Por Juan J. Paz y Miño Cepeda*
Especial para Firmas Selectas de Prensa Latina
“Si el gavilán se comiera,
ay, se comiera como se come al ganao,
yo ya me hubiera comido
al gavilán colorado.
Gavilán pío pío
gavilán tao tao…”
(Canción popular venezolana, de Ignacio Figueredo.)
Este año se conmemora el bicentenario del Congreso de Angostura, inaugurado el 15 de febrero de 1819. Se vivía un momento crucial del proceso independentista de América Latina frente al coloniaje europeo y específicamente el español. Venezuela se convertía en el referente suramericano. Y Simón Bolívar, el Libertador, pronunciaba, en ese Congreso, un magistral discurso en el que esbozaba la naturaleza del nuevo poder republicano por construirse.
El Discurso de Angostura refleja la complejidad de la coyuntura. Venezuela se había liberado de las cadenas coloniales, era necesario construir las instituciones del nuevo Estado pero, al mismo tiempo, era evidente que se contaba con un pueblo sin experiencia alguna para la nueva vida.
Bolívar lo entendió claramente: declinó su mando como “Jefe Supremo de la República” y saludó al Congreso ante el cual hizo entrega de su poder y encomendó el futuro de la nación; señaló que la nueva república debía contar con un Estado centralizado y no federal; que el Ejecutivo tenía que ser fuerte y con autoridad; el Congreso bicameral con un senado hereditario; la Función Judicial con jueces probos; además, se contaba con una fuerza armada consolidada en las batallas por la independencia.
Bolívar admiraba el sistema británico, tanto como el francés y el norteamericano; pero, aunque sugería tomarlos como ejemplo y hasta sostuvo que el congreso venezolano podía seguir la eficacia del parlamento inglés -pero no el federalismo estadounidense-, fue preciso en indicar, tomando a la historia como fundamento, que las instituciones y las leyes debían responder a la específica realidad de los pueblos; y, por tanto, Venezuela tenía que ser sabia en establecer su propio camino.
Era el momento de la construcción de la democracia y de la libertad; pero Bolívar, que advertía la necesidad del imperio absoluto de la ley, argumentó, igualmente, contra la democracia absoluta y contra la libertad absoluta, en pueblos todavía nacientes a la vida republicana. En ese marco también se entiende su rechazo a la continuidad indefinida de cualquier gobernante, que con ese poder solo consagraba la tiranía.
Angostura marcó, entonces, el momento de los grandes pensamientos e ideales sobre los nacientes países latinoamericanos. Por sobre la multiplicidad de países que ya se dibujaban (en su discurso comparaba nuestra situación con la antigua desintegración del imperio romano), el Libertador era consciente de que la unidad aseguraba el mejor futuro, y también clamaba por ella. El Congreso aprobó la formación de la Gran Colombia, con Venezuela ya liberada, y con la mira de la futura y segura liberación de Nueva Granada (Colombia), a la que estaba integrada la Audiencia de Quito (Ecuador).
Ya no solo en Angostura, sino en discursos y escritos posteriores, quedó fijado el ideal de la unión como eje de la vida de Bolívar. Siempre consideró que la Gran Colombia era el primer eslabón para la construcción de la unidad de toda la América antes española, de la que debía excluirse a los Estados Unidos, país al que admiraba seriamente, al mismo tiempo que lo entendía como una potencia peligrosa, a tal punto que llegó a expresar, en carta al coronel Patrick Campbell (1829): “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad”.
Ninguna potencia externa podía intervenir en la marcha de los pueblos liberados, dispuestos a enfrentar cualquier injerencia neocolonial.
Sin embargo, de Angostura al presente, no median solo 200 años, sino una serie de diferencias conceptuales. La unidad de América Latina, el ideal bolivariano por excelencia, ha dejado de ser la preocupación de los gobiernos de derecha y las burguesías internas. Les interesan los tratados de libre comercio, la Alianza Asia-Pacífico, los convenios bilaterales de inversión, los acuerdos con el FMI. No se trata de asegurar países, sino negocios. No interesa la felicidad de los pueblos, que era lo que remarcaba Bolívar, sino los simples beneficios particulares.
En manos de esas mismas derechas políticas y económicas, la democracia y las libertades ya conquistadas, no sirven para construir países con equidad, justicia social, progreso, diversidad y felicidad, sino sociedades al servicio del capital privado, las transnacionales y el imperialismo.
El respeto a la independencia y la soberanía ha dejado de ser el principio rector para las mismas fuerzas antes señaladas. Sin medir las consecuencias históricas, ellas claman hoy contra el gobierno bolivariano de Venezuela y reconocen como presidente a un personaje -como lo ha hecho Lenín Moreno en Ecuador- que bien merece, como lo ha solicitado México, la firme aclaración de su estatus jurídico, al haberse autoproclamado como “legítimo” representante del Ejecutivo, cuando nunca ha sido electo para esa función.
Sin respaldo en la historia de la lucha por la libertad y la soberanía de hace 200 años, las derechas económicas y políticas aclaman la injerencia externa y hasta abogan por la intervención directa. Ni siquiera en la OEA, ni en la ONU, consiguieron el apoyo mayoritario a su “causa”, subordinada ahora a la visión de los EE.UU. Incluso el papa Francisco se ubica en la línea de la sensatez al pronunciarse por el respeto y el diálogo en Venezuela. Y, además, a despecho de las posiciones de las fuerzas capaces de lanzar la violencia y afirmarse en el golpe de Estado, felizmente América Latina ha podido contar con gobiernos como los de Bolivia, Cuba, México y Uruguay, que han salido por los fueros de la dignidad de la región para pedir la solución pacífica, el diálogo y el consenso interno en Venezuela, porque solo su pueblo puede resolver su futuro.
A diferencia de Angostura hace 200 años, en nuestra América Latina, de la mano de las derechas económicas y políticas, y de los gobiernos que las representan, el posicionamiento frente a Venezuela ha marcado un momento de destrucción y no de construcción; uno de división y no de unidad, en el que el sueño de la Patria Grande, con pueblos hermanados, cede el paso a los requerimientos por buenos negocios, subordinación al poder transnacional y la diplomacia imperialista.
De modo que, tal como ocurriera hace 200 años, en Venezuela se juega el futuro de Nuestra América Latina, una región que vuelve a ser amenazada por la intervención y la arbitrariedad. En el bicentenario de Angostura, Nuestra América Latina tiene que revalorizar los principios de sus luchas históricas y, bajo ese manto, reconocer que Venezuela, cuna de los ideales por una patria nueva, tiene en su pueblo la única fuerza capaz de construir su propia dignidad por sobre todas las tormentas.
Quito, 30/enero/2019
ag/jpm