El día del ideólogo liberal seguro de sí mismo hasta la arrogancia ha quedado atrás. Los conservadores han resurgido, después de ciento cincuenta años de humildad autoimpuesta, para proponer como sustituto ideológico el interés particular y despreocupado, enmascarado por misticismos y afirmaciones piadosas [aunque en realidad] tienden a ser presumidos cuando dominan y profundamente coléricos y vengativos cuando se ven denunciados o incluso sólo seriamente amenazados.
Immanuel Wallerstein, 1996[1]
Hace ya 27 años, en 1995, Immanuel Wallerstein convino en que, si bien la destrucción del Muro de Berlín y la subsecuente disolución de la URSS pudieron ser celebradas como la caída de los comunismos y el derrumbe del marxismo-leninismo como fuerza ideológica en el mundo moderno, no constituyeron el triunfo definitivo del liberalismo como ideología. Esa, dijo entonces, fue “una percepción totalmente equivocada de la realidad”, pues esos acontecimientos significaron “el derrumbe del liberalismo” y el ingreso a un mundo posterior al mismo.
El año 1989, añadía, marcó el fin de una era político-cultural de realizaciones tecnológicas espectaculares, en que la mayoría de las personas creía que los lemas de la Revolución francesa– Libertad, Igualdad, Fraternidad- reflejaban una verdad histórica inevitable, que se realizaría en un futuro próximo. Al propio tiempo, Wallerstein adviritió tambien que el liberalismo siempre había sido “la quintaesencia de la doctrina del centro,” que se definía a la vez “en contra de un pasado arcaico de privilegio injustificado (que consideraban representado por la ideología conservadora) y una nivelación desenfrenada que no tomaba en cuenta la virtud ni el mérito (que según ellos era representada por la ideología socialista/radical).”
Los liberales, decía, “siempre han tratado de definir al resto de la escena política como constituido por dos extremos, entre los cuales se ubican ellos”, afirmando “que el estado liberal-reformista, legalista y algo libertario- era el único estado capaz de asegurar la libertad.” Y sin embargo, añadía, si bien “quizá eso fuera cierto para el grupo relativamente pequeño cuya libertad salvaguardaba,” ese grupo “nunca ha pasado de ser una minoría perpetuamente en vías de llegar a ser la totalidad.”
En todo caso, si bien los orígenes del liberalismo se ubican “en los cataclismos políticos desencadenados por la Revolución francesa”, su apogeo ocurrió “en el periodo posterior a 1945 (hasta 1968), la era de la hegemonía de Estados Unidos en el sistema mundial.” A partir de allí, y hasta el presente, la bancarrota del liberalismo fue dando paso a lo que Wallerstein consideraba entonces “un periodo de grandes luchas políticas, de mayor importancia que cualquier otro de los últimos quinientos años.”
En esas luchas, decía, se enfrentaban “fuerzas del privilegio que saben muy bien que ‘es preciso cambiar todo para que nada cambie’ y están trabajando con mucha inteligencia y habilidad para hacerlo” y “fuerzas de liberación” que aún deben remontar el hecho de que “el proyecto de transformar la sociedad por la vía de tomar el poder estatal en todos los estados, uno por uno” ya no es viable, y “no tienen ninguna certeza de si existe o no un proyecto alternativo.”
Para Wallerstein, la transición en curso exacerba “los males tradicionales del viejo liberalismo, como el recurso a la violencia en su relación con las sociedades periféricas del sistema mundial, la concentración de la riqueza en manos de minorías privilegiadas”. Y esto ocurre en una circunstancia en la cual en el mundo entero se combinan la frustración, la desesperanza y el sentimiento “de que es necesario actuar políticamente […], a pesar del sentimiento igualmente fuerte de que la actividad política de tipo ‘tradicional’ es probablemente inútil”.
Para 1995, señalaba, esa circunstancia exigía encarar “los problemas materiales, sociales y culturales, morales o espirituales que afectan la vida real de las personas reales”, y “trabajar en una estrategia de largo plazo para la transformación del orden (o el des-orden) que genera esos problemas”. El punto, añadía, estaba en que ambas cosas deberían ser encaradas “simultáneamente, aunque de manera diferenciada.”
Esa diferencia se refería, entre otras cosas, al papel del Estado (liberal) en este proceso, el cual sin duda podía “escoger entre ayudar a la gente común a vivir mejor y ayudar a los estratos superiores a prosperar aún más”, pero no estaba en capacidad de transformar el orden de cosas vigente. A esto añadía, por otra parte, que el llamado a construir la “sociedad civil” resultaba “igualmente vano”, pues ésta sólo podía existir en la medida en que los estados dispusieran de la capacidad de sostenerla y asumirla como su interlocutor para “realizar actividades legitimadas” por tales estados y para hacer “política indirecta (es decir no partidaria)” frente a estos.
Con ello, con la declinación de los estados, necesariamente la sociedad civil se está desintegrando. En realidad, es precisamente esa desintegración lo que los liberales contemporáneos deploran y los conservadores festejan en secreto. Estamos viviendo la era del “grupismo”, la construcción de grupos defensivos, cada uno de los cuales afirma una identidad en torno a la cual construye solidaridad y lucha por sobrevivir junto con y en contra de otros grupos similares.
Considerando lo anterior, Wallerstein planteaba que la transición en curso en el sistema mundial permitía trabajar con eficacia en “los niveles local y mundial”. Sin embargo, trabajar en el ámbito del estado nacional solo tenía “una utilidad limitada” a objetivos a plazo muy corto o a largo plazo, pero no abarcaba el mediano plazo, porque éste suponía “un sistema histórico en marcha y funcionando bien.” Esa estrategia no es fácil de aplicar, porque las tácticas de una estrategia de ese tipo son necesariamente ad hoc y contingentes, y por eso el futuro inmediato se presenta tan confuso.
Cabe recordar que Wallerstein hizo parte de la generación de intelectuales y académicos occidentales a la que correspondió el mérito de extender a las ciencias sociales y las Humanidades lo señalado por Federico Engels para las ciencias naturales al plantear que cada fenómeno identificado por éstas “afecta a otro y es, a su vez, influenciado por éste; y es generalmente el olvido de este movimiento y de ésta interacción universal lo que impide a nuestros naturalistas percibir con claridad las cosas más simples.”[2]
Hasta entonces, la geocultura del sistema internacional operaba a partir de la idea de mercados nacionales que negociaban entre sí bajo la tutela de sus respectivos Estados, así fuera en una relación de interdependencia “asimétrica”. A esa generación le correspondió el mérito de examinar al mercado mundial en su desarrollo histórico, incluyendo en ello las transiciones ocurridas en la organización del sistema mundial que les daba el soporte político y cultural necesario para su funcionamiento.[3]
Ese desarrollo ha conocido al menos tres etapas. La primera correspondió a la organización del mercado mundial en un sistema colonial, cuya crisis dio lugar a la Gran Guerra de 1914-1945. Esta abrió paso a la segunda, en la que fue creado un sistema internacional (interestatal, en realidad), a cuya crisis hace referencia el artículo que comentamos. Para mediados de la década de 1990, la transición hacia una tercera etapa de organización del mercado mundial ya estaba en curso, aunque el lenguaje necesario para expresarla en toda su complejidad aún estaba – y está – en desarrollo.
Esto incluye, por ejemplo, la formación del par global/ glocal como alternativa asencillada– que no simplificada– al conjunto internacional/ nacional / local característico de la geocultura liberal. Y desde este proceso de formación de una geocultura nueva se renueva sin duda la utilidad de volver a leer lo que Wallerstein nos planteara en la conclusión de sus reflexiones de 1995:
“Ahora toca a todos los que han quedado fuera del actual sistema mundial empujar hacia delante en todos los frentes. Ya no tienen como foco el objetivo fácil de tomar el poder del estado. Lo que tienen que hacer es mucho más complicado: asegurar la creación de un nuevo sistema histórico actuando unidos y al mismo tiempo de manera muy local y muy global. Es difícil, pero no imposible”.
rb/gc
*Ensayista, investigador y ambientalista panameño.
Referencias bibliográficas
[1] Immanuel Wallerstein: “¿Después del liberalismo?” Extracto del libro Después del liberalismo. Siglo XXI editores, México, 1996.
[2] “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre” (1876). https://webs.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/oe3/mrxoe308.htm#fn0
[3] Al respecto, por ejemplo: Braudel, Fernand: La Dinámica del Capitalismo (1985). Alianza Editorial. Madrid.