Por José Luis Díaz-Granados*
Especial para Firmas Selectas/Prensa Latina
Octavio Paz vivió en función de la Palabra, con mayúscula. Escribió siempre con la obsesión de escudriñarla, de armarla y desarmarla, de destruirla para enriquecerla, y además, se sumergió en profundos y frondosos océanos lingüísticos, indagando de manera permanente el arcano de esa cifra indeleble, el reino luminoso de tan inconmensurable espesura, la belleza de tan multicolor fosforescencia.
Su vasta obra poética -para no citar su prodigiosa labor ensayística y crítica- está colmada de tales cacerías e indagaciones. Sabedor de que el poeta no tiene más sonoridades, ni susurros, ni coloraciones, ni formas distintas a aquellos signos elementales y sutiles, Paz les da vitalidad y pasión, pero también los apresa, los reta, los contempla con rubor o con rabia, los enfrenta, los ahorca y los resucita sin remordimientos.
¿Palabras? Sí, de aire,
Y en el aire perdidas.
Déjame que me pierda entre palabras,
Déjame ser el aire en unos labios,
Un soplo vagabundo sin contornos
Que el aire desvanece.
También la luz en sí misma se pierde…
Con la palabra poética, Octavio Paz se lanza desde muy joven a la conquista del silencio transparente y furtivo para poblarlo de hechizos sonoros, y como Whitman, espera no cesar hasta la muerte.
* * *
Nacido en Ciudad de México el 31 de marzo de 1914, aprendió desde niño literatura española y francesa. Fue lector precoz de los poetas del Siglo de Oro y más tarde, de la narrativa de Benito Pérez Galdós.
Hijo de mexicano y española, ingresó al Colegio de los Hermanos Maristas y enseguida a un instituto de profesores ingleses. En el bachillerato vino el deslumbramiento: cayó en sus manos la famosa Antología, de Gerardo Diego. O sea que conoció primero la poesía de Pedro Salinas, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, y el mismo Diego, que la de Antonio Machado o la de Juan Ramón Jiménez, aunque ya había leído ampliamente a Rubén Darío y desde luego a los modernistas mexicanos.
El joven Paz asimiló con prontitud tan disímiles influencias y no tardó en encontrar su propia voz:
Inmóvil en la luz, pero danzante
Tu movimiento a la quietud que cría
En la cima del vértigo se alía
Deteniendo, no al vuelo, sí al instante.
Luz que no se derrama, ya diamante,
Fija en la rotación del mediodía,
Sol que no se consume ni se enfría
De cenizas y llama equidistante.
Tu salto es un segundo congelado
Que ni apresura el tiempo ni lo mata:
Preso en su movimiento ensimismado
Tu cuerpo de sí mismo se desata
Y cae y se dispersa tu blancura
Y vuelves a ser agua y tierra obscura…
A los 18 años leyó por casualidad unos textos del surrealista francés André Bretón, en los cuales relata el ascenso al Pico de Teide, en Tenerife. “Este texto-confiesa el mismo Paz-, me abrió las puertas de la poesía moderna”.
Y agrega: “Fue un arte de amar, no a la manera trivial de Ovidio, sino como una iniciación a algo que después la vida y el Oriente me han corroborado: la analogía o mejor dicho, la identidad entre la persona amada y la naturaleza”.
Son años de febril actividad creadora y de rebeldía estudiantil. En 1934 llegó a México el poeta español Rafael Alberti, quien, acompañado de su esposa la también escritora María Teresa León, dictó una serie de recitales poéticos que llenaron de asombro al joven mexicano.
Quedó seducido no solamente por la belleza oceánica de la poesía del andaluz sino por sus vibrantes ideas revolucionarias. Fue tal el embrujo experimentado que no tardó en trasladarse a la península de Yucatán, donde fundó y dirigió con vehemente pasión bolchevique una escuela para los hijos de los obreros de esa región.
En París, en 1937, el ya consagrado poeta chileno Pablo Neruda tuvo noticias de los aciertos líricos del joven mexicano y no dudó en invitarlo a participar en el II Congreso en Defensa de la Cultura, que se llevó a cabo en diversas ciudades de la España en guerra. Tenía 22 años “y un lucero en la mano”: el poema combativo ¡No pasarán!, contra el fascismo amenazante.
“Al llegar a París -escribió Paz- me encontré en el andén con Pablo Neruda, que me esperaba. Con él estaba Louis Aragón. Esa misma noche me encontré al otro polo de Neruda: César Vallejo”.
Años después, las ideas políticas antagónicas distanciaron al chileno y al mexicano. Siendo Neruda cónsul general en México en 1942 enfrentó ataques agresivos de Paz y la amistad terminó de manera abrupta. Cada uno siguió su luminoso camino en la literatura de habla hispana y ambos, poderosos ángeles tutelares de la poesía, fueron reconocidos con el Premio Nóbel de Literatura cuando iniciaban el invierno de sus vidas.
* * *
A finales de la década del 40 y a comienzos de la del 50, la poesía de Octavio Paz adquiere una expresión inequívoca. Con la publicación de Libertad bajo palabra, “mi verdadero primer libro”, como él mismo lo afirma, se consolida una voz única, inconfundible, que indaga, que reflexiona y juega:
Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.
Este libro -que a su vez recoge cinco breves volúmenes: Bajo tu clara sombra, Calamidades y milagros, Semillas para un himno, ¿Águila o sol? y La estación violenta-, es una extensa suma de vivencias, obsesiones, alucinaciones e influencias asimiladas y depuradas. Una especie de hermoso híbrido, de hierática coral, donde el poeta celebra sus ceremonias en un taller que se recrea continuamente, se deshace y rehace, en prosa poética, en haikús -más cercanos a José Juan Tablada que al cantor japonés-, en poemas de arte mayor y condensaciones milagrosas, en fin, en líneas donde parece que de manera permanente estuviera naciendo la palabra, la primera palabra, la sombra incendiada que reinventa la luz:
¿La ola tiene forma?
En un instante se esculpe
Y en otro se desmorona
En la que emerge, redonda.
Su movimiento es la forma…
O en la confrontación con su propio duende:
Las palabras: Dales la vuelta,
Cógelas del rabo (chillen, putas),
Azótalas, dales azúcar en la boca a las rejegas,
Ínflalas, globo, pínchalas,
Sórbeles sangre y tuétanos,
Sécalas,
Cápalas,
Písalas, gallo galante,
Tuérceles el gaznate, cocinero,
Desplúmalas,
Destrípalas, toro,
Buey, arrástralas,
Házlas, poeta,
Haz que se traguen todas sus palabras.
En esos años de plenitud creadora, Octavio Paz viaja a los Estados Unidos donde trabaja como profesor y en doblajes de películas. Conoce a Robert Frost y a Jorge Guillén y durante dos días que denomina de delirante poesía, crítica, chismes y fantasías perversas, comparte con Juan Ramón Jiménez y con su esposa Zenobia Camprubí.
Viaja a París donde ejerce un cargo diplomático y trata íntimamente a dos de los fundadores del surrealismo: Benjamín Peret y André Bretón. En 1950 publica El laberinto de la soledad, indeleble ensayo que se podría denominar como el supremo santo y seña de México, junto con La X en la frente de Alfonso Reyes y La región más transparente de Carlos Fuentes.
Años más tarde viaja al Oriente. India y Japón son los primeros itinerarios de aquella extensa travesía que nunca habría de terminar. Traduce los haikús de Bashó y adapta algunas obras de teatro de Yukio Mishima.
A su regreso a México, en 1953, despliega una intensa actividad: escribe y publica poemas, ensayos, notas críticas, textos de viva polémica, lo mismo que presenta al público numerosos artistas y pintores. Concluye una pieza teatral, La hija de Rapaccini, basada en un cuento de Nathaniel Hawthorne; publica El arco y la lira, Las peras del olmo, La estación violenta. Esta última colección, que es la quinta parte de la edición definitiva de Libertad bajo palabra, trae su poema fundamental: Piedra de sol, indiscutible joya de poesía moderna y uno de los poquísimos textos líricos donde la lengua que hablamos los hispanoamericanos otorga lo mejor y lo más profundo de su sustancia arterial:
Voy por tu cuerpo como por el mundo,
Tu vientre es una plaza soleada,
Tus pechos dos iglesias donde oficia
La sangre sus misterios paralelos,
Mis miradas te cubren como yedra,
Eres una ciudad que el mar asedia,
Una muralla que la luz divide
En dos mitades de color durazno,
Un paraje de sal, rocas y pájaros
Bajo la ley del mediodía absorto…
Alegoría mexicana de primer orden, este poema está compuesto de 366 versos que corresponden a los días del año en el calendario azteca. No tiene principio ni fin, es circular como la eternidad, es una gloriosa enumeración caótica (y diría yo, aventurando un neologismo: caóptica), pues como en una película cinematográfica van y vienen las estancias, las imágenes, las historias, los rostros, los recuerdos…
Quiero seguir, ir más allá, y no puedo:
Se despeñó el instante en otro y otro
Dormí sueños de piedra que no sueña
Y al cabo de los años como piedras
Oí cantar mi sangre encarcelada
Con un rumor de luz el mar cantaba
Una a una cedían las murallas
Todas las puertas se desmoronaban
Y el sol entraba a saco por mi frente
Despegaba mis párpados cerrados
Desprendía mi ser de su envoltura
Me arrancaba de mí, me separaba
De mi bruto dormir siglos de piedra
Y su magia de espejos revivía
Un sauce de cristal, un chopo de agua,
Un alto surtidor que el viento arquea
Un árbol bien plantado más danzante
Un caminar de río que se curva
Avanza, retrocede, da un rodeo
Y llega siempre…
Otros poemas representativos de esta etapa tienden al deslumbramiento -sueño-juego-palabra-, por ejemplo, “Niño y trompo”:
Cada vez que lo lanza
Cae justo
En el centro del mundo.
O éste:
Me vi cerrar los ojos
Espacio, espacio
Donde estoy y no estoy.
En 1962 publica uno de sus más hermosos libros de poesía, Salamandra. Ese mismo año viaja a la India, donde poco tiempo después será nombrado embajador, y se casa con Maríe-José Tramini (años atrás había contraído matrimonio con la escritora Elena Garro):
Tu cuerpo es un diamante
¿dónde estás?
Te has perdido en tu cuerpo…
Otros poemas de este libro fulgurante:
Negro el cielo
Amarilla la tierra
El gallo desgarra la noche
El agua se levanta y pregunta la hora
El viento se levanta y pregunta por ti
Sales por mi boca
Duermes en mi sangre
Y despierto en tu frente…
* * *
Te hablaré un lenguaje de piedra
(respondes con un monosílabo verde)
Te hablaré un lenguaje de nieve
(respondes con un abanico de abejas)
Te hablaré un lenguaje de agua
(respondes con una canoa de relámpagos)
Te hablaré un lenguaje de sangre
(respondes con una torre de pájaros)…
La década de los 60 está marcada por una clara influencia de la literatura y filosofía orientales. En Sólo a dos voces, libro dedicado a su entrañable amigo, el poeta colombiano Jorge Gaitán Durán, da fe de este destino -tal vez atávico o redescubierto-, al igual que en Ladera Este y Hacia el comienzo, donde Paz recrea, experimenta, retoza y se aproxima a una poesía visual.
Vendrán innumerables tentativas en las que Octavio Paz manifiesta una vez más su adhesión torrencial a la palabra, su vocación ritual, su inmersión en la fiesta eterna de la poesía. Blanco, Topoemas, El mono gramático, Vuelta y Pasado en claro son una prolongación estética de su alma febril y traviesa.
En octubre de 1968 renuncia a su cargo de embajador en la India en señal de protesta por la masacre de Tlatelolco perpetrada por el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz.
Viaja a París y allí consolida su amistad con Julio Cortázar. Escribe Renga, experiencia creadora consistente en la elaboración de un solo poema compuesto por estrofas de tres y dos líneas, en compañía de Eduardo Sanguinetti y Charles Thomlinson, y luego sobrevendrán nuevos libros de poesía, ensayos, reflexiones -la apasionante semblanza de Sor Juana Inés de la Cruz, entre otras-, revistas, viajes, conferencias, encuentros, polémicas y divergencias con intelectuales de todas las latitudes y tendencias ideológicas.
Y vendrán también las apoteosis: el Premio Cervantes en 1981, el Premio Nobel en 1990. Pero siempre, frente a él, detrás o adentro, la Palabra, el sagrado signo de su obra, la suprema obsesión de su residencia de la tierra:
El comienzo
El cimiento
La simiente
Latente
La palabra en la punta de la lengua
Inaudita
Inaudible
Impar
Grávida
Nula
Sin edad
La enterrada con los ojos abiertos
Inocente
Promiscua
La palabra
Sin nombre
Sin habla…
ag/jdg