Por Ollantay Itzamná*
En uno de mis últimos tránsitos inevitables por la polifacética ciudad de Guatemala, asistí a la presentación de un libro titulado Una nación llamada Guatemala.
El único comentarista del volumen, presidente de una Fundación Cultural de uno de los bancos más importantes del país y ex ministro de Cultura y Deporte, durante el gobierno de Álvaro Arzú, al comentar la obra de su amigo y exviceministro, reiteró: “La gente dice que Guatemala es un país multicultural. Yo siempre sostengo que somos un país intercultural. Aquí queremos a nuestros indígenas, (…)”.
Tal afirmación, contrastante con la realidad nacional, formulada nada menos por quien fuera la máxima autoridad cultural del país -ante un reducido y pálido auditorio nocturno de uniformados de traje y corbata-, me dejó perplejo.
Es recurrente escuchar o leer en la retórica y literatura guatemaltecas el uso de los conceptos multiculturalidad e interculturalidad como sinónimos. Pero “confusiones teóricas” de esa naturaleza, en boca de “eminencias culturales” y dignatarios estatales no hacen más que poner de manifiesto las causas de la debacle intelectual nacional.
Existe casi un consenso en la bibliografía occidental en torno al multiculturalismo como un fenómeno social relacionado con la diversidad de culturas en un país, en tanto la interculturalidad atañe a la convivencia fecunda y equilibrada entre todas las culturas presentes. Mientras el primero de estos términos hace referencia al hecho fáctico, el segundo concierne a la aspiración permanente de los países multiculturales.
Ser un país multicultural no es sinónimo necesariamente de interculturalidad. En casos como el de Guatemala, el discurso multiculturalista deviene pastiche para encubrir/naturalizar la dominación cultural de una élite sobre el resto de los pueblos.
El multiculturalismo, bajo los clichés de “respeto” y “tolerancia”, no hace más que “normar” el racismo permitido. Mientras los diversos pueblos autóctonos no incomoden a la élite que monopoliza el poder, son tolerados. De ese modo, el multiculturalismo deviene racismo socialmente permitido. O lo que Pablo González Casanova llamaría un colonialismo interno establecido.
La interculturalidad, en cambio, trastroca los dogmas e instituciones establecidos desde la cultura dominante en verdades únicas y absolutas, no se agota en el mero respeto o tolerancia (hipocresía cultural) sino que apuesta por un proceso de desaprendizaje (deconstrucción) gnoseológico y epistémico, para construir nuevos marcos teóricos y metodológicos de convivencia entre todos los pueblos.
Este reto pasa necesariamente por procesos de intraculturalidad e implica otros de decolonialidad, simultáneamente.
En lo que atañe a Guatemala, no lo es. No sólo porque se naufraga en confusiones teórico-conceptuales, sino porque los agentes de la retórica multicultural desconocen la diversidad de pueblos que cohabitan en el territorio nacional y, mucho menos, están dispuestos a renunciar a la seguridad/comodidad material y simbólica, que les reditúa el discurso multiculturalista.
Cualquier mortal que ingrese al país, bien por el aeropuerto o las fronteras terrestres, advierte, sin mayor esfuerzo analítico, que lo maya o lo indígena no pasa de ser una mercancía turística rentable. Convertidos casi en piezas de museo, varones y mujeres con fenotipo indígena son expuestos (explotados) en los restaurantes, hoteles y centros turísticos, bajo la vigilante mirada de jefes ladinos (mestizos).
Lo maya o lo indígena, en la actual Guatemala oficial, es un asunto del pasado. De ahí que una piedra con glifos mayas valga más que la vida de millones de menores y adultos indígenas. Esto, traducido en estadísticas oficiales, significa que de cada 10 mayas vivos, 8 se hallan bajo la línea de la pobreza. (ENCOVI, 2015).
El discurso multiculturalista ratifica que en el área rural los propietarios/patrones son y deben ser mestizos, mientras los indígenas nacieron y morirán como jornaleros esclavos. Para la mujer maya no hay nicho laboral en el campo y, cuando emigra a la ciudad, le “corresponde” la servidumbre doméstica bajo la prepotencia de patronas mestizas. Esto es norma mormans (una norma que regula, inmodificable).
El multiculturalismo o racismo institucionalizado y normado instala en la estructura psicológica individual y colectiva guatemalteca que el indígena jamás podrá ser gobierno. Este privilegio (por alguna desconocida voluntad celestial) está reservado única y exclusivamente a los mestizos acriollados.
De ahí que muchos indígenas mayas, permitidos en el poder político o cultural, se esfuercen tanto para “ser” y “actuar” de esa manera, al punto que incluso casi duermen con traje y corbata.
En Guatemala (al igual que en otros países), la academia funciona como una máquina de la colonialidad interna. Por lo regular, a mayor grado de escolaridad o de profesionalización del indígena, mayor es el grado de aculturación. Las instituciones educativas están pensadas y estructuradas de esa manera, y para ese fin (por el mito de la construcción de la identidad nacional).
Así como el indígena, para ser ciudadano guatemalteco, tiene que renunciar forzosamente a su identidad cultural y asumir la modalidad mestizo-guatemalteco, así también, para ser profesional o académico, debe renunciar/avergonzarse de “ser, hacer, con-sentir, pensar” maya.
En la mayoría de los casos, quienes instalaron el discurso multiculturalista en Guatemala, quizás por ignorancia o conveniencia, fueron indígenas mayas profesionalizados como operadores, desde las ONGs, academia o ventanillas estatales. En ese sentido, y no en pocos casos, muchos de ellos se convirtieron en eficientes “civilizadores” de sus hermanos indígenas.
A Guatemala le falta transitar el empinado camino de la interculturalidad pero, para ello, es fundamental superar las confusiones conceptuales encubridoras de injusticias socioculturales.
El país, en un primer plano fotográfico, presenta un paisaje sociocultural envidiablemente policromático, como ningún otro en Abya Yala (nombre del continente americano por los indígenas kuna, de Panamá), pero esa estampa colorida y radiante oculta experiencias y vivencias de racismo y colonialismo cultural institucionalizados y legalizados, que apenas se diferencian de lo acontecido en época colonial.
Urge que indígenas, profesionalizados o no, académicos o activistas, se atrevan a salir de los parámetros preestablecidos en las universidades o centros de investigación. Urge darle contenido e identidad propia al vistoso vestuario “maya” no pocas veces utilizado como un recurso, bien pagado, en el folclorismo multiculturalista.
ag/itz