Por Alfonso Carvajal*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Mi relación con Manizales ha sido bohemia, teatral, delirante. Imágenes, retazos, calles empinadas, la silueta de una pareja bailando tango en Los faroles bajo una luz sospechosa, los atardeceres rojizos o grisáceos de Chipre, que anuncian el fin del mundo o su resurrección, el actor Fernando Peñuela, desaparecido por sí mismo, hablando con fascinación de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, una bruma total parecida a la de Londres o Aguadas, que esconde al magnífico adefesio de la catedral como a un inmenso fantasma gótico; el Bolívar desnudo y alado de Arenas Betancur, dándole la espalda a la iglesia por mero pudor, hacen parte de mi memoria del Festival de Teatro de Manizales, que este año cumplió medio siglo de escenificación.
Dice Wilson Escobar en Crónica de una sabia locura que al primer festival que se llamó Festival Universitario Latinoamericano de Teatro (1968), vinieron Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias, con el tiempo dos premios Nobel de Literatura. Luego asistieron: un jovial Vargas Llosa, el melancólico y vital Ernesto Sábato, el polaco Jerzy Grotowski, que causó una revolución teatral, y también el perenne viajero, Álvaro Mutis. Entre las grandes ausencias se cuentan Charles Chaplin, que declinó dos invitaciones; García Márquez, a quien nunca le cuadraron los tiempos, el dramaturgo Peter Weiss, y los escritores Carlos Fuentes y Cortázar.
En 1984 asume la dirección Octavio Arbeláez Tobón, quien le dio un carácter más universal y de calidad artística al festival, haciendo énfasis en el teatro latinoamericano, representado en la creación colectiva, teatro de autor y teatro callejero; el festival ha soportado los embates económicos y también los de la santa madre iglesia, tan influyente e inquisitiva por estos lados del viejo Caldas.
Un arzobispo de antaño, que no asistía a las funciones, delegaba en un grupo de jóvenes para que miraran las obras: fungían más de espías y escribanos que de censores. En alguna ocasión el Arzobispado se pronunció en los siguientes términos: “En el Festival de Teatro reciente, si bien hubo algunas representaciones valiosas y adecuadas, se dieron al propio tiempo piezas inaceptables por su decadencia y apología de bajo erotismo y morbosa sexualidad, ofensivas a la dignidad de las personas y la sociedad…”.
Nostalgia dramática
Quiero hacer una biografía efímera de mis contactos personales con el festival en el pasado. Cómo no recordar Cariño malo, de Chile, obra protagonizada por Amapola, Victoria y Eva, que toca con rebeldía y sarcasmo el árido tema del amor. Que confrontó sin compasión los sentimientos varoniles. Es la historia contada desde la otra orilla, quitándole la supremacía a la voz masculina. “No serán los únicos pantalones que encuentres en la vida”, o “Te puedes pasar la vida besando sapos para conseguir príncipes”, “Tú eres tú y yo soy yo, mantengamos las distancias”, que llevó a Patricia Ariza a exclamar que “golpeó el corazón de los hombres sentimentales y el cerebro de las mujeres inteligentes”. A lo que Santiago García respondió que “era como la música de Beethoven, acude a los sentimientos, y no al alma”.
O la extraña Zombies, que marcó las nuevas tendencias escénicas, del grupo catalán Zotal, que es un desinfectante que quita las impurezas del mundo, donde el argumento transcurre en un escenario inclinado, y los cuatro protagonistas viven resbalando, cayendo en el vacío: ¿Una poética del abismo? Elena Casteler, la directora, expresó “que el escenario no lo trabajamos como un decorado, sino como una personalidad”. Los personajes no miran el mundo al revés, sino desde un vértigo psicológico.
Brasil, ha sorprendido con las imágenes y plasticidad de sus obras. Es un teatro donde la dramatización está sustentada en los sentidos. Por ejemplo, Crack, del grupo Ciudad muda, que trabaja el teatro de animación, inspirado en el famoso marionetista francés Philipe Gently. Que reúne las artes plásticas, la danza y el teatro.
O los muñecos vivientes de Rachel Joffily, que representó Rodin, Rodin, un homenaje al escultor francés, y cuyo director Marcos Caetano, piensa como Rodin y siente como la genial y atormentada Camille Claudel, que enmudeció como una escultura en el estrellado cielo de la locura.
Una de las obras más impactantes fue El cobrador, basada en el cuento de Rubem Fonseca. El grupo Em Cuadrinhos, utiliza la animación y el comic para expresar la violencia de una manera simbólica y certera. Los personajes flotan sobre el escenario y asistimos a una escenificación casi sobrenatural. Una curiosa paradoja: los efectos fantásticos acentúan la cruel realidad.
O Tango varsoviano, del Teatro del Sur, de Alberto Felix Alberto, director de cine seducido por el teatro, quien crea un ambiente de novela negra con fondo de milonga, y donde una actriz realiza uno de los más bellos desnudos en las tablas: sutil, bello y penumbroso.
También presentaron El marinero inspirado en “El marinero de Ámsterdam”, relato de Apollinaire, donde realidad y fantasía se conjugan y exigen una participación atenta del espectador. Son tres versiones de un mismo hecho, enriqueciendo el objeto artístico. El coordinador, del grupo chileno Bufón negro, donde el jefe de mantenimiento de un edificio a través de un ascensor se apodera del mundo. La estrechez del escenario es agrandada por la destreza actoral y el dramatismo de la historia.
De remembranza macondiana, El coronel no tiene quien le escriba, de Rajatabla de Venezuela, logró sintetizar con destreza el lenguaje y el ambiente que rodean al desesperado oficial de la patria. La Cuadra de Sevilla, en una zambra de bailes, ejercicios de malabarismo y taconeos andaluces, rindió tributo a Crónica de una muerte anunciada, que recordó en algo a Carmen de Carlos Saura en el cine.
Los dramaturgos colombianos Misael Torres y Juan Carlos Moyano, en una monumental obra de teatro callejero, interpretaron Memoria y olvido de Úrsula Iguarán, un fragmento de Cien años de soledad que llenó hasta los límites la Plaza de Bolívar, y exhibieron con maestría una dramaturgia del espacio público que seguimos añorando por su deleite estético y contenido vibrante.
También recuerdo El proceso, de Kafka, llevado a escena por El Local de Bogotá, dirigido por Miguel Torres, cuyos actores literalmente invadieron las graderías del Teatro Fundadores. O los sorprendentes Juegos nocturnos de Matacandelas, de Cristóbal Peláez, que a través de 13 pequeñas piezas teatrales hacen de la noche una metáfora lúdica. El Paso del Teatro La Candelaria, hermética y maravillosa, que expresa los primeros espectros del paramilitarismo en una obra que reúne misterio y una estética social del desconcierto.
El día de hoy
En la edición de 2018 hubo dos tragedias griegas que fueron trabajadas desde orillas opuestas. Electra, de la Companhia do Chapito, elenco portugués, que escogió el riesgo, la apuesta lúdica y a través de un objeto fetiche, la cuchara, logra con un ritmo vertiginoso que no deja distraer al espectador un divertimento que desmitifica el peso de la trágica historia. La cuchara sirve para hacer el amor, orinar, poner cachos…
De otra parte, Antígona, del Teatro Unam, se va por el lado discursivo, sacrificando en algunos momentos la puesta en escena, pero logra con densidad cuestionar el poder, el machismo, la tiranía, y además crea una similitud con el México contemporáneo: una dictadura blanda con máscara de democracia consolidada.
Los músicos ambulantes, del grupo peruano Yuyachkani, propició un hecho anecdótico, pues hace 34 años se presentó en Manizales y en esta edición repitió la obra con los mismos actores. Un burro de la sierra, una gallina de Chincha, un perro de la costa y una gata de la selva, unen sus atributos musicales para marchar a Lima, la capital, y probar vida; un homenaje a la flauta de quena, al charanguito, y también a una época de solidaridad latinoamericana que la postmodernidad ha fraccionado en mil pedazos.
Malayerba, de Ecuador, presentó El corazón de la cebolla, que aunque nació de un capítulo de El tambor de hojalata de Gunter Grass, propone su propia autonomía, una visión universal y criolla, sustentada en un excelente texto y en la sapiencia del grupo actoral.
Basada en un texto de Ingmar Bergman para televisión, Cornamusa de México presentó Después del ensayo, con una escenografía de fondo que no pesó en la obra, y un libreto acartonado, que fue salvado por la magistral actuación de Sofía Espinosa, una actriz vibrante, dinámica, difícil de olvidar.
Desde la marginalidad, tres mendigos, locos y actores a la vez, vapuleados por la realidad social, mordidos por la burocracia y la exclusión, deambulan en un lugar donde el tiempo y el espacio son irreconocibles. Allí coronan a su propio rey Lear, pues aunque no existe la justicia poética, el Teatro La Zaranda, en Ahora todo es noche, le hace un homenaje al teatro dentro del teatro. Zaranda hace de su presentación, poesía.
El legendario grupo uruguayo El galpón presentó Incendios, del libano-canadiense Wajdi Mouawad. Un reto dramatúrgico que franquean con oficio e inteligencia, pues es una obra que requiere movilidad mental y de espacio, y logran además sintetizarla en dos horas con un final sorprendente.
Curiosamente el festival de Manizales ha nutrido a escritores de la región, como Octavio Escobar y Orlando Mejía; a músicos, diseñadores gráficos. Con los talleres de críticos como los brasileros Aimar Labaki y Esteban Mostaco, y el español Monleón, muchos aspiramos a ser comentaristas sensibles de teatro. Muchos grupos de Latinoamérica han encontrado aquí su lugar de experimentación. Mucho le debemos a Manizales, ¡Viva el teatro!
ag/ac