Por Oscar Domínguez G.
No se ha reconocido lo suficiente el aporte del viento y de los pájaros al descubrimiento de América. Tampoco se le ha rendido tributo debido a la deliciosa comedia de equivocaciones que hubo detrás del acontecimiento que se conoció en Europa seis meses después de ocurrido. Y se dio mal la noticia pues llegaron a otra parte, no a la tierra prometida por Colón.
Desde un principio, el hombre se declaró enviado de la providencia, el elegido para sumar fieles a la cristiandad, argumento que esgrimió ante sus católicas testas coronadas, Fernando e Isabel. Por supuesto, siempre se tomó muy a pecho el significado de su nombre y apellido: Cristóbal=portador de Cristo; Colón= repoblar.
El almirante Colón (1451-1506) fue un mentiroso de marca mayor que se supo vender: les vendió a los Reyes Fernando e Isabel una mercancía que no conocía: las Indias. Y le puso precio: tan pronto zarpó, a los 41 años de los 55 que vivió, era Don, Almirante, Virrey, “Gobernador perpetuo de todas las islas que yo descubriese”, y dueño del 10% de las riquezas encontradas.
Al final, los Reyes Fernando e Isabel -la que mandaba en casa- le pondrían conejo con el 10%. Colón no leyó la letra menuda de las capitulaciones y por allí lo clavaron.
En genovesa reciprocidad, también él le pondría conejo a Rodrigo de Triana quien, por ser el primero en divisar tierra, se había ganado 10.000 maravedíes (tal vez 24 euros por maravedí al cambio de hoy). Don Cristóbal tuvo a bien quedarse con ellos.
El que peca y reza…
Llegar hasta los aposentos reales, no era una pera en dulce. Pero Colón sabía que sus majestades pecaban y, para empatar, se confesaban. Fueron confesores como Fray Juan Pérez quienes le allanaron el camino.
En principio, Fernando e Isabel no le creyeron mucho. Además, tenían dos asuntos prioritarios en su agenda: expulsar a los moros que se habían quedado demasiado tiempo en España, y expulsar a los judíos que también estaban largamente amañados. Y cada vez más influyentes. Liquidados ambos pleitos, hicieron llamar a Colón.
Lo del empeño de las joyas por parte de la Reina Isabel, que aprendimos en los textos del bachillerato, como que es leyenda, según un delicioso libro, “Colón”, del sueco Björn Landström. Curiosamente, ¨marranos¨ (judíos conversos para evitar la expulsión) como Luis de Santángel, se metieron la mano al dril a la hora de la financiación.
Eso sí, el navegante nunca les contó, a los Reyes ni a nadie, cómo se proponía llegar a las tierras que finalmente descubrió. Bobito no era. Ni siquiera cuando regresó del primer viaje dio las coordenadas. El secretico lo compartía con los pilotos.
Seguramente, después del segundo viaje en el que se embarcaron 1.500 hombres en 17 navíos, se acabó el secreto de las coordenadas.
Los últimos serán los primeros
Otra exquisita extravagancia: Como nadie sabe para quién trabaja, América lleva el nombre del florentino Américo Vespucio, quien puso las cosas en su sitio diez años después: Colón no llegó a ningunas Indias, fue un nuevo continente lo que encontraron su paisano y los 90 hambrientos marineros de las tres carabelas.
Por cierto, la Santa María, nao capitana en la que viajaba el Almirante, encalló en el primer viaje porque el piloto desobedeció su orden de que “no confiasen nunca el timón a mozos”.
Como Don Cristóbal convertía las derrotas en victorias, otra de sus características, tomó el naufragio como una señal de la providencia para que estableciera la primera colonia en tierra firme. Regresó en La Pinta y la Niña que casi naufragan de vuelta.
El desembarco en Guanahaní, hoy San Salvador, muy a las dos de la madrugada de aquel 12 de octubre, se produjo después de un ultimátum de sus alebrestados marinos: o topamos tierra en tres días o regresamos a las paellas. O habrá Almirante en el fondo del mar.
A la llegada a tierra firme no encontraron al Gran Khan entre el comité de recepción. Sólo había indios “todos desnudos como su madre los parió”. La ropa era lo de menos. Lo de más era el oro que empezaron a buscar tan pronto pusieron pie en tierra. Las arcas de la corona estaba exhaustas y Colón debía inyectarles vil metal. Era su otro compromiso vital.
El chivononón del desembarco en las Indias, se supo primero y accidentalmente en Portugal, donde se había casado en primeras nupcias con dama de media petaca aristocrática, Felipa Moniz Perestrello, a la que utilizó para acercarse a los poderosos.
Eterno visionario, el genovés había tocado primero las puertas de un país hecho para la navegación. Como los portugueses, si bien lo escucharon le dieron con la puerta en la nariz, puso en marcha el plan B y recaló en España.
Colón pidió la luna
Para impresionar a sus posibles patrocinadores tanto en Portugal, como en Inglaterra y ahora en España, había inflado su hoja de vida, proclamándose de noble cuna, egresado de la Universidad de Pavía y veterano marino. Eso sí, para el viaje consiguió marinos que le leyeran la palma de la mano al océano.
La hoja debida agrandada era un truco para poder hablar de tú a tú con quienes podían financiar su utopía. “Pedir la luna para elevar su estatus” denominó Robert Greene, en “Las 48 leyes del poder”, este recurso del padre de Diego y Fernando para hacerse oír.
Aunque para él nada de utopías: era pan comido llegar a Cipango (Japón), luego a la India y tutearse con el Gran Khan navegando hacia el oeste. Algo tan exótico como ir a Tunja por la vía a Leticia.
El genovés se dejó tramar de las narraciones de su paisano Marco Polo. Estaba seguro de que encontrando el camino más corto para llegar a la India podría toparse con cosas que hoy se encuentran en la tienda de la esquina: pimienta, nueces, nuez moscada, clavos. Y otras más escasas, también mencionadas por Polo: perlas, piedras preciosas, brocados, marfil.
Asegura Gombrich que Colón nunca supo que en esa época era más corto ir a la India por tierra que la ruta por mar atravesando los océanos Atlántico y el Índico.
Colón no solo fue descubridor: fue enviado especial, el único a bordo que tiraba pluma. A falta de CNN y redes sociales iba narrando en su detallado diario, en un español a veces enredado y mejorado por fray Bartolomé de las Casas, quien tenía una copia de su diario -el original se extravío- , el día a día de la accidentada travesía iniciada el 3 de agosto de 1492 en Palos de Moguer.
Cualquier periodista habría vendido su alma a Dios por haber estado a bordo. Como a falta de pan buenas son tortas, una vez le pregunté al maestro Germán Arciniegas, cómo habría titulado él una noticia tan descomunal. Respuesta: “Colón desmiente a Platón”. Le agregó este subtítulo: “No hay tal mar tenebroso. El camino está abierto”.
Gracias a los pájaros
Para mantener la calma a bordo, Colón solía mentirles también a sus marineros sobre el número de millas que recorrían. Por ejemplo, el 10 de octubre, 48 horas antes del día D, fue la jornada que más millas recorrieron durante toda la navegación, 59, de las cuales “contó a la gente 44 leguas no más. Aquí la gente ya no lo podía sufrir; quejábase del largo viaje…”.
Para el descubrimiento la ayuda prestada por los pájaros de tierra firme, tampoco se ha agradecido lo suficiente. Antes, los pájaros habían ayudado a los navegantes portugueses: cuando todo estaba perdido aparecían los pájaros que anunciaban que la tierra estaba cerca. Así de simple.
¿Qué podía significar, por ejemplo, la presencia de alcatraces o garjaos en las naves? Lo explica Colón en su diario: Elemental, queridos: eran pájaros que se alejaban hasta 20 leguas de la costa para alimentarse. Regresaban en la noche a tierra firme.
Los pájaros que los iban visitando, y “yerba, mucha yerba”, le decían a Colon y a sus hambrientos pupilos que iban por buen camino. La fe mezclada con pájaros y yerba nos tiene descubiertos.
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