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viernes 31 de enero de 2025

Roland Barthes: El hombre fragmentado

Por Alfonso Carvajal *

 

Su muerte pudo ser el último capítulo de la novela que nunca escribió. Era un día opaco y frío, el 25 de febrero de 1980, tal vez estaba ansioso, distraído, tenía un almuerzo con François Mitterrand, y cuando se dirigía a la cita, ensimismado, atravesando quién sabe qué laguna mental, una camioneta de lavandería lo levantó por los aires, exactamente cruzando “la rue de Ecoles”.

Un segundo le nubló el mundo. Quedó maltrecho y murió un mes después en el hospital de la Pitié-Salpêtrière. Así expiró uno de los semiólogos más lúcidos de la literatura del siglo XX. No surcó la ficción, pero sí sus intrincados laberintos con una agudeza única. Su biógrafa, Tiphaine Samoyault, dice que “la aventura de su vida, la aventura principal de Barthes, es la escritura y el pensamiento”.

¿Quién era en realidad Roland Barthes? Uno de los semiólogos más lúcidos de la literatura del siglo XX. Era un hombre tímido, nervioso. No surcó la ficción, pero sí sus intrincados laberintos con una agudeza única. Un hombre que pensaba en términos literarios…

Es decir, un hombre que pensaba en términos literarios, aunque en un seminario había expresado que “asistíamos a una extenuación trágica de la literatura”. Ese escepticismo, ese don crítico, lo llevó a bucear en densas aguas y a buscar el sentido de la literatura en nuestras vidas. Sus invisibles signos y poderes subterráneos. Ese fue su delicioso tormento, su inacabado y pletórico deseo.

¿Quién era en realidad Roland Barthes? Nació en Cherburgo (1915) y al año, su padre, Louis Barthes, un alférez de navío, murió en un combate naval en el Mar del Norte. Su infancia quedó a merced de su madre, Henriette Bringer, y las abuelas materna y paterna. Las mujeres, su sensibilidad e inexpugnable psicología, formaron su círculo esencial.

El sino fatal de la tuberculosis lo dolió desde joven y eso no impidió su hábito de fumador empedernido. La anomalía respiratoria fue suplantada por una imaginación avasallante. Estudia en la Sorbona, y recibe el diploma en Letras Clásicas. Al igual que su ídolo Proust, pasa convaleciente largas temporadas, entregado a desentrañar el mapa infinito de la lectura. Era un hombre tímido, nervioso, que tuvo una relación pasional con Foucault, antes de que fueran figuras públicas, en esporádicas visitas a Marruecos, donde se amaron lejos del mundanal ruido.

 

El discurso amoroso

Sus libros considerados más literarios son Fragmentos de un discurso amoroso y El placer del texto. Allí, su talento y su sagacidad crítica, implacable, son fuentes de inagotable conocimiento para los escritores y los lectores (que a veces son uno mismo). El lenguaje es la materia prima y última del trasegar literario. En ellos, reúne al escritor y al lector, los revalúa, los confronta con sus fantasmas, sus obsesiones, y hace un alarde de un dinamismo mental auténtico que obliga a visitarlos como objetos imperecederos de la reflexión con la palabra.

En los Fragmentos nos pasea por un género, hibrido, donde el ensayo y lo meramente narrativo se alían para ahondar en el acto creativo. Alrededor del sentimiento amoroso diseña una estructura, nutrida de autores que se han sumergido en el tema (Goethe, Baudelaire, Proust, Nietzsche, Lacan, Musil y Sade, entre otros), pero es él  quien conduce la nave con autonomía y lucidez.

De allí su premisa, “tengo una enfermedad, veo el lenguaje”. Esas ráfagas nos seducen y nos llevan a otra manera de fraguar la literatura y sus consecuencias, su grandiosa inutilidad, a repensarnos y a experimentar, a arriesgar con el lenguaje otras vías inéditas y de expiación. A ir más allá.

En el fondo su vida estuvo dedicada a buscar el tiempo perdido, fugaz, que huye sin cesar, y a tratar de descubrirlo, de copiarlo.

 

Cada capítulo está antecedido de una introducción, una guía de viaje, una “exposición, relato, sumario, pequeño drama, historia inventada, yo le agrego un elemento de distanciación”, afirma  Barthes, quien transita los celos, la espera, el estar enfermo de amor, hacer una escena, donde la fragmentación crea un discurso sobre las distintas facetas del amor, y en ese caos unitario y global, decir cosas como que el lenguaje lo abarca todo, también el vacío, o que las ideas van por un lado y la realidad por otro, o que el celoso sufre cuatro veces.

“Porque estoy celoso, porque me reprocho al estarlo, porque temo que mis celos hieran al otro, porque me dejo someter a una nadería: sufre por ser excluido, por ser agresivo, por ser loco y por ser ordinario”.

Estar enamorado es ser irracional, inclasificable. Un extraño para sí mismo y para el otro. Baudelaire, afirmó con sapiencia e ironía, que en una relación siempre existe un verdugo y una víctima, y Barthes camina en esa dirección, en ese sinsentido, y en el capítulo de “La espera”, lo retrata magistralmente, hay uno que sufre, porque intuye “que el ser que espero no es real… Y si no viene lo alucino: la espera es un delirio”,  y el que espera es el verdadero enamorado, atado a la ilusión del amor, naufraga en una duda lacerante y sangra en su ausencia: “¿Estoy enamorado? Sí, porque espero. El otro, él, no espera nunca”.

Un catálogo del amor, visto desde sus antagonistas, y desde lo absurdo que somos y nos hace humanos y paradójicos, por ejemplo cuando un mandarín enamorado de una cortesana, es advertido: “Seré tuya, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana”. Y a la nonagesimonanovena noche se levantó y partió con destino incierto. 

Los personajes no tienen nombre, son situaciones, que vives tú, yo, él, nosotros, y esa es la novedad barthiana, su aporte, su más, y es en el lenguaje donde todo esto se debate y acontece. En El placer del texto reafirma que el lenguaje se debe redistribuir, poner nuevamente en escena, y “se hace siempre por ruptura”, y en esos abismos, volvemos a ser, gracias al lenguaje, seres nuevos, creativos.

“El placer del texto es similar a ese instante insostenible, imposible, puramente novelesco que el libertino gusta al término de una ardua maquinación haciendo cortar la cuerda que lo tiene suspendido en el mismo momento del goce”. En el acto de la lectura y la escritura siempre estamos ante un vacío, a un paso de algo, una fractura con el presente, y es ahí, donde Barthes señala una dicotomía de asombro y perturbadora.

D.A. Miller, autor de Bringing out Roland Barthes, dice que Barthes “lo inspira a escribir”. ¿Pero qué es lo que inspira la lectura de Barthes?, cuál es la magia de este hombre que en la fragmentación encontró su horma específica, y es “una disposición hacia lo impreciso, una disposición de fuga… que rechaza la exigencia de un saber” y agrega que “es su manera de expresar el yo… de insertar la primera persona en el discurso”, creando un espacio emocional, poco dado en la crítica.

 

La palabra erótica

A veces, entre el tono brumoso, especializado del semiólogo, aparecen epifanías, trozos, aforismos, con inusitada claridad que enriquecen el conocimiento misterioso del lenguaje: “En resumen, la palabra puede ser erótica bajo dos condiciones opuestas, ambas excesivas: si es repetida hasta el cansancio o, por el contrario, si es inesperada, suculenta por su novedad…”.

Enalteció la literatura desde sus dos orillas más distantes, la del escritor y el lector. En esos abismos, en apariencia indisolubles, fue un faro que se perpetúa después de su absurda desaparición.

Y sobre el lugar más erótico del cuerpo Barthes se pregunta si es “allí donde la vestimenta se abre”. Afirma que la perversión no tiene zonas erógenas, expresión que considera inoportuna, fuera de lugar, y es “en la intermitencia como señala el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga); es ese centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición”. No es el striptease, o la desnudez sin tapujos, lo que nos conmueve, es la piel insinuante la que nos motiva el deseo, y ese hecho intelectual es la incitación a la memoria a gozar con las ausencias.

En Roland Barthes por Roland Barthes, una especie de autobiografía, que escribió en tercera y primera persona como si fuera una novela, realiza un panorama desde su infancia (ilustrado con fotografías), donde recuerda esa época fascinante:

 

“Solo ella, al mirarla, no me hace lamentar el tiempo abolido. Pues no es lo irreversible lo que en ella descubro, sino lo irreductible: todo lo que está todavía en mí”. Y se pregunta si el fantasma de Proust fue su contemporáneo y se responde: “Yo empezaba a caminar, Proust vivía todavía, y terminaba de escribir La Recherche”. En el fondo su vida estuvo dedicada a buscar el tiempo perdido, fugaz, que huye sin cesar, y a tratar de descubrirlo, de copiarlo: inventando su propio lenguaje en fragmentos que reconstruyen caóticamente una vida y una obra.

El filósofo Jacques Derrida, admirador de El grado cero de la escritura y La cámara lúcida, primero y último libros del legado barthiano, dice en Las muertes de Roland Barthes, que luego de su adiós  lo atravesó la tristeza “y la que creí sentir siempre en él, sonriente y cansada, desesperada, solitaria, tan incrédula en el fondo… desentendida de lo esencial; quiero pensar en él, a pesar de la tristeza, como en alguien de que a pesar de no privarse (por supuesto) de ningún goce, en efecto se los dio todos”.

Ese fue Roland Barthes, el semiólogo que enalteció la literatura desde sus dos orillas más distantes, la del escritor y el lector. En esos abismos, en apariencia indisolubles, fue un faro que se perpetúa después de su absurda desaparición.

 

ag/ac

 

*Escritor, crítico literario y cronista colombiano
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