia decisiva.
Los años del velasquismo, fueron los más ricos y trascendentes de la historia nacional. Un líder demócrata cristiano, de posiciones avanzadas, diría ya en 1978 -dos años después de la caída, de Velasco y ejerciendo el mando Morales Bermúdez, que la diferencia entre uno y otro momento -la primera y la segunda fase, como se les llamaba- era evidente.
“Con Velasco hubo siete años de Revolución sin crisis. Y con Morales, dos años de crisis, sin Revolución”, dijo en una memorable polémica con el líder derechista del PPC, Luis Bedoya Reyes. Y es que con Velasco hubo un Plan de Gobierno -el Plan Inca- una política coherente, un discurso progresista, un proceso en marcha, no exento de contradicciones y errores; pero, sin duda, el más radical y profundo que se operó en esta parte de América en aquellos años.
Hoy, 50 años después, es posible mirar atrás, y decir con toda propiedad que quienes se jugaron por él -en uno u otro nivel- no se equivocaron. Erraron los que, por el contrario, sabotearon, boicotearon o combatieron el más limpio proceso vivido en la historia social del Perú. Una verdadera lección para todos.
ag/gem