Poco después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, María Oktiábrskaia vendió todas sus posesiones y donó entonces los propios rublos de la época para la adquisición de un tanque más o menos blindado.
Lo bautizó Novia luchadora y Stalin dispuso que se haga cargo de su carro de asalto; fue la primera mujer tanquista. María Oktiábrskaia cayó herida de muerte en el norte de Bielorrusia en 1944, cuando tenía 38 años.
Natalia Meklin fue teniente en el famoso regimiento de bombardeo nocturno de la Guardia 46, conocido como Las brujas de la noche. Realizó 980 misiones de combate. Pudo sobrevivir a la guerra y murió en 2005, a los 82 años.
La francotiradora Roza Shánina era conocida por su capacidad para hacer dobletes, es decir, alcanzar dos objetivos con dos rápidos y sucesivos disparos. Murió el 28 de enero de 1945, a la edad de 20 años, pero antes había eliminado a 59 soldados y oficiales enemigos.
Señoras, señoritas, señores y señoritos; este vuestro humilde servidor, El Pejerrey Empedernido me dicen, que por ser que tan poco hace que por estas páginas prensalatineras nos conocemos volveré a recordarles: soy el otro yo de un tal Ducrot y esta vez evocarles pretendo ciertos manjares en nombre de aquellas y otras grandes, heroínas, bellas y decisivas soviéticas que, créanlo o no, le salvaron la vida a millones de humanos en el planeta, porque se dedicaron a matar bichos malos de una plaga conocida como fascismo.
¡Pero tened ojos avizores! Pues el turraje – que por mis tierras quiere decir vivillos dañinos y de mala muerte– aún existe y hasta puede vérselo deambular a la vuelta de vuestras casas; por suerte no de la mía porque en las cuevas playeras bajo el agua donde habito rige la República Malandra y Libertino Libertaria del Tuyú, de por allí donde el Samborombón es bahía y las dulces del Plata bailan entre retozos con el salado del Atlántico Sur.
Antes de las ambrosías prometidas: A Las brujas de la noche, sus compatriotas las llamaban Hermanitas. La heroína de la Unión Soviética Marina Raskova, conocida en todo el país por su legendario vuelo entre Moscú y Oriente Lejano sin escalas a bordo del avión ANT-37 Ródina, propuso la idea de formar un regimiento especial femenino, aunque para ese entonces no paraban de llegar solicitudes en un mismo sentido, presentadas por mujeres de distintos centros de estudios y aeroclubes.
En el otoño del 1941 empezó el reclutamiento de voluntarias y quedó integrado el Regimiento de Guardia 46, la única división femenina de bombarderos nocturnos en el mundo. El 27 de mayo de 1942 la escuadrilla aérea compuesta por 115 combatientes entre 17 y 22 años llegó a la frente.
El primer vuelo de combate tuvo lugar el 12 de junio. Volaban en pequeños biplanos de marcha lenta y vuelo bajo, y apodaban a sus aviones Kukurúznik (choclos). No tenían bodega y en ocasiones ellas llevaban las bombas entre sus rodillas y las soltaban a mano. Volaban de noche, haciendo hasta diez incursiones por velada. Apagaban el motor y las bombas caían sobre el enemigo, en silencio. Murieron 33 de aquellas valientes.
Los datos de éste y del primer párrafo se los afané, quiero decir robé, a Rossíiskaya Gazeta.
Ahora sí a lo nuestro, y que se anoten aquí quienes la gozan con lo dulce recontra dulce: Con ustedes el Imperial Ruso, que sabe a delicias aunque haya sido idea de unos italianos reaccionarios en 1917, que quisieron homenajear por estas tierras barrosas del río del devorado Solís a los zares tronados con aplausos por los gloriosos de Octubre.
Según cuenta la leyenda acerca del dicho pastel, cake o torta trepós (postre al revés, ¡qué gusto por la lengua del vesre o revés!), que nada tiene de rusa, pues es tan porteña como el bondi, que digo guagua o microbús, la fainá sobre la porción de muza o pizza de mozzarella y lo que fue la calle Corrientes, que se ha convertido en una tierra sin tierra, o en un no lugar como dicen por ahí ciertos frívolos de la lengua.
Habría sido un invento de los pasteleros, ítalos ellos, de la legendaria Confitería El Molino, frente al Congreso Nacional, en el centro del centro de Santa María de los Buenos Aires; y aquí llega lo que debe llegar.
Si más o menos seguimos las enseñanzas de la gran cocinera de la patria, Doña Petrona– autora del libro de cocina entre los argentinos más vendido que la mismísima Biblia-, y quieren meterle mano al asunto necesitarían unas ocho claras de huevos, medio kilo menos cincuenta gramos de blanca azúcar, cincuenta sí, pero de harina de almendras, un algo secreto de crema y cuatrocientos cincuenta de ¡Oh… mantequilla!
Y vean, vean, porque como sé que no procederán en casa a su realización, puesto que es un laburo, curro, faena o trajín de órdago y con requerimientos difíciles de conseguir, con paciencia en algunas tiendas de pasteles, panaderías y hasta pizzerías de tradición que sobreviven por estos lares (y que los de extranjia, metecos y alejados de mis aguas le pregunten a míster Google) quizás puedan tener la fortuna de encontrarlo; así entonces se las cuento in fine: buscad, comprad y disfrutad.
Para la misma bandurria de golosos, por qué no zamparse entonces un helado de Crema Rusa, gloria de nuestras glorias en vasito o en cucurucho: un clásico tan de por aquí como la voz de Gardel, con crema, claro, nueces, vainilla y Maraschino.
Pero recordemos, ya que estamos, que en la vieja URSS las estrellas heladeras fueron el Plombir, o de crema a la francesa y con leche condensada, y su versión en palito que se llamaba Eskimo; el Lákomka, un glaseado de chocolate batido; y el Borodinó, otro palito, pero de crema quemada.
Y aplaudan, no dejen de aplaudir, que por fin y aunque sea escasa, ha llegado la hora justa para la otra tribu, la de los golosos salados: no me dedicaré a la tan por nosotros conocida Ensalada (dilla) Rusa, aunque cómo este Peje le entraría ahora a una con buena mayonesa casera, al ajo.
También sí a los Pelmeni. Tal Varenikes, son como unos ravioles del siglo XIV, con rellenos a base de carnes de vaca, cordero y cerdo, y sazonados con crema, mantequilla y cebolletas, al menos así con ellos me deleité en algunas de mis andanzas de antaño en aguas de la patria de don Fiódor Dostoievski,
Y si no, y con esto me despido, para la humanidad toda, aquí va un Borsch, que puede ser frio o caliente, ¡qué vivan las remolachas en esos caldos espesos y la crema agria como gran bonete, cuchara en mano… ¡Salud tovarich!… Con una Stolichnaya, dama bonita que descansa sobre lechos fríos, hasta nuestra llegada… Otra vez: ¡Salud!
rm/ved
*Periodista, escritor y docente universitario argentino.