Por Guillermo Castro H. *
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
En lo más cercano, cuando hablamos del tiempo, nos referimos al cronológico, aquel que carece de sentido propio pues se limita a medir la duración de eventos de muy distinta naturaleza. En cambio, al referirnos al tiempo histórico, le otorgamos un sentido que viene del transcurrir del desarrollo de la especie humana, en su doble dimensión natural y social.
De lo social viene que todos los seres humanos sean iguales ante el tiempo, pero unos más iguales que otros, pues disponen de los medios para asignarle significado y valor. Pensemos, si no, en la prolongada vigencia, aún no extinta, de la medición del tiempo a partir del nacimiento de Cristo, con todas sus paradojas. ¿Cuál es, por ejemplo, el antes y el después de la civilización china, mucho más prolongada y contínua que la que se llama a sí misma Occidental porque, además del control del tiempo, lo ha tenido del espacio del siglo XVIII acá?
¿Y el A.C. y D.C. de nuestra América, que significan, al mismo tiempo, antes y después de Cristo y de la Conquista de Abya Yala por los europeos de todo pelaje? Y eso por no hablar de aquellos tantos que comparten con nosotros el siglo XXI, pero habitan en cualquier lugar del tiempo entre el XIV y el XIX.
Todo esto debe ser objeto de reflexión, precisamente para asignarle valor y sentido a nuestro tiempo. El tiempo cronológico tiene la virtud de su precisión, como el histórico la de su flexibilidad. Así pudo Fernand Braudel referirse a un siglo XVI “largo” -que abarca de 1450 a 1650 como período de transición entre las edades Media y Moderna-, como puede su colega y amigo, Immanuel Wallerstein, prever desde hace 40 años el fin del sistema mundial capitalista en algún momento de los siguientes 50.
Comprender estas hechos tiene su importancia. Nuestras visiones del mundo sustentan, como afirmara Gramsci, una ética correspondiente a su estructura, que define nuestra actitud y actividad ante el tiempo que nos ha correspondido vivir.
Así, por ejemplo, el medievalista italiano Pierluigi Licciardello nos recuerda que la Alta Edad Media “hereda de la civilización de la Antigüedad tardía tres diferentes concepciones del tiempo.” La primera, sostiene, “es el tiempo lineal, progresivo, de los años y los siglos, contados a partir de la encarnación de Cristo. Es un tiempo secuencial pero no homogéneo: la encarnación, la intervención de lo divino en la historia, lo divide en dos, dándole sentido y significado.”
Otro es “el tiempo cíclico, el tiempo de la renovación periódica y el eterno retorno”, propio de la liturgia, que vuelve sobre sí mismo y concluye, recomenzando cada vez un nuevo ciclo. Y está finalmente el tiempo escatológico, que anula la historia” en un presente infinitamente dilatado, que tendrá lugar con el retorno de Dios en el día del Juicio Final, la resurrección de los muertos y la vida eterna.” En suma -concluye- para el hombre medieval la historia es,” en su sentido más profundo, historia de la salvación”.[i]
A ese tiempo siguió el de la modernidad capitalista, cuya unidad cronológica fundamental es el tiempo de la circulación del capital. Ese tiempo tiene sus historias, a las que se refiere James O’Connor en su ensayo “¿Qué es la historia ambiental? ¿Por qué historia ambiental?”[ii].
Para O’Connor, es posible “descodificar la lógica de la escritura histórica” vinculándola a la del desarrollo del capitalismo. Con ello, la redacción occidental moderna comienza con la historia política, jurídica y constitucional; pasa a la historia económica entre mediados y fines del siglo XIX; se vuelca a la social y cultural a mediados del siglo XX, y culmina en la ambiental a finales de éste, al calor de “la capitalización de la naturaleza, o la creación de una naturaleza específicamente capitalista, y las luchas por la misma.”
La organización del tiempo histórico que propone O’Connor expresa el transcurrir de un proceso de desarrollo desigual y combinado, que opera a escala planetaria, vinculando entre sí los destinos de una gran diversidad de sociedades. A esa escala, “cuando nuevas luchas sociales refuerzan asuntos hasta entonces reprimidos … para que se asomen a la superficie de la conciencia social o pública, aparecen nuevos tipos de escritura histórica”. Se produce así -y a esa escala- “un diálogo entre las inquietudes y las experiencias del pasado y del presente”, que incluye también el futuro, pues “la escritura histórica actual contribuye a definir los modos en que cambia el mundo.”
Las reiteradas advertencias de Martí sobre la unidad fundamental entre la historia social y la natural expresan el enorme potencial de las culturas de nuestra América para contribuir a que se entienda que todos los tiempos que podamos imaginar forman parte de uno solo: el de la Tierra y su biosfera, comprendida hoy como nunca a partir de su transformación progresiva en noosfera.
El sentido de nuestro tiempo se define, así, sobre una premisa fundamental: aquí, entre nosotros, no hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino “entre la falsa erudición y la naturaleza.”[iii] Estamos construyendo en verdad el mundo nuevo de mañana en lo que, para tanto criollo exótico, sigue siendo apenas -y para su desdén y desánimo-, el Nuevo Mundo de anteayer.
ag/gc
Referencias bibliográficas
[i] Licciardello, Pierluigi: “La historiografía”, en Eco, Umberto (Coordinador), 2015: La Edad Media. I. Bárbaros, cristianos y musulmanes. Fondo de Cultura Económica, México, 559-560.
[ii] en Natural Causes. Essays in ecological Marxism. The Guilford Press, New York London, 1998. Traducción de Guillermo Castro H. Panamá, 2000.
[iii] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891.Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 17.