“La política es el paraíso de los charlatanes”.
Bernard Shaw
En el mundo moderno basado en la industria capitalista, el Estado pasó a ser una pieza clave; su complejidad y división especializada de funciones necesita, cada vez más, de tecnócratas eficientes. Para eso están lo que podríamos llamar “políticos profesionales”. En ese sentido la política fue pasando a tener un lugar preeminente en la modernidad, constituyéndose casi en una casta cerrada con su lógica propia. Salvando las distancias entre “corruptos” políticos del Sur y ¿transparentes? del Norte (eso es una falacia: hay corrupción en todos lados), pareciera que todos están cortados por la misma tijera. Es decir: responden a un perfil psicológico aproximadamente igual en todos los casos: manipuladores, mentirosos, aprovechados, maquiavélicos, no confiables… por decir lo menos. “A veces la guerra está justificada para conseguir la paz”, dijo Barack Obama al recibir el Nobel de la Paz (¡!). ¿Qué diferencia sustancial hay entre eso, cualquier promesa de campaña de cualquier político de cualquier parte del mundo y lo que puede decir un comediante? Repitámoslo: manipulación, mentiras, justificaciones maquiavélicas; esas son las características distintivas del discurso político burgués: todo se puede justificar, todo se puede maquillar.
El político profesional no es el ciudadano común que se involucra en los asuntos de la res publica (eso no pasa nunca en las democracias representativas, ¡no puede pasar nunca!), sino la persona -generalmente varón, machismo mediante- que se dedica de tiempo completo a moverse en el aparato de Estado, a administrar toda esa maquinaria conociendo los vericuetos íntimos del entramado político- institucional. La noción es moderna; nace en el capitalismo europeo, en el Estado-nación moderno que crea el sistema triunfante en la Europa post renacentista, y que hoy ya se ha extendido globalmente como sinónimo de progreso y modernidad. Esta noción de “político” tiene en la actualidad sus códigos propios, su historia, su identidad. Como mínimo, y aunque suene a chistoso, tiene incluso identidad hasta en su presentación formal: varón de mediana edad, o ya entrado en años -no muy comúnmente joven- en traje y corbata con pelo corto (tatuajes excluidos, aunque la moda hoy ya los puede ir imponiendo). Y como la mujer ya ha ingresado también a este “oficio”, también tiene su correspondiente look, su uniforme, sus códigos: trajecito formal, tacones, algunas joyas.
La profesión ya se ha globalizado, y con las adecuaciones del caso (también vale en algunos casos la túnica o el traje típico de la región), el “saco y corbata” es, si bien de origen occidental, ya un símbolo universal. Todo lo cual puede demostrar al menos dos cosas: por un lado, que los vericuetos del poder y de las sociedades basadas en las diferencias de clases más o menos se repiten por igual en cualquier latitud (lo cual permite ver que “la historia no ha terminado” como altaneramente se anunció hace algún tiempo, pues las luchas de clase siguen marcando el ritmo, porque el sistema capitalista sigue vigente, y por tanto sus contradicciones internas inmodificables: los políticos las expresan). Por otro, que las matrices dominantes en términos ideológico-culturales vienen impuestas por el discurso hegemónico, en este caso, la visión eurocéntrico-capitalista; léase: el saco y la corbata de los políticos de profesión, o… democracia representativa, formal, democracia de los partidos políticos, resguardando a muerte la propiedad privada de los medios de producción. ¡Eso es lo inmodificable y lo que esa política resguarda!
La corrupción, como constante humana en tanto transgresión -eso se puede encontrar en cualquier lugar, incluso en los modelos socialistas- no deja de ser parte del ejercicio de poder. Sucede que este segmento de políticos de profesión, con mayor acceso que nadie a los fondos púbicos, siempre están cercanos a la tentación de quedarse con algún vuelto. De hecho, eso sucede. De esa cuenta, y a partir de ese descarado discurso donde todo se negocia a espaldas de las poblaciones, la “política”, en tanto actividad profesionalizada, está desacreditada, abominada, denigrada- sin mayores posibilidades de arreglo, por lo que se ve- puesto que la mentira que encarna, cada vez es más insostenible. ¿Por qué mentira? Porque el manejo del Estado es la forma en que la explotación económica encuentra su legalización, su normalidad, y quienes manejan esas instancias conllevan intrínsecamente la mentira de hacer creer que gobiernan “para el provecho del pueblo”.
Los políticos profesionales, como grupo cerrado, como “gremio” profesional, en más de algún caso, o en muchos casos, pueden ser despreciables (quizá más que otros gremios que no juegan con los dineros públicos- nadie desprecia a los bomberos, ni a las enfermeras ni a los arquitectos, por ejemplo-); pero no son ellos la fuente de las injusticias. Si reparamos con objetividad en las barrabasadas, las incongruencias, los atropellos y estupideces sin par que dicen muchas veces (¿casi siempre?) los políticos profesionales, podríamos creer que son “enfermos mentales”. Invitarnos a comer mojarras de un lago contaminado luego de la supuesta “limpieza” del mismo, tal como dijo la ahora ex vicepresidenta y rea Roxana Baldetti en Guatemala, o querer hacernos creer que “el mundo ahora es un lugar más seguro” porque se mató a Osama Bin Laden, como dijera el presidente estadounidense Barack Obama (la lista de atrocidades y atropellos podría ocupar larguísimas páginas) son apenas algunos ejemplos de estas tropelías. ¿Son “enfermos mentales” estos agentes, o simplemente cínicos? ¿Quién se atreve a declarar una guerra, o el aumento de precios de los alimentos?
Lo ejercido por los funcionarios del Estado moderno, capitalista en su versión globalizada actual, con cuotas de poder inconmensurables que asientan en los más descomunales ejercicios represivos (armamento nuclear, por ejemplo) y/o de control (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica), es un manejo del otro increíblemente sutil, profundo, absoluto. El otro (para el caso: la población) no tiene casi margen alguno para decidir, más allá del espejismo en que se le hace creer que “decide su destino” con un voto.
Para el capitalismo moderno, la casta política es un mal necesario. ¿Se la podrá reemplazar en el futuro? ¿Para cuándo la democracia real, de base, popular?
rmh/mc