Por Guillermo Castro Herrera*
En medio del ir y venir de noticias sobre agresiones y resistencias, es poco lo que finalmente se dice sobre Panamá y los panameños en los medios internacionales de información. Queda a veces la impresión, incluso, de que se habla de un lugar poblado por banqueros, militares -gringos y nacionales- y políticos de traje blanco y habano en boca, todo ello rodeado por la nada.
Sin embargo, este es uno de los rincones más fascinantes de la América Latina, poblado por descendientes de catorce etnias distintas, con una cultura popular rica y diversa, y una fuerte personalidad nacional. No en balde fue el primer punto de tierra firme donde fracasó Cristóbal Colón en su intento de fundar un asentamiento de españoles, cuatrocientos años antes de que el Canal fuera construido con dólares norteamericanos y sudor de peones antillanos.
Para explicar Panamá, quizás haya que decir, en primer término, que este es un país Caribe y no centroamericano. La frontera con Costa Rica, en efecto, no sólo define un límite político. Además, de eso, es la raya imaginaria que separa dos universos culturales, lingüísticos y conductuales distintos.
Hasta allí, Centroamérica, indígena, española y mestiza, tierra de tortillas asadas de maíz blanco y alimentos finamente picados, con su polo cultural en México. Desde allí, el Caribe, africano, español e indígena también, enriquecido además con toda suerte de aportes de Asia y la Europa mediterránea, tierra de frituras, arroz y carnes enteras, con su polo cultural en Cuba y la Dominicana.
La primera, tierra de guitarra. Esta, tierra de tambor. Allá, de Rubén Darío. Acá, de Nicolás Guillén.
El español es el idioma oficial de esta república de tres millones y medio de habitantes, que se comunican entre sí en otras trece lenguas adicionales, desde el ngöbe y el kuna autóctonos, hasta el chino, el hindú y el inglés bronco y musical de las Antillas.
La Constitución Nacional declara al catolicismo como religión mayoritaria del país. Lo practican, con matices muy del trópico, los descendientes de españoles y mestizos, junto a los musulmanes, los taoístas chinos, los budistas y el universo inacabable de las sectas
evangélicas que pregonan la exclusiva salvación en Cristo.
Todos los creyentes además, de uno u otro modo, participan de un ambiente de religiosidad popular fuertemente impregnado del culto a la santería, surgido del encuentro entre el catolicismo colonial y la religiosidad de los esclavos africanos de siglos ya idos.
Nadie puede extrañarse, en una tierra así, de que sean el desenfado y un sentido íntimo y preciso de lo justo y lo injusto, los rasgos más característicos de la personalidad de este pueblo.
El primero se traduce en una tendencia incontenible a vivir con toda la alegría posible una existencia a menudo difícil y esforzada. El segundo se expresa en una forma de solidaridad hacia los más débiles que, en su momento, llevó al general Torrijos a decir que este pueblo era más lastimero que justiciero.
Ambos, además, confluyen en un orgullo nacional fuerte y sencillo, que nos sostiene en el empeño de hacer de nuestro país una nación, frente al empeño de otros por hacer de nuestra tierra, simplemente, la periferia del Canal que la atraviesa en su corazón.
Ese empeño en deshacernos es parte de lo Caribe que somos. En este mediterráneo americano surgieron a la condición de potencia los Estados Unidos, a lo largo de una cadena de intervenciones que se inició en Cuba y Puerto Rico en 1898, siguió con Panamá en 1903 y llegó hasta Haití y Dominicana en 1914 y 1916.
Así se inició el camino en que andamos, y andándolo así, en lucha por nuestro derecho a ser la nación que somos, lo seguiremos hasta el fin con todos nuestros hermanos.
19 de mayo de 1988 – 3 de noviembre de 2015
ag/mc