Por Gustavo Espinoza M. *
El 7 de octubre de 1928, en un modesto domicilio obrero de Barranco, José Carlos Mariátegui fundó el Partido de los Comunistas Peruanos, al que, en su momento, denominó Partido Socialista del Perú.
Ochenta y siete años después, vale destacar la importancia que tuvo, en su momento, la decisión de crear un partido del proletariado que proclamara su adhesión a la III Internacional –la Internacional Comunista (IC)-; se adhiriera a los principios del marxismo-leninismo y expresara su voluntad de desplegar la batalla por la revolución socialista en el Perú.
Recordemos que en 1918, antes de viajar a Europa, Mariátegui fue tentado a integrar un núcleo partidista que se llamó precisamente Partido Socialista. No aceptó la invitación, no obstante que venía de personas a las que estimaba.
Pensaba, quizás, que él mismo no estaba aún preparado para encarar ese reto; o que el país no había madurado lo suficiente como para que naciera de su seno un Partido de esa proyección. En todo caso, juzgó que quienes encarnaban este propósito, no eran en verdad socialistas, o no lo eran a la manera que él concebía ese compromiso.
Fue necesario que viajara al viejo continente y permaneciera en él de 1919 a 1923 para que tuviera una conciencia clara de la necesidad de forjar un instrumento de clase, de definido carácter revolucionario.
En Italia, pero también en Francia, Alemania y otros países, Mariátegui hizo su verdadero aprendizaje. Examinó y estudió tres procesos que marcharon en paralelo: la crisis de posguerra, el ascenso del fascismo como herramienta del gran capital, y el surgimiento del proletariado como fuerza combativa de los pueblos.
En ese esquema, puso particular interés en dos fenómenos de inmenso valor en el siglo XX: La revolución rusa, liderada por Lenin en el viejo Imperio de los zares; y el proceso de formación de los Partidos Comunistas y Obreros en Europa Central y Occidental, que afirmaran los sueños -y las enseñanzas- de Carlos Marx y Federico Engels.
Mirando el escenario de conjunto, el Amauta asimiló dos conceptos cardinales: el ideal socialista, y el carácter internacionalista de la lucha planteada.
La primera Gran Guerra, concluida en 1918, había devastado Europa, pero no resuelto la crisis del sistema de dominación capitalista. Al contrario, había agravado las tensiones internacionales y abierto nuevas rivalidades entre potencias empeñadas en un “mejor reparto” del mercado mundial.
Las mas “castigadas” en el periodo -en particular Italia y Alemania, y en menor medida Bulgaria y Hungría- asomaban enarbolando demandas de tipo nacional. Ellas asumían la forma de conflictos territoriales e incompatibilidades raciales. En sus conchos, fermentaba el fascismo.
Desde el primer momento el fascismo asomó como la dictadura terrorista del gran capital, y ganó para su causa una burguesía asustada, deprimida, y pauperizada, además de empeñada en captar al lumpen del proletariado usándolo como fuerza de choque contra los trabajadores.
Así, desde su origen, estuvo directamente vinculado a la ofensiva contra el proletariado. Los monopolios no se resignaban a compartir beneficios, ni a perder privilegios. Pero temían, sobre todo, a la evolución social.
En 1917, con los disparos del crucero Aurora, los obreros rusos habían tomado el poder bajo la dirección del partido bolchevique. A partir del Palacio de Invierno correría, como una gigantesca hoguera, la ola revolucionaria de los años 20.
Fenómenos como la Revolución de Finlandia, liderada por Otto Koussinenñ la República Húngara de los Consejos del Conde Karoldy y Bela Kun; la Insurrección Eslovaca o la revolución alemana de 1919, no fueron sino algunos hitos de la historia vivida en ese entonces, que asustaron a los explotadores. Aterrados, sustentaron al fascismo.
Por eso se dijo que el fascismo surgió para evitar -mediante la violencia más desenfrenada- el ascenso del proletariado y la victoria de la revolución social en Europa. Y por eso también el proletariado, llamado a enfrentar la salvaje ofensiva del capital, acuñó la idea de formar los partidos comunistas, a fin de combatir mejor en aras de sus propios intereses y los de sus patrias.
Aunque la Internacional Comunista (IC), surgida en Moscú en esos años, dispuso que todos los partidos que se adhirieran a ella se denominaran partidos comunistas, la realidad dijo otra cosa en ese momento, y después.
Hasta después de su victoria, los comunistas rusos se denominaron “social demócratas”; y lo mismo ocurrió con los comunistas búlgaros de Dimiter Blagoev y Jorge Dimitrov. Años más tarde, en la Europa Central, los comunistas actuarían bajo el rubro de “Partido Obrero”, sin menoscabo de su identidad, ni de su vínculo con la IC.
En América latina, en Chile, Luis Emilio Recabarren creó su partido con el nombre de Partido Obrero Social Demócrata en 1912. En Argentina los comunistas se nuclearon, en un inicio, en el Partido Socialista Internacionalista. En Cuba, después del Partido de Carlos Baliño en 1925, lo hicieron en el Partido Socialista Popular que, con denominaciones parecidas, existió también en Cosa Rica, República Dominicana, y aún Panamá.
No debiera sorprender, por eso, que Mariátegui optara por una denominación partidista distinta a la requerida formalmente por la Internacional Comunista. No tendría por qué llamar la atención, dado que se trataba de una denominación, formal y no de una esencia. La esencia es decir, su contenido, estaba dada por el carácter del Partido, su ideología y su vínculo con el espacio revolucionario mundial. Y en torno a eso, el Amauta no dejó ninguna duda.
Mariátegui consideró el partido que fundara como la herramienta política de la clase obrera, reivindicó el marxismo-leninismo como su referente ideológico, proclamó su identificación sin límites con la revolución rusa, sumó sus filas al ejército emancipador del proletariado, la IC. Y, claro, reconoció Lenin como el abanderado de las mejores causas.
Por eso, más allá de desavenencias puntuales, debiera reconocerse, sin mezquindad, la opción política de José Carlos; y el hecho que el Partido que fundó, fue realmente, el partido de los comunistas peruanos.
Mariátegui fue un revolucionario ejemplar y un comunista a carta cabal. Tuvo la formación y los conocimientos que captó en su época. Y se proyectó al porvenir con osadía. No fue un terrorista, un sociademócrata, ni un bolchevique arrepentido. Tampoco un reformista. Creyó en la revolución social, como único medio de cambiar de raíz la sociedad capitalista.
Combatiente con ideas claras. Abrigó propósitos definidos. Nunca se hizo ilusiones electorales, ni buscó pactos o compromiso alguno de esa índole, que pudieran mellar su filo de clase. Infatigable constructor de un movimiento independiente fundó, con ideas propias, las bases de lo que habrá de ser, sin duda alguna, el socialismo en el Perú. Honor a su vida y su lucha.
ag/epm