Por Alfonso Carvajal *
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
La primera película que observé de Ingmar Bergman fue Gritos y susurros: un laboratorio de las intimidades humanas. Tres hermanas se reencuentran en un castillo; una tiene cáncer de útero, la otra vive un matrimonio en ruinas, y la tercera, interpretada por la bella Liv Ullmann, refleja la liberación transgresora. Simultáneamente, cada una desnuda su ser, y asistimos a las más intensas pasiones y miserias del ser humano.
Maestro del encierro, y la catarsis interior, el director sueco, funge como un descarnado psicoanalista.
Recuerdo Escenas de la vida conyugal, donde Bergman es un especialista -se casó cinco veces- y en la cual expone el tedio cotidiano, la pérdida de la pasión, la infidelidad, los celos, la tragedia de vivir largamente en pareja. Su rigor en el arte cinematográfico es amplio: primeros planos y densos diálogos redondean la factura de su espíritu sensible. Paisajes interiores de una honda melancolía y afuera una naturaleza expectante, silenciosa, aguarda como una espectadora impasible la tormenta que se avecina.
Al final, los protagonistas somos nosotros, pues trata con hondo ímpetu temas como la muerte: en El séptimo sello, un guerrero que viene maltrecho de las cruzadas juega una partida de ajedrez con la parca a orillas del mar. Desde Un verano con Mónica, un filme de iniciación; El huevo de la serpiente -la anticipación del nazismo- hasta La flauta mágica, en homenaje a Mozart, Bergman exhibió su mirada plural de la existencia. Más de 40 películas atestiguan esta aventura épica que trató de abarcarlo todo, y a su manera lo logró.
En La hora del lobo, en blanco y negro, un atormentado pintor se refugia en una isla con su esposa. Y a las cinco de la madrugada sus fantasmas se liberan en una orgía mental, donde no sabemos qué fuerzas pertenecen al delirio o a la realidad. Escenas surrealistas y hasta de antropofagia inundan de imaginación la pantalla.
Con ocasión de sus cien años de nacimiento vi en la cinemateca Sonata de otoño, un cara a cara entre una madre, Ingrid Bergman, y su hija, Liv Ullmann, en la cual volví a experimentar conmovido su creación profunda y reveladora. Su cine nos incomoda, rompe el espejo, nos muestra la hipocresía y las fragilidades del ego, pero su arte sigue vigente. Fue un hombre que cavó con estética desoladora lo que ocultamos y lo que somos en verdad.
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