ES INNEGABLE que después de dos siglos de instalada la República, la patriarcal capital peruana, autodenominada “Lima Virreinal”, “Ciudad de los Reyes”, experimenta inexorable metamorfosis social, política y marcada e irrevertiblemente étnica. Sólo queda el recuerdo en los escasos nonagenarios, sobrevivientes, que aun transitamos en este valle de lágrimas. No existe ya la babieca nobleza de hacendados y aristócratas, de aquella Lima elitista, ni la criolla sociedad popular, retratada en los ya casi olvidados versos de bardos como Felipe Pinglo y otros, ya fenecieron, y no dejaron más herencia que los recuerdos, que se van extinguiendo. Desaparecieron los denominados centros culturales limeños, hoy, inexorablemente sustituidos por centros quechuas, huancas y demás, otrora inimaginables. El folklore de aquel Perú profundo, auténticamente peruano, desdeñosamente desplazado durante cerca de dos siglos, es hoy el que ha tomado la posta. Los nuevos y mestizos peruanos son los que van tomando posesión en los espacios, para ellos antes vedados por motivos segregacionistas.
Los exclusivos apellidos clasistas de rimbombantes abolengos están siendo definitivamente desplazados, cosa poco menos que impensable hace algunas décadas. Ahora ya se imparten lecciones de quechua, públicamente, en los sets televisivos, antes inexpugnables. Así pues, la Capital peruana, autodenominada “Ciudad de los Reyes”, experimenta hoy, inexorable e irreversible mutación. Los reyes de rimbombantes alcurnias de otrora, que se sentían dueños del Perú, están siendo desplazados por los mestizos y cobrizos peruanos, de estirpes quechuas, aimaras, huancas, mochicas y demás. Un nuevo mestizaje se halla en camino sin retorno, en un país en el que, una suerte de nobleza heredera del viejo Virreinato, pretendió imponerse, mirando de reojo al resto de la población, entonces, reducida.
El censo de 1900, registró en Lima, 170 mil habitantes, menos del 10 por ciento de la población nacional de unos dos millones. Hoy, Lima albera a unos doce millones, más del tercio de la población nacional, que amenaza con un dramático abultamiento de impredecibles consecuencias. Tal impresionante fenómeno, que a nadie o a muy pocos les interesa, tiene el sabor de una suerte de revancha de los peruanos olvidados y segregados del patio trasero y a los que, desde Lima se los miraba de reojo, en actitud de menosprecio. La patriarcal ciudad capital está perdiendo aquella cursilería que dividió al país en dos sectores: los plebeyos de las regiones y los exclusivos limeños, los exclusivos peruanos, que tal como lo proclamara el poeta Abraham Valdelomar, desde el céntrico y exclusivo “Palais Concert” cuando decía con cierta juvenil petulancia “El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert soy yo.
Lima es hoy la ciudad serrana más grande del Perú. De la cuarentena de distritos, a excepción de tres o cuatro, todos los restantes fueron ocupados por habitantes de todo el territorio, mayoritariamente andinos del norte, centro y sur. Ahí están copados por peruanos inmigrantes: San Juan de Lurigancho, Los Olivos, San Martín de Porres, Ventanilla, San Cosme, San Cristóbal, Villa María del Triunfo, Puente Piedra, Santa Anita, Villa El Salvador, Ate y tantos otros, a excepción de una media docena de viejos distritos tradicionales y dos o tres barrios exclusivos, a los que también se han integrado no pocos de los exitosos denominados, peyorativamente, provincianos, como si Lima no fuese, igualmente una provincia. Los empingorotados apellidos de la vieja nobleza limeña, fueron sucesivamente desapareciendo de su veterana exclusividad. Ya no es extraño, en nuestros días, tropezar con miles o millones de peruanos de apellidos combinados, entre paternos y maternos, producto de la simbiosis humana: paternal y maternal, derivada del entroncamiento, consciente o inconscientemente dentro de la imparable explosión humana y la fusión étnica.
El cambio se inició, sin ninguna duda, con la masiva migración de los peruanos que sólo eran tales por haber nacido en ese otro Perú, en cuyo ámbito aún se puede comprobar la existencia de todas las etapas de la Historia, y que en él, obligatoriamente cantaban el Himno Nacional, cuyas estrofas originales hasta fueron modificadas por repentinos y tardíos arrepentimientos, ya se anuncia que igualmente será modificado el Escudo Nacional, y no faltaron algunos desaprensivos personajes que insinuaron el cambio de los colores de la Bandera.
Convertida la Capital, durante doscientos años, en una suerte de “sueño limeño”, y en la que, creyendo encontrar a la panacea de sus sempiternos y dramáticos problemas sociales insolutos, los olvidados y despreciados habitantes del llamado “Perú profundo”, sin proponérselo, se convirtieron en conquistadores de la despótica Capital y en sustitutos de los, antes, “criollos de pura cepa”, que paulatinamente han sido desplazados, casi en todos los frentes. Los poderes públicos, sempiternamente reservados, exclusivamente para empingorotados personajes de las llamadas clases sociales, dueños de fortunas, hacendados, banqueros y bufetes de connotados estudios abogadiles, al servicio de las altas clases sociales, y los programados feroces golpismos ejercitados por profesionales conspiradores, acabaron por pasar al extremo integrado por representativos de clases sociales populares, aun cuando ex abruptamente, sin embargo inevitable.
Capturados casi todos los escenarios: políticos, judiciales, televisivos y hasta empresariales, por peruanos otrora desplazados, discriminados y segregados, hoy exhiben otra imagen de tipo integracionista, aun cuando, con similares defectos y cuestionables conductas, heredadas, no por eso justificables. Así, las nuevas corrientes político-sociales, si bien han tomado la posta de la dirección del país, no renunciaron, sin embargo, a la condenable herencia que parece hallarse en la sangre y los tuétanos.
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