Por Oscar Domínguez G.
Se sienten cómodos en el anonimato. La vanidad no es su fuerte. Practican la discreción. Tienen el bajo perfil por cárcel. Son necesarios e imprescindibles como el agua y el pan.
El corrector de textos logra que quienes garrapateamos cuartillas, pasemos por duchos en el manejo del idioma. Nos salvan de que escribamos baca con b de burro; o que confundamos cualquier verbo con un vagón del metro. Nos enseñan a utilizar bien el esquivo y para muchos inútil punto y coma.
Impiden que palabras graves se vuelvan esdrújulas y que las esdrújulas no pierdan su brújula.
Supongo que nos tienen clasificados a los escribas: este tipo se enguarala poniendo una diéresis, aquel es incapaz de encontrar el adjetivo adecuado, fulano no da pie con bola a la hora de los adverbios.
El de más allá se repite cada quince días, reincide en los chistes pésimos cada tanto, no sale de sus autores preferidos menganos y peranos. No respeta la concordancia. De pronto se ahorra el crédito. O se lo roba, como cualquier aspirante a la Registraduría.
Los defensores del lenguaje no nos leen: nos padecen. Mi sentido pésame.
Así como internet y el correo electrónico acabaron con los carteros, de la misma forma los correctores automáticos de los computadores, se empeñan en acabar con esta tribu de románticos que velan porque no agarremos la luenga lengua a las patadas.
El 28 de octubre la logia de los correctores celebra su fiesta clásica. Un día como ese nació su patrono, el “coloso de Ro…tterdam“, como bautizó Fernando Arrabal a Erasmo de Rotterdam. (Aquí habría una errata porque los días 26 y 27 de octubre reclaman la paternidad del nacimiento de Fray Erasmo).
(Propongo santo propio: Clemente Manuel Zabala, el implacable corrector del Nobel García Márquez cuando se inició como reportero en El Universal de Cartagena).
Los correctores que ejercen el apostolado de hacer desaparecer erratas, no salen a la calle sin haberle prendido una velita a su gurú holandés.
Y cuando les llegan ladrillos, como esta columna, afilan el bisturí gramatical para extirpar equivocaciones como si fueran próstatas averiadas.
Ejercen una especie de medicina gramatical preventiva. Miran con lupa. En algunos diarios antes tenían que leer hasta los clasificados, el cementerio de obituarios, los edictos, generalmente redactados en imposible letra pequeña para que no los lea ni un preso.
Cuando aparece publicado un error nuestro solemos decir, salidos de la ropa: “Eso debió haberlo visto el corrector. Para eso le pagan“. Pero cuando nos enmiendan correctamente la plana, callamos la jeta. Son las arbitrarias reglas de juego.
En muchas ciudades del mundo correctores o ciudadanos de la llanura salen a la calle el 28 de octubre a cazar gazapos. Y los señalan ruidosamente.
Felicitaciones y gracias a los que nos prestan sus luces. Deberíamos invitarlos a un trago por exabrupto cuadrado. Aunque mejor no: el guayabo sería monumental. Tampoco alcanzaría la quincena.
ag/odg