Por Juan J. Paz y Miño Cepeda*
Exclusivo para Firmas Selectas de Prensa Latina
De acuerdo con el profesor británico e historiador John Lynch, los caudillos eran jefes regionales, cuyo poder nació del control directo de las haciendas, pues a través de la propiedad de los territorios controlaban recursos y trabajadores. La colonia no favoreció el caudillismo, que fue un fenómeno nacido con las guerras por la independencia sobre la base del dominio personal, con una relación entre patrono y clientes subordinados, que podía crecer desde lo local a lo nacional, aunque el poder seguía siendo personal y no institucional. (1 Lynch, 1993 y 2001).
Al caudillo favoreció el régimen presidencialista latinoamericano adoptado al fundarse las repúblicas, de modo que durante el siglo XIX la región estuvo llena de caudillos y cada historia nacional da cuenta de ellos.
El hecho de que las figuras personales se imponían a las instituciones, deriva de una especie de “privatización” del poder económico, ya que durante la vigencia de la hacienda y del régimen oligárquico determinado por ella y tan característico del siglo XIX, en América Latina eran las familias terratenientes y sus patriarcas las que directamente controlaban los procesos económicos y las relaciones con la fuerza de trabajo, sin que el Estado pudiera ingresar sobre ellos y ejercer su imperium mediante las leyes y las instituciones.
Además, eso facilitó a la oligarquía dominante el control del Estado, de manera que desde la propia institucionalidad pudo garantizar una doble situación: de una parte, la implantación de un régimen político largamente excluyente para las mayorías nacionales a través de diversos mecanismos como el voto censitario; y, de otra, un verdadero retiro o ausencia del Estado en la economía, pues la producción y el trabajo estaban en manos de una elite de ricos y propietarios, aliados con comerciantes y banqueros.
El poder privado en la economía se impuso al poder político del Estado y la oligarquía a las instituciones estatales frecuentemente por intermedio de sus caudillos. Un círculo sin salida, porque el Estado no intervenía ni regulaba la economía debido a que el sistema oligárquico lo impidió, al propio tiempo que la “iniciativa privada” estaba en manos de una elite social parasitaria y rentista, alejada por completo de los rasgos y valores de las burguesías revolucionarias (K. Marx) que levantaron el capitalismo.
Los liberales en toda Latinoamérica, así como los radicales en países como México, Argentina e incluso Ecuador, cuestionaron el poder terrateniente aliado a los conservadores y a la iglesia católica, al que calificaron como “feudal”. El ascenso liberal y radical acompañó a las incipientes burguesías y desde mediados del siglo XIX se implantaron regímenes liberales en México o Argentina, aunque en Ecuador fue tardío, porque el triunfo armado del caudillo radical Eloy Alfaro se produjo en 1895.
Pero los liberales no lograron alterar el régimen oligárquico, aunque provocaron avances y modernización del Estado, los derechos individuales, la legislación civil y la cultura laica. En materia económica confiaron en las virtualidades de la empresa privada, alentando el desarrollo de sectores burgueses identificados con las exportaciones primarias, el comercio, los bancos y las primeras manufacturas e industrias. Además, no eran partidarios de la intervención del Estado en la economía, lo cual coincidía con un mundo internacional de hegemonía occidental, en el que primaron las ideas del mercado libre.
Esquemáticamente puede decirse que durante el siglo XIX-histórico los Estados latinoamericanos, hegemonizados por la misma oligarquía que controlaba la economía, no intervinieron en esa esfera, limitándose al manejo de la hacienda pública, la administración de algunos impuestos (el más importante fue sobre el comercio externo) y la realización de ciertas obras materiales. Liberales y radicales extendieron algunos servicios, consolidaron derechos individuales y promovieron la modernización de tipo capitalista, pero sin crear Estados intervencionistas en lo económico, que siguió casi exclusivamente en manos privadas.
Con la Revolución Mexicana (1910), con los gobiernos mal llamados “populistas” (Getulio Vargas en Brasil, Lázaro Cárdenas en México, Juan Domingo Perón en Argentina), y con la Revolución Juliana (1925-1931) en Ecuador, se afirmó el intervencionismo estatal en la economía, y además con rasgos nacionalistas y antimperialistas. Los gobiernos julianos en Ecuador impusieron el papel rector del Estado en la economía monetaria y financiera mediante la creación del Banco Central y fueron pioneros en institucionalizar derechos sociales y políticas estatales para atenderlos y garantizarlos.
Pero fue durante las décadas del modelo desarrollista en los años sesenta y setenta del pasado siglo cuando el Estado pasó a ser un activo agente de la economía e, incluso, un verdadero promotor de la empresa privada y de la modernización capitalista.
Influyó en ello el pensamiento de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) que para inicios de los sesenta contaba con una serie de investigaciones socioeconómicas sobre la región y con propuestas innovadoras para los “cambios de estructura” a través de las reformas agraria, administrativa, tributaria, industrial y del comercio exterior; pero también fue decisivo -al menos durante el primer lustro de los sesentas- el programa Alianza para el Progreso (ALPRO), con el cual los EE.UU. , tras la Revolución Cubana (1959), pretendieron evitar que cualquier otro país cayera en el “comunismo” y, al mismo tiempo, contribuir al “desarrollo” de América Latina, que significaba, en los hechos, el reforzamiento de la presencia norteamericana en la región.
El desarrollismo permitió la definitiva superación del régimen oligárquico como ocurrió en Ecuador y consolidó el camino capitalista latinoamericano de la mano del Estado como instrumento para la promoción empresarial, la provisión de servicios, la realización de amplias obras públicas, el flujo de recursos a través de planes para el desarrollo, la reingeniería administrativa e institucional y también la integración regional, limitada por objetivos simplemente empresariales. Incluso fue favorecido el ingreso del capital extranjero, lo cual reforzó lazos económicos con los EE.UU. y la extensión de la guerra fría a todo el continente, que derivó en las dictaduras terroristas del Cono Sur de América Latina, implantadas desde 1973.
Con el inicio de la década de 1980 el esquema desarrollista se alteró. En 1982 estalló el problema de la deuda externa, que alimentó la presencia del Fondo Monetario Internacional (FMI) y sus condicionamientos a los gobiernos a través de las “cartas de intención”, que impusieron el retiro del Estado, las privatizaciones y el desenvolvimiento de la economía de la mano de la empresa privada y del mercado libre, considerados como las fuerzas naturales de la civilización occidental.
A los pocos años, a consecuencia de la perestroika iniciada por la URSSS se produjo el derrumbe del bloque socialista y con ello el ascenso hegemónico y unipolar de los EE.UU., el triunfo de la globalización transnacional y el predominio ideológico del neoliberalismo y del “Consenso de Washington”.
El nuevo contexto mundial tuvo un impacto decisivo en América Latina, porque las economías de los distintos países (exceptuando Cuba, que a partir de 1990 tuvo que entrar al “período especial”) definitivamente quedaron presas de las concepciones neoliberales y, por consiguiente, avanzó el retiro del Estado y floreció el dominio empresarial privado.
Ocurrió algo parecido a la época del sistema oligárquico, porque una economía privatizada fue acompañada por Estados subordinados a los intereses privados. Este “modelo”, si bien levantó como nunca antes la vía capitalista de la región, convirtió a América Latina en la más inequitativa del mundo, agravando las condiciones de vida y de trabajo de amplios sectores populares.
Con los gobiernos progresistas, democráticos y de nueva izquierda, iniciados con el triunfo presidencial de Hugo Chávez en Venezuela (1999) se marcó un nuevo ciclo en la historia contemporánea de América Latina.
Gracias a la recuperación del Estado como agente económico y a la nueva institucionalidad que dichos gobiernos supieron fortalecer en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Nicaragua (relativamente Chile), así como por el giro radical en las concepciones políticas y económicas, el neoliberalismo fue arrinconado como tendencia otrora dominante, se realizaron grandes e importantes inversiones públicas, fueron destinados enormes recursos al fortalecimiento de los servicios públicos y las políticas sociales (educación, seguridad social, atención médica, salud, vivienda), de manera que mejoraron significativamente las condiciones de vida y de trabajo de las poblaciones nacionales.
Además, se hizo énfasis en la redistribución de la riqueza y se subordinó a las capas más ricas y a los empresarios concentradores del capital, a los intereses ciudadanos y del nuevo Estado transformador. Los logros sociales de los gobiernos progresistas están definitivamente avalados por diversos informes de la CEPAL, el Banco Mundial (BM), el FMI y el PNUD, para citar fuentes internacionales oficiales, y además por estudios e investigaciones académicas en revistas especializadas.
Pero las elites económicas que vivieron tan bien bajo el modelo empresarial-neoliberal, hoy ya no están dispuestas a que continúen regímenes políticos que no controlan. Con el paso de los años aprendieron a dar sus propias batallas, a internacionalizar sus estrategias y apoyarse en los intereses imperialistas, igualmente dispuestos a no dejar que el triunfo del capital en el mundo globalizado sea cuestionado.
En este telón de fondo se explica la conformación de un sólido frente de enemigos de los gobiernos progresistas: el imperialismo, los medios de comunicación privados más influyentes y las derechas económicas y políticas, que defienden los intereses de los altos empresarios y de la clase política más tradicional.
Sin duda, esa tripleta ha avanzado y con relativo éxito. Han acudido a todo tipo de estrategias bien directamente o a través de voceros e intermediarios: intentaron golpes de Estado en Venezuela (2002), Bolivia (2008) y Ecuador (2010); en Honduras (2009) inauguraron el golpe blando-institucional (2009) destituyendo a Manuel Zelaya; en Paraguay igualmente (2012) contra Fernando Lugo; y ahora (2016) en Brasil, con un golpe parlamentario-judicial contra Dilma Rousseff; pudieron retomar la presidencia en Argentina con Mauricio Macri (2015) y derrotar en el referéndum la propuesta reeleccionista de Evo Morales (2016) y lanzaron la guerra económica contra el presidente Nicolás Maduro en Venezuela.
En Ecuador, no sólo han redoblado la lucha “anti-correísta” utilizando todo lo utilizable, sino que, en la coyuntura creada por la catástrofe que ocasionó el terremoto en la región costanera norte del país, se han lanzado con una agresividad que antes no demostraron, contra el Estado intervencionista y su “excesivo gasto público” y contra los impuestos, mientras se silencia el hecho más escandaloso del presente: gracias a los “Panama papers” se han conocido los nombres de empresas y políticos, que han desviado 25 mil millones de dólares (la cuarta parte del PIB del Ecuador) a los paraísos fiscales, para eludir al Estado y a los impuestos.
Los errores cometidos por los gobiernos democráticos y de nueva izquierda, en las circunstancias recesivas agudizadas desde 2015, son parte del problema, de modo que lo único que cabe esperar es la potenciación de la crítica y de la autocrítica.
Pero ese no es el problema central que vive América Latina. El eje de la confrontación latinoamericana está ahora, muy claramente, en la lucha entre dos modelos de economía:
Uno, basado en la idea de que el mercado libre, la empresa privada, los buenos negocios, la globalización transnacional y la ausencia de Estado regulador e interventor tienen que determinar la ruta del futuro; y otro que considera que la economía tiene en el Estado un poderoso agente para el desarrollo (como lo ha demostrado la historia latinoamericana), que a través de él hay que proveer servicios que atiendan los derechos colectivos y ciudadanos a la educación, salud, medicina, seguridad social, vivienda, paz; que la economía se orienta al servicio de la sociedad y no de elites; que debe redistribuir la riqueza y cobrar impuestos directos y progresivos para ello; y que, en definitiva, se orienta para la construcción futura del Buen Vivir, con sentido latinoamericanista y, en última instancia, propende a la creación de un sistema que supere el capitalismo.
Apenas llegó al poder, Mauricio Macri comenzó en Argentina el retorno al neoliberalismo. Ni bien llegó a la presidencia Michel Temer en el Brasil, conformó un gabinete (sin mujeres ni afro-brasileños) con personajes de la derecha tradicional y gente de empresa; suprimió el Ministerio de Cultura; anunció la reducción del gasto público y de la burocracia, la revisión del sistema de seguridad social y de pensiones (a fin de privatizarlo), nuevo estatus para un Banco Central autónomo, apertura al mercado internacional de inversiones, aumento de la participación extranjera en el sector energético, aliento a la inversión privada, y en camino otras “medidas duras” para “restaurar” la confianza empresarial en el país y “salir adelante”.
Argentina y Brasil pasan a ser el espejo de lo que sucederá en América Latina si es que triunfan las elites empresariales, el imperialismo y los medios de comunicación a su servicio. Una serie de actores políticos serán las figuras visibles, pero tras bastidores son esas fuerzas señaladas las que actúan para reposicionar sus intereses en la región, contra cualquier gobierno progresista.
Quito, 13/mayo/2016
ag/jpm
Referencias
1) John Lynch, América Latina, entre colonia y nación, Barcelona, Editorial Crítica, 2001; Caudillos en Hispanoamérica 1800-1850, Madrid, Editorial MAPFRE, 1993