Por Guillermo Castro H.*
La colonialidad, en tanto que visión del mundo dotada de un sistema de conductas acorde a su estructura, opera a través de modalidades históricas de organización de la cultura y el trabajo intelectual. En lo que atañe a su vínculo con el extractivismo, característico de las economías de nuestra América, cabe plantear dos cosas.
Una, que ese vínculo se ha expresado en nuestra cultura a través de la aceptación de una incapacidad asumida como natural para pensarnos e imaginarnos, incluso fuera del lugar y las funciones que nos fueron impuestos a partir de nuestra incorporación al proceso de formación y las transformaciones del mercado mundial, del siglo XVI a nuestros días.
La otra: la cultura de la naturaleza en nuestra América expresa hoy la crisis que enfrentan las sociedades latinoamericanas en sus relaciones con el mundo natural, en la medida en que el deterioro de ese sistema mundial favorece que afloren, con renovada energía, las viejas contradicciones y conflictos no resueltos entre las culturas de los conquistados y los conquistadores del siglo XVI, así como las de los expropiadores y los expropiados de la Reforma Liberal del XIX, y las que enfrentan hoy a quienes promueven la transformación del patrimonio natural de nuestras fronteras interiores en capital natural y aquellos que se resisten a esa transformación.
A la par, la crisis de las visiones acerca de ese mundo y esas relaciones es, también, la de las formas de organización de la cultura y el trabajo intelectual que permitían su reproducción constante. En esa crisis, en primer lugar, está la fractura de las formas de organización de la cultura entre quienes dominan y quienes padecen el modo de organización de las relaciones entre nuestras sociedades y su entorno natural.
Esta fractura se expresa en la coexistencia, a veces pasiva a veces antagónica, entre una cultura dominante, que ha evolucionado en torno a ideales de lucha de evidente filiación Noratlántica -como la de civilización contra barbarie, primero; del progreso contra el atraso, después, y finalmente del desarrollo contra el subdesarrollo-, así como un conjunto de culturas subordinadas, sobre todo de origen indo y afroamericano, que han desarrollado, desde otras raíces, visiones de un mundo en que las relaciones de los seres humanos con la naturaleza lleguen a ser tan armónicas como las de los seres humanos entre sí.
En el origen de esta fractura está el hecho -señalado por Antonio Gramsci a comienzos de la década de 1930-, que las estructuras fundamentales de organización de la cultura en nuestras sociedades, hasta fines del siglo XX, fueron las correspondientes a “la civilización española y portuguesa de los siglos XVI y XVII, caracterizada por la Contrarreforma y el militarismo”, cuyas categorías de intelectuales dominantes las constituyeron “el clero y el ejército”y, cabría agregar, la de los letrados al servicio de la administración colonial.
Eso ayuda a entender la ausencia en nuestra América, a lo largo de los siglos XVIII y XIX, de una intelectualidad de capas medias vigorosa y bien educada, capaz de expresar el interés general de sus sociedades. Aquí, en efecto, no existieron las condiciones que permitieron en el mundo Noratlántico la actividad de pensadores como Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson, o científicos de extracción modesta como Alfred Russell Wallace, que actuaran por derecho propio como interlocutores con sus pares de origen social más elevado, como Charles Darwin. Por el contrario, nuestra cultura de la naturaleza nació y se desarrolló escindida, hasta bien entrado el siglo XIX.
De ahí, por ejemplo, que en las grandes obras de la narrativa culta que expresan el proceso de formación de nuestras modernas identidades nacionales -desde La Vorágine, de José Eustacio Rivera y Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, hasta Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, y La Casa Verde, de Mario Vargas Llosa-, la naturaleza figure como un elemento amenazante, que finalmente escapa a todo control racional, mientras la cultura popular tiende a un tono de celebración y coexistencia respetuosa, que llega a alcanzar una dramática delicadeza en lo que va de los Versos Sencillos, de José Martí, a Los Ríos Profundos, de José María Arguedas, por mencionar algunos ejemplos.
La obra de José Martí, en particular, expresa su empeño en crear las formas de organización de la cultura que demandaba la formación de un nuevo bloque histórico -en Cuba como en nuestra América-, capaz de vincular entre sí al campesinado, la población indígena, los trabajadores urbanos, los sectores emergentes de capas medias y aquellas fracciones de una vieja oligarquía en proceso de aburguesamiento, que se interesaban en promover el desarrollo de mercados internos vigorosos en nuestros países.
En ese empeño destaca, por ejemplo, el ensayo Nuestra América, de 1891, verdadera acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad, en el que la naturaleza adquiere un claro carácter de categoría cultural y política, para ser construida desde la realidad que expresa.
En Martí, esa construcción tiene tres vertientes de especial importancia. Una, la crisis del liberalismo latinoamericano del último cuarto del siglo XIX, que desembocaría en el ciclo revolucionario que recorrería nuestra región entre las décadas de 1910 y 1930.
La otra, el diálogo constante, durante su exilio en Nueva York entre 1881 y 1895, con la obra de autores autores como Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman -vinculados con las mejores tradiciones democráticas de la sociedad norteamericana-, Y la tercera, y más importante, su voluntad de trascender los límites de la racionalidad colonial, como lo expresa de manera tajante al decir que no hay entre nosotros “batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.
En nuestra América, la intelectualidad moderna que anuncia Martí sólo viene a cobrar forma con la expansión industrial y el desarrollo urbano característicos de la segunda mitad del siglo XX. De la década de 1970 en adelante, ya alentaban en ella visiones del mundo que no reconocían el mero crecimiento económico como evidencia de los frutos del progreso y del avance hacia la civilización a través del desarrollo. Por el contrario, expresaban una creciente inquietud hacia el carácter, a todas luces insostenible, de ese desarrollo basado en la ampliación constante de la exportación de materias primas para otras economías.
Este proceso de maduración cultural ha experimentado un creciente impulso en el siglo XXI. Desde arriba, la región ha conocido un notorio crecimiento de la institucionalidad ambiental, que ha trasladado al interior de los Estados -sin resolverlo- el conflicto entre crecimiento económico extractivista y sostenibilidad del desarrollo humano.
Desde abajo, la resistencia indígena y campesina a la expropiación de su patrimonio natural, y la lucha por sus derechos políticos, se combina con la lucha de los sectores urbanos medios y pobres por sus derechos ambientales básicos. Esto anima el desarrollo de un ambientalismo contestatario, en el que ha ido tomando cuerpo una corriente de actividad intelectual que, tanto desde las Humanidades como desde las ciencias y las artes, expresa lo que Enrique Leff ha llamado el “nuevo pensamiento ambiental” de la región.
Formada en lo mejor de la tradición académica occidental, y en estrecho contacto con los nuevos movimientos sociales de la región, esa corriente ha conseguido articular el ambientalismo latinoamericano con el global, por un lado, mientras por el otro lo ha hecho con los procesos de transformación política, social, cultural, ambiental y económico que están en curso en toda la región.
De este modo participa hoy, junto a colegas de todo el mundo, en el desarrollo de campos y estructuras nuevos del conocer como la historia ambiental, la ecología política y la economía ecológica, y su producción en todos ellos constituye, ya, parte integrante de la cultura ambiental que surge de la crisis global.
En nuestra América, como vemos, la crisis ambiental es parte de un período de transición en el que emergen nuevamente viejos conflictos no resueltos en el contexto de situaciones enteramente nuevas y va tomando forma una cultura de la naturaleza que combina reivindicaciones democráticas de orden general con valores y visiones provenientes de las culturas indígenas, afroamericanas y mestizas. Esa cultura toma forma desde el diálogo y la confrontación entre sus propios componentes, y su enfrentamiento con políticas y visiones de fuerte impronta colonial y utilitaria.
Aquí, todo el pasado actúa en todos los momentos del presente originando un proceso de extraordinario vigor y diversidad en la creación de opciones para garantizar la sostenibilidad del desarrollo humano en nuestra América.
En esta perspectiva, la dimensión cultural de la crisis -aquélla en que se formulan las preguntas nuevas que estimulan el desarrollo de respuestas innovadoras- no es un mero añadido a sus dimensiones ecológica, económica, tecnológica, social y política, sino la expresión más acabada de las interacciones entre todas ellas.
De ello emerge ya en nuestra cultura de la naturaleza una conclusión política que puede ser tan estimulante para unos como inquietante para otros, pero ineludible para todos: en la medida en que el ambiente es el resultado de las interacciones entre la sociedad y su entorno natural a lo largo del tiempo, si se desea un ambiente distinto es necesario crear sociedades diferentes.
Este es el desafío fundamental que nos plantea la crisis ambiental, en nuestra América como en cada una de las sociedades del planeta. Precisamente por eso, las transformaciones, conflictos, rupturas y opciones de salida que ocurren en el ordenamiento socio-ambiental de la región, en la transición del siglo XX al XXI, definen también los términos de su participación en la crisis ambiental global, y plantean problemas que deben ser resueltos desde ésta, en diálogo y concertación con el resto de las sociedades del planeta. Cambiamos con el mundo, para ayudarlo a cambiar.
ag/gc