Con el avance portentoso de la derecha en estas últimas décadas en todo el mundo, las propuestas de transformación del capitalismo (léase: revolución socialista) han ido quedando arrinconadas. Hoy se levantan como “izquierda” propuestas que algún tiempo atrás se hubieran descartado, por tibias y reformistas (los “progresismos” latinoamericanos, por ejemplo).
En la arquitectura global actual, manejada por los megacapitales occidentales con Estados Unidos a la cabeza y la OTAN como su brazo armado, aparecen otros polos de poder que se enfrentan a la supremacía del dólar: China y Rusia. Los ideales de izquierda están tan diezmados que ese multipolarismo que empieza a dibujarse -de ahí la guerra de Ucrania, y probablemente pronto la de Taiwán- es saludado como un “triunfo”. ¿Triunfo para quién? Los capitales son siempre los capitales, no importa la procedencia (“El capital no tiene patria”, dijo un pensador decimonónico, hoy supuestamente superado, fuera de circulación).
Los capitales- o, dicho de otro modo: el modo de producción capitalista- no tiene patria, etnia ni género. ¿Qué diferencia habría si quien me explota es negro, mujer, blanco, homosexual, alemán, noruego, varón, transexual, creyente, ateo, de Burundi o de Estados Unidos? O, exagerando, hasta se podría imaginar: ¿qué importa si es un robot con inteligencia artificial manejado por cualquiera de los anteriores, siempre en la órbita capitalista? El capital se mueve exclusivamente con una lógica inquebrantable, inamovible: trata de extraer hasta la última gota de plusvalía de quien trabaja, no importando si ese o esa trabajador/a es negro, mujer, blanco, homosexual, alemán, noruego, varón, transexual, creyente, ateo, de Burundi o de Estados Unidos, sin importar si es obrero industrial, peón agrícola, mujer empleada doméstica, consultor de organismo internacional con doctorado, ingeniero o ingeniera jefe en una moderna planta automatizada o vendedor ambulante precarizado. La explotación sigue estando presente. ¡Y eso es lo que prima en nuestro mundo capitalista actual!
Es por ello que la única manera de superar ese estado de cosas es yendo más allá del capitalismo, y no pidiendo una “concertación de clases”, “un pacto social” o un “capitalismo serio”, como demandan algunas de las personas “progresistas” que hoy están en la presidencia de algunos países. Como reza un refrán popular: “Para hacer una tortilla hay que romper algunos huevos”. Sin hacer una apelación a la violencia, aunque desde un pacifismo un tanto ingenuo se la pueda rechazar, debemos convencernos que “la violencia es la partera de la historia”, como dijo ese pensador citado, declarado muerto innúmeras veces (curioso cadáver ¿verdad?).
Lo humano está marcado por el conflicto, y no siempre existe la posibilidad de resolverlo pacíficamente. La lucha de clases- que sigue existiendo, aunque pretendan haberla “pasado de moda”- continúa marcando el ritmo de la historia. La violencia está en el fenómeno humano, pero eso no debe llevarnos a su entronización. Dicho sea de paso: no olvidar nunca que la industria armamentística es la principal avanzada científica de la humanidad, captando los adelantos técnicos más desarrollados y produciendo las mayores- inmensamente espectaculares- ganancias de toda actividad humana: se gastan 70 mil dólares por segundo en armas, más de dos billones al año, y esa suma va a parar a gigantescas corporaciones que lucran con la venta de sus mercancías, que no importa para qué las use el comprador. Obviamente, las utiliza para matar. No olvidar nunca que ¡eso es el capitalismo! Por eso tiene sentido el epígrafe de Rosa Luxemburgo, popularizando un dicho de Engels: “socialismo o barbarie”.
El empleo en política del progreso científico
La inteligencia artificial, ese gran portento de nuestro desarrollo científico actual como humanidad, está preparada en buena medida por técnicos occidentales, criados en y defensores del capitalismo. Es con esa ideología que se la prepara; es por ello entonces que -como ya pasó en un par de oportunidades- consultada sobre cómo arreglar el problema del crecimiento humano y las penurias actuales, la respuesta fue “esterilización masiva y eutanasia”. ¿Esa es la solución? ¿Y quién decide sobre los que deben quedar? La Marcha Internacional Comunista pide construir “una patria para la humanidad”. Obviamente son proyectos incompatibles, radicalmente distintos, irreconciliables.
El capitalismo se mantiene con violencia, violencia suprema, sanguinaria, monstruosa: 20 mil muertos diarios por falta de alimentos, cuando sobran alimentos en el mundo. La violencia del sistema es inaudita. ¿Cómo transformar eso? Hoy, donde pareciera que los caminos están tan cerrados, con el campo popular y las izquierdas apabulladas por la avalancha neoliberal (capitalismo salvaje) vale reflexionar sobre todo ello. Podríamos partir de algunas ideas básicas que se podrían resumir en tres ámbitos, líneas o preguntas:
1. ¿Está vigente el marxismo hoy como teoría revolucionaria para cambiar el mundo?
2. ¿Cómo es hoy ese mundo? (entendiendo que el mundo del que habló Marx en su momento ha tenido grandes transformaciones).
3. ¿Cómo dar ese cambio?
De lo que se desprende una cuarta, que impone decidir qué caminos tomar. Es decir: cuál es el instrumento para ese cambio: ¿partido, movimiento, frente amplio, fundación algo nuevo, etc.?
Cada línea de pensamiento de estas tres “ideas-fuerza” esbozadas da para una eternidad de trabajo que rebasa infinitamente el presente modesto opúsculo. Aún a riesgo de ser irreverente, y solo a modo de síntesis introductoria, podría decirse algo de cada una de estas líneas planteadas, para llegar a la cuarta.
1. ¿Está vigente el marxismo hoy como teoría revolucionaria para cambiar el mundo?
Sí, sigue estando vigente. Sus conceptos fundamentales, en tanto construcciones científicas, siguen siendo herramientas válidas para entender y proponer alternativas en torno a la realidad. Las sociedades humanas (hoy día sociedad absolutamente mundializada: “aldea global”, para usar la expresión de McLuhan, o “sistema-mundo”, siguiendo a Wallerstein) se asientan en la producción material que asegura la vida.
La forma de organización que adopta hoy esa sociedad planetaria es, básicamente, capitalista. Experiencias socialistas en este momento casi no quedan, y las que sobreviven han realizado o están realizando profundas modificaciones en sus estructuras básicas para poder sobrevivir. El capitalismo, por tanto, es por lejos el sistema ampliamente dominante (sociedades no agrarias, aún en el neolítico, si bien las hay en un número muy limitado, son rarezas antropológicas). Por tanto, si algo tenemos, es capitalismo triunfante, con aureola de ganador luego de la caída del campo socialista europeo y la reversión de los cambios en la República Popular China – lo cual abre un interrogante de hacia dónde va ese proceso, y cómo ayuda, o no, a una revolución global-. Capitalismo triunfante que, a través de uno de sus voceros académicos (Francis Fukuyama), se permitió decir eufórico que “la historia había terminado” cuando se desintegró la Unión Soviética.
Entender esa estructura básica que mueve al mundo es entender las relaciones de producción que la sostienen; las mismas son relaciones de explotación de un factor (el capital, en sus nuevas formas -capital financiero global, despersonalizado, sin patria- pero capital al fin) y quien produce la riqueza: los trabajadores (también en sus nuevas formas: un proletariado industrial urbano en proceso de cambio / achicamiento / extinción, contrataciones tercerizadas en el Tercer Mundo, pérdida de conquistas laborales históricas, trabajadores de carne y hueso reemplazados cada vez más por procesos de automatización y robotización, etc.).
Pero más allá de la nueva fisonomía, las relaciones capital-trabajo siguen absolutamente vigentes, son la esencia mismo del mundo, lo que lo explica, lo que lo dinamiza. Lo que mueve al capital, la esencia última que pone en marcha al sistema global, sigue siendo la obtención de plusvalía (el trabajo no remunerado que constituye la ganancia capitalista, el plusvalor), y la acumulación del mismo, que termina siendo capital monopolista, y luego imperialista.
La lucha de clases (en sus nuevas y diversas formas) continúa siendo el motor de la historia. Leer esa realidad y proponer alternativas revolucionarias es (ha sido, y seguramente será) el corazón mismo del pensamiento marxista, o socialista, o crítico, o como se le quiera llamar (¿pasó de “moda” hablar de socialismo o comunismo? Eso lleva a preguntarnos por qué. ¿Qué significado histórico tuvo la caída del Muro de Berlín?). Conclusión: el marxismo, en tanto expresión científica que estudia la realidad social, sigue vigente como método de análisis y como propuesta de transformación. Pero hay que adecuarlo a los nuevos tiempos, muy distintos en muchos aspectos -quizá no en la estructura de base, pero sí con cambios importantes en su dinámica- de lo visto por los clásicos hace un siglo y medio atrás.
2. ¿Cómo es hoy ese mundo? (entendiendo que el mundo del que habló Marx en su momento ha tenido grandes transformaciones).
El mundo actual, capitalista en sus cimientos, ha cambiado mucho en este más de siglo y medio, desde la formulación del Manifiesto Comunista como documento fundacional del socialismo científico.
Hoy día el proceso de mundialización (globalización) ha transformado el planeta en un mercado único, con capitales tan fabulosamente desarrollados que están más allá de los Estados nacionales modernos (el 60 por ciento de los activos y de las ganancias de las corporaciones transnacionales proviene de sus actividades fuera de sus países de origen). El desarrollo portentoso de las tecnologías abre nuevos y complejos retos al campo popular y a las propuestas revolucionarias: el poder militar del capital es cada vez más grande, los métodos de control (en todo sentido, en especial el ideológico-cultural, a punto que se habla de una “guerra de cuarta generación: mediático-psicológica”) son cada vez más eficientes, el capitalismo salvaje y sin límites (eufemísticamente llamado neoliberalismo) ha hecho retroceder conquistas sociales históricas; la desesperanza y la despolitización seguidas a la caída del campo socialista soviético aún siguen siendo grandes- lo cual no significa que no haya protestas, muchas y variadas, hechas todas desde la reacción y el hartazgo de los pueblos y colectivos sojuzgados, pero sin alcanzar a hacer colapsar el sistema-.
A ello se suma, en este nuevo mundo inexistente más de un siglo y medio atrás, nuevos elementos, como el capital mafioso (capitales golondrinas, fondos buitres, paraísos fiscales, capitalismo especulador, narcotráfico como nuevo factor de acumulación y estrategia de dominación renovada), nuevos sujetos que se suman a la protesta: reivindicaciones de género contra la opresión patriarcal, contra la opresión étnica, la reacción ante el desastre ecológico en juego producto del modo de producción y consumo vigente, grupos marginalizados como, por ejemplo, el campo de la diversidad sexual que hoy se suma en tanto nuevo elemento de crítica cuestionando la homofobia.
Las contradicciones de clase siguen siendo el motor de la historia, con el agregado y articulación de estos nuevos sujetos. Esto lleva a replantearnos aquello de contradicciones principales y secundarias: en un sentido, todas las contradicciones son importantes y pueden funcionar como detonantes de cambios. Ahí tenemos, por ejemplo, los movimientos de defensa territorial que recorren Latinoamérica: no son una expresión clara de contradicción capital- trabajo asalariado, pero igualmente pueden funcionar como chispa transformadora. Así como, en otro contexto, pueden haber sido los movimientos juveniles que pusieron en marcha la Primavera árabe o en su momento, el Mayo Francés de 1968.
La pauperización/ descomposición del proletariado industrial de los países centrales abre igualmente nuevos escenarios. El capitalismo globalizado y su abandono creciente del Estado satisfactor de cuño keynesiano impone también una nueva dinámica. La privatización de todo lo público se ha abierto paso en estos años, proceso aparentemente sin retorno en este momento, fomentando la engañosa ideología de “empresa privada: sinónimo de eficiencia, sector público: equivalente a desastre, burocracia e ineficiencia”.
El sistema sabe muy bien lo que hace, porque tiene mucho que perder (la clase trabajadora “no tiene nada que perder más que sus cadenas”, enseñaban Marx y Engels en el Manifiesto Comunista). Es por eso que está siempre librando la lucha de clases al rojo vivo, aunque no sea en forma violenta y sangrienta- cosa que, si tiene que hacerlo, lo hace sin miramientos-.
En esa perspectiva se inscribe la actual fiebre onegizadora -permítasenos el neologismo-. Sabemos que entre las ONG’s hay de todo, incluso compañeras y compañeros muy honestos y convencidos que realizan un trabajo social con contenido político. Lo cierto es que, vistas en conjunto, no constituyen sino una forma de remendar / paliar los servicios que no brindan los Estados nacionales (la Unión Soviética o China comunista no necesitaron de eso para desarrollarse), por lo que su incidencia en la realidad de un país es mínima, siempre marginal. Existen porque los países donantes -las potencias capitalistas- establecen allí una forma de control social; la cooperación internacional (“estrategia contrainsurgente no armada”, según los manuales de operación de la CIA) busca justamente eso: la fragmentación social, los reclamos o reivindicaciones parciales: por un lado mujeres peleando por la equidad de género, por otro lado: pueblos indígenas levantando banderas antirracistas, toda la diversidad sexual concentrada en sus demandas contra la homofobia, los ecologistas enfocados en un mejor relacionamiento con el medio ambiente, pero falta la visión de clase que articule todos esos movimientos. Cobra así sentido la histórica máxima maquiavélica de “divide y reinarás”. Esa supuesta “cooperación extranjera” busca fomentar la dependencia de los dólares o los euros que llegan como regalo, el establecimiento de agendas que, en definitiva, beneficia solo a las potencias. “La cooperación internacional rasca donde no pica”, dijo certero un dirigente campesino de Centroamérica. El movimiento revolucionario no puede ser una ONG, en absoluto.
En definitiva: si bien la estructura de base se mantiene (la explotación del trabajo, por ende del trabajador en cualquiera de sus formas: obrero industrial, campesino, productor intelectual, etc.), hay nuevas formas del mundo que implican necesariamente nuevas formas de lucha.
El teletrabajo que se va abriendo paso -ya hay una pléyade de “nómadas digitales” que trabaja en solitario moviéndose de un país a otro- fuerza a pensar estas realidades novedosas: ¿qué será en el futuro de los sindicatos entonces?
El “distanciamiento social” que impuso la pandemia de Covid-19 estableció las pautas para esta llamada “nueva normalidad”, la cual establece la distancia para todo. Ello no significa que los pueblos vivirán distanciados, pero la modalidad de distancia que impone lo digital va modelando una nueva sociedad, y eventualmente un nuevo sujeto (¡hasta el sexo ya va siendo virtual! ¿Se termina la presencialidad para todo?) Sigamos pensando firmemente que la revolución no es virtual: si no hay gente enardecida por su situación de explotación en la calle levantando la protesta, no puede haber cambio, transformación revolucionaria real.
La catástrofe ¿medioambiental? mueve también a incorporar esa nueva dimensión en el pensamiento revolucionario; si hay catástrofe ecológica- y no “cambio climático”, como si eso fuese un proceso geológico natural- es por el modelo de producción y consumo generado, disparatadamente depredador -piénsese en la obsolescencia programada, por ejemplo-.
Conocer este mundo, distinto al capitalismo inglés de la segunda mitad del siglo XIX, implica estudiar muchísimo todas estas nuevas variantes. En lo esencial, el sistema capitalista se mantiene, pero todas esas nuevas aristas imponen nuevas problematizaciones, nuevas formas de lucha. El imparable proceso de robotización y automatización de los trabajos (hoy día hasta se hace psicoanálisis en forma virtual; ¿lo hará próximamente un robot?), en los marcos del capitalismo, en vez de ser un factor de bienestar para la gente, es un castigo, pues aumenta la desocupación. Sin dudas, desde un planteo revolucionario, eso no se puede dejar de tener en cuenta. Por lo pronto, la tajante división de los países entre un Norte super desarrollado y un Sur global infinitamente empobrecido, plantea desafíos: ¿cómo cambiar eso?
3. ¿Cómo dar esa lucha, cómo lograr ese cambio buscado?
Esta es la razón de ser de plantearnos estos problemas y estudiar todo lo anterior para poder formular propuestas concretas en relación a cómo cambiar el mundo capitalista, cómo construir el socialismo.
En esto puede ser importantísimo, imprescindible quizá, revisar las pasadas experiencias socialistas revolucionarias (las que triunfaron y se constituyeron como poder político a nivel nacional: la rusa, la china, la cubana, la nicaragüense, etc.), y las que no lo lograron, como la guatemalteca, la colombiana, la salvadoreña, la alemana. ¿Falló algo en los proyectos triunfantes? ¿Qué pasó?
Igualmente, en este estudio histórico, debemos preguntarnos ¿por qué retrocedieron las revoluciones ganadoras en los primeros Estados socialistas? ¿Por qué no se pudo triunfar en las que no se logró? La Comuna de París de 1871 fue ahogada en sangre. ¿Por qué en la Unión Soviética, por ejemplo, se pasó a un capitalismo rapaz en 1991? ¿Por qué la gran cantidad de movimientos armados del mundo se desarmaron convirtiéndose en partidos políticos que entraron en la lógica capitalista sin mayor incidencia en cambios sociales reales? Mucho que estudiar, sin dudas. (sigue).
rmh/mc
*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino.