“Hoy, la sociedad parece haber retrocedido más allá de su punto de partida; en realidad, lo que ocurre es que tiene que empezar por crearse el punto de partida revolucionario, la situación, las relaciones, las condiciones, sin las cuales no adquiere un carácter serio la revolución moderna.”
Karl Marx, 1852[1]
“Andamos sobre las olas, y rebotamos y rodamos con ellas; por lo que no vemos, ni aturdidos del golpe nos detenemos a examinar, las fuerzas que las mueven. Pero cuando se serene este mar, puede asegurarse que las estrellas quedarán más cerca de la tierra.
¡El hombre envainará al fin en el sol su espada de batalla!”
José Martí, 1884[2]
En 1848, Europa Occidental fue recorrida por una revolución popular que barrió con los últimos restos del mundo anterior a la Revolución Francesa y sustituyó en Francia la monarquía constitucional por la república burguesa.
Para el 2 de diciembre de 1851, el proceso político abierto por esa revolución condujo al primer presidente de aquella república, Luis Napoleón Bonaparte, a dar un golpe de Estado conservador, que un año después desembocó en la proclamación del llamado III Imperio– aquel que llevó a cabo la conquista colonial de Indochina e intentó establecer en México a Maximiliano de Habsburgo como emperador.
El significado histórico de ese desenlace fue abordado ese mismo año por Carlos Marx en su ensayo “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”. Allí planteó que en Europa la república no significaba entonces, en general, “más que la forma política de la subversión de la sociedad burguesa y no su forma conservadora de vida”, en contraste con los Estados Unidos de América, donde si bien existen ya clases, éstas no se han plasmado todavía, sino que cambian constantemente y se ceden unas a otras sus partes integrantes, en movimiento continuo; [y] el movimiento febrilmente juvenil de la producción material, que tiene un mundo nuevo que apropiarse, no ha dejado tiempo ni ocasión para eliminar el viejo mundo fantasmal.
No es el caso examinar aquí las vicisitudes del III Imperio, derrotado en 1871 en la guerra franco-prusiana, que abrió paso a su vez a la colaboración de los ejércitos alemán y francés que condujo a la derrota de la Comuna de París, proclamada en el marco de aquella crisis por los trabajadores de la capital de Francia. Importa, si, destacar dos hechos:
El primero consiste en que, a la larga, el liberalismo triunfante encontró una doble solución a la conservación de la organización estatal republicana. Por un lado, asumió el papel de eje del equilibrio entre una izquierda de lenguaje radical y una derecha conservadora. Por el otro, fomentó el modelaje de esa izquierda mediante un proceso en el cual, a decir de Marx, tomó cuerpo una socialdemocracia constituida mediante el procedimiento de limar “la punta revolucionaria” de las reivindicaciones sociales de los trabajadores para darles “un giro democrático”, mientras a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía “se les despojó de la forma meramente política y se afiló su punta socialista.” Con ello, esa socialdemocracia, añadía Marx, pasó a “exigir instituciones democrático-republicanas, no para abolir a la par los dos extremos, capital y trabajo asalariado, sino para atenuar su antítesis y convertirla en armonía,” mediante propuestas de transformación social planteadas en nombre de una pequeña burguesía que no deseaba “imponer, por principio, un interés egoísta de clase”, por estar convencida de que “las condiciones especiales de su emancipación son las condiciones generales fuera de las cuales no puede ser salvada la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases.”
El segundo hecho que conviene recordar aquí es que ese proceso distó mucho de ser ni homogéneo ni universal. En el primer caso, porque sus expresiones dependieron de las formas y grados del desarrollo del capitalismo en el mundo Noratlántico, como se aprecia en la referencia de Marx al caso de los Estados Unidos. Y en el segundo, porque esas luchas democráticas tuvieron lugar fundamentalmente en los Estados que se beneficiaban de la existencia del sistema colonial que regía entonces al mercado mundial, y disputaban entre sí el control de esos beneficios.
La experiencia democrática vendría a universalizarse con la desintegración del sistema colonial a lo largo de la Gran Guerra de 1914-1945. En ese marco, hacia 1930 Antonio Gramsci examinó con gran riqueza los problemas relativos a la formación y las transformaciones de la democracia liberal y su Estado a la luz simultánea de la formación de la Unión Soviética desde 1918, y del ascenso del fascismo en Italia y Alemania en la década de 1920. [3] En esa tarea, partió de considerar a la democracia en su relación con el Estado, y a éste en su relación con la sociedad.
A partir de allí, tras caracterizar a la “democracia burguesa” como liberal, parlamentaria y delegada, se planteó el problema de la construcción de un tipo de democracia fundada en el control estricto de los representantes por parte de los representados y en la homogeneidad social de la representación política. Con ello, abría a debate el problema de hacer concreto el derecho “abstracto” al autogobierno del conjunto de la sociedad.
Para Gramsci, la democracia se había convertido en el terreno específico de la lucha de clases en Occidente, y como tal debía ser abordada. A esa visión se vinculan en su trabajo, por ejemplo, los conceptos de hegemonía – que enfatiza la búsqueda de consenso – y de una sociedad regulada como futuro, una vía para superar la distinción entre gobernantes y gobernados. Al respecto, de un modo característico en su pensar, señalaba que
“Aunque sea cierto que para las clases productivas fundamentales (burguesía capitalista y proletariado moderno) el Estado no es concebible más que como forma concreta de un determinado mundo económico […] no se ha establecido que la relación de medio y fin sea fácilmente determinable y adopte el aspecto de un esquema simple y obvio a primera vista.”
Esto, añadía, sucede en una situación histórica atrasada, con una burguesía débil, cuando las “nuevas ideas” son llevadas sobre todo por la “capa de los intelectuales”, en el caso de regiones semiperiféricas – como el Sur de Europa y de América – o de la periferia colonial, donde ya estaban en ascenso movimientos de liberación nacional que desempeñarían un importante papel en la conformación de un sistema internacional / interestatal a partir de la década de 1950.
Para Gramsci, además, en el análisis del Estado correspondiente a esa democracia la “distinción entre la sociedad política y la sociedad civil […] es puramente metodológica, no orgánica y en la vida histórica concreta sociedad política y sociedad civil son una misma cosa”. Así, entendía al Estado como “todo el conjunto de actividades prácticas y teóricas con que la clase dirigente no sólo justifica y mantiene su dominio, sino que logra obtener el consenso activo de los gobernados”. Y añadía que al interior de ese Estado operaba además la lucha de la clase subalterna “por mantener la propia autonomía y a veces por construir una propia hegemonía, alternativa a aquella dominante, disputando a la clase dominante el sentido común.”
En esta perspectiva, cabía plantear que “una clase se encuentra madura para proponerse a sí misma como hegemónica solo cuando sabe ‘unificarse en el Estado’”. Con ello, cual la formación de “un nuevo tipo de Estado”, generaba el problema de la formación “de una nueva civilización” que tomara cuerpo a partir de aquella “revolución moderna” que reclamara Marx en 1852.
Hoy, aquí, podemos, debemos encarar desde nosotros mismos la tarea de crear las condiciones que faciliten la transición hacia un Estado que sea revolucionario por lo democrática que llegue a ser la civilización que contribuya a generar – esto es, por su capacidad para expresar y ejercer el interés general de la sociedad. Esa civilización no será nueva si se define en confrontación con la barbarie de quienes no participan de ella. Lo será, en cambio, si lo hace desde la naturaleza de quienes la construyen, y contra la falsa erudición que lleva a otros a adversarla.
rb/gc
*Ensayista, investigador y ambientalista panameño.
Referencias bibliográficas
[1] Marx, Karl (1852): “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”. C. Marx y F. Engels, Obras escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú 1981, Tomo I, páginas 404 a 498. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/brumaire/brum1.htm
[2] “Maestros Ambulantes”: La América. Nueva York, mayo de 1884. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975.VIII, 288 – 292.
[3] Al respecto, Liguori, Guido: “Democracia” y “Estado”, en Liguori, Massimo; Modonesi, Massimo y Voza, Paquale (2022): Diccionario Gramsciano (1926-1937). UNICApress, Cagliari. https://unicapress.unica.it/index.php/unicapress/catalog/view/978-88-3312-066-9/50/569-1