Por Guillermo Castro H.
Exclusivo para Firmas Selectas
Para Donald Worster, entre Kansas y Beijing
El ambiente es el producto -previsto o imprevisto- de las interacciones entre sistemas naturales y sistemas sociales a lo largo del tiempo. Esas interacciones ocurren a partir de procesos de trabajo organizados con arreglo a propósitos socialmente determinados. Así, cada sociedad produce un ambiente que le es característico, en cuanto expresa las relaciones sociales y las aspiraciones culturales que han normado su producción.
Esto incluye, también, la visión de la propia naturaleza dominante en esa sociedad, como lo señalara Donald Worster al decirnos: “aquello que entendemos como naturaleza es un espejo ineludible que la cultura sostiene ante su medio ambiente, y en el que se refleja ella misma.” 1
Lo esencial, aquí, consiste en que la historia de cada sociedad está íntimamente asociada a la formación y las transformaciones del ambiente que crea para su propio desarrollo. En esta perspectiva –y asumiendo el término “desarrollo” en su sentido de proceso de formación, transformaciones y muerte de todo organismo viviviente-, cabe asumir que, a lo largo de tal proceso, cada sociedad alcanza en un determinado momento un óptimo ambiental a partir del cual, eventualmente, ingresa a una fase de descomposición y transformación.
Ese óptimo ambiental expresa una situación de equilibrio en dos planos distintos de contradicción, estrechamente vinculados entre sí. El primero se refiere a las relaciones -siempre contradictorias- entre los grupos sociales que integran la sociedad. El segundo, a la relación entre la demanda de recursos naturales de esa sociedad como un todo, y las capacidades del medio natural para satisfacerla, sea a escala local, sea a escala global.
La ruptura de ese equilibrio, por necesidad inestable y transitorio, liquida el óptimo ambiental e inaugura una época de crisis y transición hacia formas nuevas de interacción entre la especie humana y su entorno.
Para el nuevo pensamiento ambiental, el óptimo ambiental puede constituir una valiosa herramienta de periodización y análisis. Todo sugiere que el haber rebasado su óptimo contribuyó, por ejemplo, al hundimiento de diversas civilizaciones prehispánicas en nuestra América, como al de la medieval europea en el curso del siglo XIV.
El concepto tiene que ser elaborado con mayor riqueza, sin duda, vinculando entre sí -por ejemplo- los aportes de la historia ambiental, la economía ecológica, la ecología política y, sin duda, la ecología moral que nos proponen autores como Leonardo Boff.
Esa es una tarea que ya está presente en el quehacer del nuevo pensamiento ambiental latinoamericano. Y, siendo una tarea cultural, tiene la mayor importancia política. Todo indica, en efecto, que la civilización contemporánea ya rebasó su propio óptimo ambiental, en la medida en que las relaciones sociales dominantes en ella imponen a la biosfera una demanda de recursos y servicios superior a la capacidad de renovación de los ecosistemas de cuya salud depende la de la economía que la sustenta.
Esta situación no es nueva. Por el contrario, viene siendo debatida en el sistema internacional desde hace medio siglo al menos, y tuvo una de sus expresiones políticas más claras y tempranas en la advertencia que hiciera Fidel Castro en su intervención en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo celebrada en Rio de Janeiro en junio de 1992.
“Una importante especie biológica, dijo allí Fidel, está en riesgo de desaparecer por la rápida y progresiva liquidación de sus condiciones naturales de vida: el hombre. Ahora tomamos conciencia de este problema cuando casi es tarde para impedirlo.” Y caracterizó en estos términos el origen y las características principales del peligro del que advertía: Es necesario señalar que las sociedades de consumo son las responsables fundamentales de la atroz destrucción del medio ambiente. Ellas nacieron de las antiguas metrópolis coloniales y de políticas imperiales que, a su
vez, engendraron el atraso y la pobreza que hoy azotan a la inmensa mayoría de la humanidad. Con solo el 20 por ciento de la población mundial, ellas consumen las dos terceras partes de los metales y las tres cuartas partes de la energía que se produce en el mundo. Han envenenado los mares y ríos, han contaminado el aire, han debilitado y perforado la capa de ozono, han saturado la atmósfera de gases que alteran las condiciones climáticas con efectos catastróficos que ya empezamos a padecer.2
Veritas filia temporis: la verdad es la hija del tiempo. La advertencia de entonces se traduce ahora en una situación de crisis global en la que el crecimiento económico, azaroso de por sí, se presenta acompañado de deterioro social, degradación ambiental y violencia crecientes.
Nuestra especie necesita hoy pasar de ese desarrollo destructivo a otro que sea sostenible por lo humano que llegue a ser. Y el problema que esa transición plantea no consiste en sostener contra tiempo y natura una modalidad de relación con la biosfera que ya ha superado su óptimo ambiental, sino en encontrar los medios para pasar a una relación nueva, que sea tan armónica como las que guarden los diferentes grupos humanos entre sí.
Este no es ya un problema técnico o meramente económico. Es un problema político o, mejor aún, de ecología política. El desafío que hoy nos plantea la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie, en efecto, sólo encontrará solución en la medida en que se entienda que si deseamos un ambiente distinto debemos crear una sociedad diferente.
Si la política, como dicen algunos, es el arte de lo posible, conceptos como el de óptimo ambiental nos ayudan a entender que el papel de la cultura consiste en contribuir a hacer posible lo que la biosfera nos impone como necesario. El cambio de la imagen que nos devuelva el espejo de Worster nos dirá si hemos logrado hacer lo que realmente hace falta hacer.
ag/gch