Por Guillermo Castro H.
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
“Injértese en nuestras repúblicas el mundo,
pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas.
Y calle el pedante vencido que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.”
José Martí, 1891[1]
¿De dónde viene nuestra América, adónde va? Ha sido, será constante la batalla de ideas en torno a estas preguntas, desde que José Martí publicara su ensayo Nuestra América, en México y Nueva York en enero de 1891. En el expresó, expresa a un tiempo, la crítica al Estado Liberal Oligárquico en que había encontrado forma primera la independencia de nuestras repúblicas y la propuesta de una revolución liberal democrática que emanaba de esa crítica, sintetizada en la advertencia de que:
Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. […] La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros -de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen- por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia.[2]
No en balde se ha llamado a Nuestra América el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad, cuyo primer momento ocurrió con la transformación de la segunda fase de la guerra de independencia nacional de Cuba -librada entre 1995 y 1898- en una contienda de liberación nacional frustrada por la intervención militar y la ocupación de la Isla por los Estados Unidos entre aquel año y 1902.
A eso sucedió todo lo que fue, de la Revolución Mexicana de 1910-1917 a la defensa de la Nicaragua ocupada por el ejército popular que encabezara Augusto César Sandino, hasta culminar en los regímenes de amplia base popular que, en México como en Argentina -con Lázaro Cárdenas y Juan Domingo Perón- culminaron el ciclo de nuestra primera juventud.
Fue en el corazón de ese período convulso, también, que se dieron los pasos iniciales hacia la primera madurez de nuestras luchas por trascender nuestro marco liberal de origen, y avanzar hacia una revolución que fuera democrática por lo popular que llegara a ser. Y en esta etapa nueva correspondió un papel de primer orden al marxista peruano José Carlos Mariátegui, nacido un año antes de la muerte de Martí y que fallecería en 1930, en plena etapa ascendente de la revolución democrática en nuestra América.
Mariátegui participó en el primer movimiento regional de apertura al marxismo y de paso a las formas iniciales de lucha por el socialismo en nuestra América, en el que coincidió con otros intelectuales como el argentino Aníbal Ponce (1898-1938) y el cubano Juan Marinello (1898-1977). Si Ponce desempeñó un papel de primer orden en la difusión del pensar marxista en nuestra América, a Mariátegui le correspondió hacer de ese pensar una herramienta para dar cuenta de la formación histórica de nuestras sociedades, y de su lugar, su función y su futuro en el marco del sistema mundial creado por el capitalismo entre los siglos XVI y XIX.
Hoy, en efecto, podemos ver que Mariátegui -y sobre todo en su libro clásico 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana, publicado en 1930- utilizó aquel pensar para comprender y explicar al Perú como una formación económico-social en desarrollo, en el sentido en que Marx señaló en sus notas preparatorias para la elaboración de El Capital, que
En todas las formas de sociedad existe una determinada producción que asigna a todas las otras su correspondiente rango de influencia, y cuyas relaciones por lo tanto aseguran a todas las otras el rango y la influencia. Es una iluminación general en la que se bañan todos los colores y [que] modifica las particularidades de éstos. Es como un éter particular que determina el peso específico de todas las formas de existencia que allí toman relieve.[3]
Dos elementos destacan en esa caracterización inicial de la formación económico-social peruana. Uno se refiere al papel desempeñado por el “espíritu del feudo” en las tareas del desarrollo del capitalismo, expresado en el vínculo entre la hacienda terrateniente, con su masa servil indígena, y los enclaves capitalistas primario-exportadores. Otro, al papel determinante de esa masa indígena en cualquier proyecto de transformación de la sociedad peruana y, en particular, lo que llamó el socialismo indo americano.
Este socialismo no designa una excepcionalidad, sino una particularidad de la sociedad peruana en el mercando mundial. Para Mariátegui, en efecto,
El socialismo ordena y define las reivindicaciones de las masas, de las clases trabajadoras. Y en el Perú las masas, -la clase trabajadora- son en sus cuatro quintas partes indígenas. Nuestro socialismo no sería pues, peruano, -ni sería siquiera socialismo- si no se solidarizase, primeramente, con las reivindicaciones indígenas.[4]
La legitimidad de ese socialismo, decía, se sustentaba en la importancia del problema indígena -que era esencialmente el del acceso a la tierra- en el destino del conjunto de la sociedad. A modo de contraste, señaló que la creación de un Estado indígena autónomo “no conduciría en el momento actual a la dictadura del proletariado indio ni mucho menos a la formación de un estado indio sin clases. . . sino a la constitución de un estado indio burgués con todas las contradicciones internas y externas de los Estados burgueses.”[5]
Por lo mismo, planteaba la necesidad de vincular estrechamente la lucha social con la cultural en todos los sectores oprimidos de la sociedad -desde los trabajadores del latifundio y de la economía de enclave, hasta los de la ciudad, incluyendo las capas medias asalariadas entonces emergentes-, por cuanto:
La energía revolucionaria del socialismo no se alimenta de compasión ni de envidia [sino de] la lucha de clases, donde residen todos los elementos de lo sublime y heroico de su ascensión, el proletariado debe elevarse a una “moral de productores”, muy distante y distinta de la “moral de esclavos”, de que oficiosamente se empeñan en proveerlo sus gratuitos profesores de moral, horrorizados de su materialismo.[6]
Fue vasto, y profundo, el impacto de Mariátegui en su tiempo, como debe llegar a serlo en el nuestro. Así como Martí señaló los fines mayores de nuestra América, y el papel que le correspondía en la lucha por el equilibrio del mundo, Mariátegui intuyó los medios a desarrollar para contribuir a la construcción del futuro desde nuestro pasado. A eso se refirió el cubano Juan Marinello en el texto que dedicó a la vida y la obra del gran peruano:
José Carlos Mariátegui, líder de su día y orientador de un mundo por nacer, fue forzado a mezclar, equilibrar, las esencias del hombre apostólico -hombre en futuro- con virtudes presentáneas del realpolitiken. Quiso llevar a su pueblo, a su gente americana, por caminos inéditos y le fue preciso mostrarse a sí mismo la realidad de las vías inestrenadas.[…] Mariátegui fue un hombre dramático en un coro de hombres trágicos. Afirmó mientras todos dudaban. Hundió las manos con dolor de creación en carne angustiosa. De las palpitaciones de esa carne hizo su ritmo. De ahí la validez permanente de su mensaje.[7]
ag/gc
Referencias bibliográficas
[1] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI: 18.
[2] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI: 19.
[3] Marx, Karl: Elementos Fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse) 1857 – 1858. I. Siglo XXI Editores, México, 2007 (1971). I: 27-28
[4] Ideología y Política. Editorial Amauta, Lima, 1969: 217.
[5] Ideología y política. Editorial Amauta, Lima, 1969: 81
[6] https://www.marxists.org/espanol/mariateg/oc/defensa_del_marxismo/index.htm. VIII. “Sentido heroico y creador del socialismo.”
[7] “El amauta José Carlos Mariátegui”, mimeo, s.f.