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sábado 23 de noviembre de 2024

Siempre estoy llegando a La Habana

Por Víctor Ego Ducrot *

Para Firmas Selectas de Prensa Latina

 

A esa piba de mis amores, siempre hermosa, escondedora de retozos. Porque mi barrio era así, así, así; es decir qué sé yo si era así, pero yo me lo recuerdo así, con Giacumin, el carbuña[1] de la esquina, que tenía las hornallas llenas de hollín, y que jugó siempre de jas izquierdo al lado mío; siempre, siempre, tal vez pa’ estar más cerca de mi corazón. Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio; cuándo, pero cuándo, si siempre estoy llegando, y si una vez me olvidé, las estrellas de la esquina de la casa de mi vieja, titilando como si fueran manos amigas me dijeron: gordo, gordo, quedáte aquí, quedáte aquí.

Ser porteño, es decir habitante consciente de Buenos Aires -más allá de tu lugar de nacimiento- atesora algunas, muy pocas, gracias divinas, que no son dádivas de dios alguno sino insondables misterios. Una de ellas es el tango y. dentro de esa infinita constelación, el bandoneón de Aníbal Troilo “Pichuco”, quien se fue hace mucho pero nos dejó su arte; y de él es la composición con cuya letra comencé este texto: “Nocturno a Mi Barrio” (1956).

Otra es esa suerte de pasión melancólica que cuidamos como tesoro, aunque tantas veces se nos rían y otras nos traten de colifas, que entre nosotros es piantaos, o mejor escrito locos; gracias a la cual entre memoria y amor siempre revolcamos todo como en un merengue, pasado, presente, lo que no fue y lo que quizá nunca será. Hacía muy poco que Troilo había escrito “Nocturno a Mi Barrio”. Hacía muy poco que a Perón lo habían derrocado tras una masacre de aviones y bombas en la Plaza de Mayo, obra de la derecha más reaccionaria que anida entre nosotros.

Fue entonces que aprendí a leer con mi primer maestro. Se llama Emilio Salgari y gracias a él, al veronés eterno, a Sandokan, a Tremal Nike y a Yañez,  me enamoré del mar, y de las causas que creo justas, hasta la victoria o no, porque la victoria está en la persistencia. Y gracias a ellos también, desde pibe nomás, siento un odio creativo por los mandamás, por el Imperio.

Poco después comencé a oír acerca de un  Fidel, que ojalá pueda acabar con ese hijo de puta de Batista, decía otro de mis maestros, un anarco que dejó la vida del sentido ordenado para deambular entre las vías del ferrocarril suburbano. Pasó el tiempo y me encontré saliendo del colegio en marcha por la muerte del Che. Más tarde la Revolución crecía como posibilidad dentro de nosotros, en las aulas y pasillos de la Universidad.

Hacía rato que había gozado con mis primeros besos. Fue durante un baile en casa de ella, el primero con “un lento” de The Beatles. El segundo en el jardín de esa misma casa y esa misma noche, cuando sólo quedábamos algunos escuchando boleros. Sonó “aunque tú me has echado en el abandono, aunque tú has muerto todas mis ilusiones, en vez de maldecirte con justo encono, en mis sueños te colmo, en mis sueños te colmo de bendiciones… Y lloro sin que tú sepas que el llanto mío, tiene lágrimas negras, tiene lágrimas negras como mi vida ( Miguel Matamoros).

Alejo Carpentier y José Lezama Lima eran lecturas de todos los días. Ya supe entonces de La Habana como también mi lugar, aunque aún no había puesto un pie sobre sus calles. Y un día llegué, gracias a la vida que me ha dado tanto y gracias a este oficio que cierta vez me llevó a La Habana; a este oficio digo, del escribir todos los días, para fulguraciones entre algoritmos hoy, pero para papeles y telégrafos en un principio.

De aquella primera aproximación llevo pegada sobre mi cara la humedad en el aire del Malecón, a media noche frente al  hotel Riviera. Y volví para quedarme a vivir durante algunos años, esos que me permiten contarle al piberío acerca de una vida diferente que fue posible, no sin dificultades pero en la cual la esperanza era tangible como los cafecitos, y uso el diminutivo porque ocurren que eran en pocillos breves, sobre la Rampa.

Como los moros y cristianos  en casa de mis más queridos amigos habaneros, sobre la calle Gervasio, en Centro Habana y sus fiestas de vecinos.

Como mis ditirambos sobre filosofías y puertos, a ron seco en el bar de  la calle Obispo.

Como lo amores y desprendimientos de cada día.

Como los atardeceres, sentado en el Paseo del Prado.

Como las fugas hacia Cojímar, para beber y comer en la vieja Terraza.

Como el cañonazo de las nueve, mientras leía en el balcón del trece efe de ese libro abierto (el Focsa), que parece edificio, en El Vedado.

Como infinitas caminatas, partidas hacia Regla o sobremesas acodadas entre vasos.

Como desfiles de alegrías entre amigos entrañables por siempre, y por qué no entre algunas antipatías, que quien no se las gana en vida no tendrá tiempo de recordarlas con burlas y muecas en muertes.

Y son tantos los recuerdos que necesitaría un libro y no el presente breviario, pero para colmo de fortunas desde que mudé para otras costas, de tanto en tanto vuelvo y arranco a pie por el Malecón habanero, y para el puerto, como si nunca me hubiese ido.

Y son tantos los presentes que tengo una hija que fue pionera; una hija de ella a quien le cuento de aquellos días, que son estos; otro nieto que también tiene abuelo y abuela en la ciudad  de Santa Clara, en el centro de la isla; y un otro que en cualquier momento aterriza en el aeropuerto de Rancho Boyeros, porque siempre le digo cuando yo sea grande quiero ser como vos, viajero, y volver a La Habana.

Y, por último, un descubrimiento de hace muchísimo. ¡Qué parecidos somos habaneros y porteños!, tema que da para otro libro, si me diese el cuero, como decimos los de por aquí abajo, al Sur.

Será por eso que a ella, a la cumpleañera bonita, que no de quince sino de quinientos, puedo cantarle como en el tango del comienzo de todo: alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio, cuándo, pero cuándo, si siempre estoy llegando.

ag/ved

 

*Periodista, escritor y docente universitario argentino.

[1] carbonería

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