Tatum era un gato negro como la medianoche. A pesar de ser gordo saltaba con una agilidad de bailarina de ballet ruso entre un cuarto y otro, sobre un tejado y otro, como si de su cuerpo brotaran unas magníficas alas de murciélago, totalmente insensible a los llamados de su dueño que lo llamaba a gritos por temor a unos chinos que se habían mudado recientemente al barrio y que según aseguraba preparaban unos ricos chaulafanes hechos con fideos y carne de gato.
Su dueño, un letrado de gafas oscuras, cuerpo delgado y una insaciable hambre de libros que le hacía devorar volúmenes enteros en su mullido sofá de doble cuerpo, se había jubilado recientemente y no sabía qué hacer con su vida.
Había enviudado hacía algunos años y desde entonces se dedicaba a leer alfabéticamente los libros que almacenaba en su vasta biblioteca que era su pequeño tesoro y a engreír a Tatum que era un gato enorme de un pelaje brillante y resabiado, que lo miraba desde sus grandes ojos amarillos indescifrables mientras le hacía comprender con sus maneras pausadas y elegantes que él era el dueño de casa, de sus aposentos y de su corazón, que se haría siempre lo que él mandara como un pequeño dictador.
Todo comenzó cuando el letrado se empezó a sentir solo, “solo de nación” como decía su esposa, quien era una buena mujer manabita que preparaba unos exquisitos ceviches de pescado con chifle y de viche con maní que hacían la alegría de su marido quien no se cansaba de alabar el buen gusto y la dedicación por la cocina que había sido una de las innumerables cualidades que lo habían enamorado. El hombre estaba seguro que su afición por ella comenzó por la cocina porque él sostenía que una de las mejores pruebas de amor era saber guisar para la persona amada; pero su adorada esposa se perdió entre tantos guisos y embutidos y demás fiambres que le provocaron una gordura extraordinaria que hizo explotar su corazón en un infarto que desmoronó los últimos años de la vida del letrado, reducida a recuerdos, aromas y nostalgias. Después del velorio y el entierro el letrado se echó sobre su cama de hierro forjado con el terno oscuro y los zapatos encajados en su frágil cuerpo, miró el techo carcomido por las palomas y sintió que su vida no valía la pena. Se había casado, había tenido un hijo que ahora no se acordaba de ellos, un trabajo en el juzgado que sorbió sus sesos entre demandas y acusaciones y una afable esposa que no exigía más de él que las legumbres del huerto, a las que él prodigaba amor, cuidados y protección como a un perrito fiel y cariñoso.
Su mundo se había desplomado de un momento a otro. Trató de armar lo poco que quedaba de él con una disciplina extraordinaria, por la mañana leía hasta las dos, por la tarde se armaba un sándwich de mortadela y pan al que pasaba con tragos de coca–cola mientras miraba al infinito por la ventana azul y por la tarde escuchaba jazz en el sofá, en especial a su admirado Art Tatum, el pianista negro que lo arrullaba con sus dedos mágicos sobre los que flotaba un grueso anillo de oro. Ponía sus audífonos sobre sus orejas sedientas y se quedaba dormido en una somnolencia llena de encanto y de dulzura que lo aliviaba del sinsabor de la nada y el vacío. A la noche escuchaba el noticiero con un sentimiento vago de que nada era cierto y que todo el mundo mentía y terminaba por resignarse e irse a acostar con el deseo no confesado de que se alargue el sueño hasta la eternidad.
Cierto día se despertó sintiendo que el mundo se repetía, que era un autómata aferrado a una cadena de recuerdos, de minúsculos hechos repetidos que le provocaban un sofoco en el pecho que terminó por inspirarle lástima y autodesprecio, pensó en un momento de lucidez que debía salvarse, romper la cadena, deslizarse por otro mundo que no conocía y salió a la calle con el evidente deseo de encontrarse con la sorpresa y la encontró en una vecina mayor y soltera que coqueteó con él sin el menor recato, se ofreció a llevarle té caliente por las tardes y le regaló un gatito flaco y esponjoso, el último de una camada de diez –dijo– había pensado en ahogarlo o abandonarlo en la calle, le confesó, porque todos sus hermanitos habían encontrado hogares felices y niños querendones, pero a este nadie lo había querido por su color, era negro como la brea.
–Yo no soy racista, dijo un poco avergonzada, pero dicen que los gatos negros traen mala suerte. De pronto usted que es un hombre de cultura no hace caso a esas supersticiones y, además, añadió con afán: –El gato le va ayudar contra los ratones, en el invierno con tanta lluvia y calor son una peste, se multiplican como hongos–.
Nunca dijo le va ayudar contra la soledad, pero seguro lo estaba pensando, sobre todo por la mirada que le echó, una mirada melosa y tierna como de agua con manzanilla y miel, que el letrado acató sin reserva, un poco sorprendido de los avances de la mujer. El hombre se fue a la casa con el gatito en el bolsillo, sintiendo que junto a su pecho brincaba un montoncito frágil de vida con unos ojos amarillos que lo hipnotizaban, aprovechó para comprar los periódicos y comida para el nuevo huésped.
Desde ese día comenzó la domesticación del letrado. El gato se levantaba a la madrugada a rascarle la barriga como si fuera las tetas de su madre y el hombre se despertaba aguijoneado por esos puñales diminutos y corría, casi pidiéndole perdón, a la cocina a llenar el tazón de pepas y a darle agua que sorbía con su lengüita colorada. Era imposible continuar con el sueño, entonces el hombre se dedicaba a cultivar el huerto, a remover la tierra con el sol templado sobre su nuca y a admirar, con un sentimiento nuevo que hacía tiempo había olvidado, las piernas de las vecinas que corrían muy temprano para el trabajo. Tatum satisfecho dormitaba sobre sus libros mientras el letrado pensaba que era hora de poner a salvo su biblioteca, pues el gato tenía la costumbre de afilar sus garras sobre los lomos de los libros y contemplar con una mirada vigilante el proceso en que su nuevo dueño se instalaba en su cómodo sofá a releer libros que ya había leído, pero que habían movilizado emociones en su juventud. Pero los horarios los imponía Tatum quien nunca acató su nombre completo Art Tatum, como el artista estadounidense, solo Tatum a secas como si el timbre de su único nombre lo dejara satisfecho y le disgustara que se asociara a un pianista distante que le provocaba sopor y una redoblada pereza que solo era interrumpida por los gorjeos y risas de la nueva vecina empeñada en saber cómo le iba y a la que rehuía saltando del sofá y orillándose receloso con una desconfianza fija en sus grandes ojos convexos. A veces la vecina sonreía y se abrazaba al letrado, triunfal: –¡Tatum aquí están tu papá y tu mamá!, anunciaba con voz de pajarito chillón; y Tatum sacaba las uñas, arqueaba la columna formando una U invertida y bufaba como si estuviera frente a otro gato. La vecina agitaba los brazos con una sonrisa envenenada; se alejaba comprendiendo en su fuero interno que ese gato era su rival y su mayor enemigo.
Tatum empezó a poner sus límites y sus reglas sin que el letrado apenas lo advirtiera. Orinaba en cada esquina de la casa y en cada rincón que le apetecía como si quisiera colocar secretos candados en cada puerta de la habitación, dejaba pelos en la cama, en la alfombra y en el sofá y de cuando en cuando vomitaba bolas de algodón que hacía que la vecina enamorada repudiara ir de visita y acusara al letrado de no educar al minino como se debe; por último, lo instó a que le cortara las bolas, que lo capara como un último intento de domesticarlo y de continuar una vida que se estaba haciendo insoportable no para el dueño de casa que era feliz, sino para ella quien mantenía la secreta ilusión de reemplazar a la mujer experta en guisos de la que solo quedaban nostalgias y un remanente de dolor que ella estaba convencida de aliviar con su presencia.
Después de la visita al veterinario Tatum se volvió más gordo, era una inmensa bola negra que se frotaba contra las piernas del letrado, un perezoso minino que ocupaba casi medio sofá y que obligaba a su dueño a sentarse en una esquina dejando media nalga colgante. Su ronroneo grave invadía toda la casa en una hipnótica cadencia suave que arrullaba al letrado y que hacía que olvidara a su pianista para ser todo oídos a las demandas de un Tatum real que tenía varias clases de ronroneo con los que se comunicaba mucho mejor que si hablara el castellano con su dueño, quien se miraba en sus grandes ojos fijos como si fueran ranuras de espejos encantados.
Las pocas veces que salía el letrado para visitar a su vecina que había optado por no acudir nunca más a su casa, le hablaba ella de un demonio negro que se le tiraba encima, que se apostaba tras los cristales de su casa con sus amenazantes ojos amarillos, observándola incluso cuando se desnudaba, de un gato negro convertido en bruja o una bruja convertida en gato que la acechaba en sus sueños en callejones sin salida, que convertía su vida que pretendía tranquila en interminables maullidos que asolaban las buenas intenciones de llevarle té caliente y de pasarle las pantuflas como en otros tiempos. Por último, lo sometió a un chantaje empujándolo contra la pared:
—El gato o yo, ¡elige!, dijo inflexible.
El letrado eligió el gato.
Tatum como regalo le llevó los canarios de la vecina y sus grandes ojos amarillos parecían sonreír como la medialuna de las noches árabes…
rmh/ab