Los cambios climáticos se deben producir en cualquier objeto del Universo que posea una atmósfera. Los cambios de todo tipo en la naturaleza ocurren en una escala de tiempo diferente (y de mucho mayor ciclo en general) que los cambios durante la vida humana o los cambios históricos, y no son siempre manifiestos en rangos menores de tiempo.
La vida en la Tierra existe gracias a una combinación de tres factores: la distancia de nuestro planeta al Sol, la composición química de la atmósfera y el ciclo del agua.
La atmósfera, en particular, asegura que nuestro planeta tenga un clima adecuado para sustentar la vida. Cuando los rayos del Sol alcanzan la superficie de la Tierra, solo se absorben en parte, mientras que el resto se refleja hacia el exterior. Sin la presencia de la atmósfera, se dispersarían por el espacio; en cambio, la mayoría de ellos son atrapados y redirigidos hacia la Tierra por los gases presentes en la atmósfera (principalmente dióxido de carbono y metano, pero también vapor de agua, etc.) llamados gases de efecto invernadero.
Este calor capturado se suma al calor absorbido directamente de los rayos del sol. Es importante añadir que sin el efecto invernadero natural, la temperatura media del planeta rondaría los -18°C en lugar de la media actual de unos 15°C.
Las “causas” del cambio climático
El cambio climático siempre ha existido a lo largo de la historia de nuestro planeta. Pero el calentamiento global que hemos estado viendo durante los últimos 150 años es anómalo porque es en parte el resultado de la actividad humana. Se llama efecto invernadero antropogénico y ocurre además del efecto invernadero natural.
Con la revolución industrial, el hombre comenzó repentinamente a bombear a la atmósfera millones de toneladas métricas de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero, duplicando la cantidad de CO2 presente en la atmósfera en comparación con los niveles mínimos de los últimos 700 mil años (410-415 partes por millones en comparación con 200-180 partes por millón).
Desde hace unos 15 años, los datos producidos por miles de científicos de todo el mundo, analizados y organizados por el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), confirman que el calentamiento global se deriva en parte del efecto invernadero antropogénico, es decir, es acelerado por la actividad humana.
En realidad, la base científica de la conexión entre los niveles de dióxido de carbono y los aumentos de temperatura se estableció al mismo final del siglo XIX, gracias a los trabajos del premio Nobel Svante Arrhenius, y luego confirmados por el científico estadounidense David Keeling en la década de 1960.
En Cuba, ya en 1981, el destacado científico L. L. Peñalver y sus colaboradores, probaron la existencia de al menos dos ciclos climáticos en el occidente del país durante la época Pleistocénica.
Después se han hecho numerosos trabajos, y se ha organizado con alta prioridad estatal la “Tarea Vida”. De nuevo Cuba supera a países altamente desarrollados en estudiar y enfrentar las amenazas existenciales de la humanidad.
El cambio climático existe por causas naturales desde hace miles de millones de años, la actividad antropogénica de nuestros tiempos, lo ha catalizado y llevado a un nivel de aceleración e intensidad desconocidos en el tiempo histórico (no por supuesto en el tiempo geológico).
Cambio climático y vida en la Tierra
En el transcurso del siglo pasado, la temperatura promedio del planeta aumentó en 0,98 °C y la tendencia que hemos estado viendo desde el año 2000 indicaría que, a menos que se realicen intervenciones bien activas, es probable que vuelva a subir hasta alcanzar los 1,5 °C en 2030.
El impacto del calentamiento global ya es evidente: el hielo marino del Ártico se ha reducido un 12,85 % cada década, mientras que los registros de mareas costeras muestran que los niveles del mar han aumentado cada año un promedio de 3,3 mm desde 1870. La década 2009-2019 fue la más calurosa jamás registrada en los últimos 200 años y 2020 fue el segundo año más caluroso de la historia reciente, solo detrás del año récord de 2016.
Las “temporadas de incendios” se han vuelto más largas e intensas, como la de Australia en 2019; desde 1990 la frecuencia de los fenómenos meteorológicos extremos, como ciclones, tornados e inundaciones, también ha aumentado, ocurriendo incluso en momentos atípicos en comparación con el pasado reciente, con niveles de intensidad devastadores.
Fenómenos como El Niño se han vuelto más irregulares y han provocado peligrosas sequías en zonas ya amenazadas por la aridez crónica, como el este de África, mientras que la Corriente del Golfo se está desacelerando y bien podría cambiar de ruta. Las especies de plantas y animales están migrando de manera impredecible de un ecosistema a otro, creando un daño incalculable a la biodiversidad en todo el mundo.
Definir todo esto con el término cambio climático es correcto, pero no da una idea completa de lo que está sucediendo. Debiéramos llamar a la situación actual “Crisis Climática”. El clima siempre ha ido cambiando, pero no tan rápido (en el tiempo histórico, no en el tiempo geológico) y nunca en presencia de infraestructuras tan rígidas y complejas como las que se encuentran en las metrópolis y los sistemas productivos de los países industrializados.
A la crisis mencionada se suma asimismo fenómenos no relacionados con la naturaleza, como es el creciente consumo de productos agrícolas orgánicos, con menores productividades por área sembrada, lo que pone en peligro el abastecimiento alimentario.
Paliativos al cambio climático, para adaptarnos y sobrevivir
Las actividades humanas, como la quema de combustibles fósiles y la destrucción de las selvas tropicales, tienen una influencia cada vez mayor en el clima y la temperatura de la Tierra. Esto añade enormes cantidades de gases de efecto invernadero a los presentes de forma natural en la atmósfera, aumentando el efecto invernadero y el calentamiento global. El mayor daño lo causa, sobre todo, el consumo de carbón, petróleo y gas, que representan la mayor parte de las emisiones de gases de efecto invernadero.
En 2019, según Global Energy Perspective, los combustibles fósiles fueron responsables del 83 por ciento de las emisiones totales de CO2 y de la producción de electricidad a partir de carbón. Solo las centrales eléctricas contribuyeron con el 36 por ciento, aunque en 2020 – 21, debido a la pandemia de Covid-19, las emisiones cayeron significativamente (fuente: World Energy Outlook 2021).
Se estima que la tendencia actual de las emisiones de CO2 debido a la quema de carbón es responsable de alrededor de un tercio del aumento de 1 °C en las temperaturas medias anuales por encima de los niveles preindustriales, lo que la convierte en la mayor fuente de emisiones de toda la historia de la humanidad. En términos absolutos, el petróleo es la segunda mayor fuente de emisiones, con 12.540 millones de toneladas de CO2 (86 por ciento de las emisiones totales de carbono de 14.550 millones de toneladas) en 2019.
La destrucción de los bosques también causa daños sustanciales: los árboles ayudan a regular el clima al absorber dióxido de carbono de la atmósfera, por lo que, si se destruyen, este efecto beneficioso se ve disminuido y el carbono almacenado en esos árboles se emite a la atmósfera, lo que se suma al efecto invernadero.
Finalmente, el aumento de la ganadería intensiva y el uso de fertilizantes que contienen ozono contribuyen a aumentar las emisiones de gases de efecto invernadero.
Acuerdos internacionales. Hay que cumplirlos, si no se cumplen son inútiles
¿Cómo remediar la situación? En la conferencia (COP 21) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) en diciembre de 2015, los representantes internacionales adoptaron el Acuerdo de París, que proporciona un marco creíble para lograr la descarbonización, con objetivos a largo plazo para abordar el cambio climático y una estructura flexible. sobre la base de las contribuciones de los gobiernos individuales.
Las naciones signatarias se comprometieron a limitar el aumento de la temperatura por debajo de los 2°C en comparación con los niveles preindustriales, con esfuerzos para contenerlo dentro de los 1,5°C., con el objetivo final de superar el pico de emisiones lo antes posible y lograr la neutralidad de carbono en la segunda mitad del siglo.
A pesar del éxito de la COP21, muchas cuestiones relativas al Acuerdo han quedado sin resolver. En 2018, la COP24 en Katowice, Polonia, aprobó las directrices de implementación del Acuerdo de París (el llamado Paris Rulebook). En 2021, la COP26 de Glasgow reafirmó el compromiso de lograr la Neutralidad Global para 2050.
El camino hacia la descarbonización es claro y se conoce como transición energética: el paso de un contexto energético basado en combustibles fósiles a uno con cero emisiones de carbono y basado en fuentes de energía renovables. Ya existen tecnologías que apoyan la descarbonización, son eficientes y deberían implementarse en todos los niveles.
Una contribución significativa a la descarbonización vendrá de la electrificación del consumo final. Esto significa reemplazar las tecnologías basadas en combustibles fósiles en todos los sectores, desde los hogares hasta el transporte local y de larga distancia, pasando por la industria pesada, con tecnologías que utilizan electricidad producida a partir de fuentes renovables, reduciendo no solo las emisiones de gases de efecto invernadero, sino también la contaminación del aire, en particular en ciudades.
La ciencia ofrece datos claros, proyecciones y escenarios futuros cuidadosamente estudiados. El cambio climático no espera a nadie y no se detendrá por sí solo. Lo que se requiere es un cambio cultural sustancial, un verdadero cambio de paradigma.
Ya existe un acuerdo generalizado sobre lo que hay que hacer: ahora hay que convertirlo en realidad. Gastemos mucho más en remediar problemas graves e inminentes, que en armas.
Solamente una reducción del presupuesto militar de las 10 principales potencias militares en un 20 por ciento generaría unos cinco billones de dólares en 10 años para ser usados en la reconversión energética mundial, en el mejor uso del agua y otras medidas paliativas de la mayor trascendencia.
¿Cuántas vidas se salvarían? Millones anualmente, sobre todo en los países menos desarrollados.
Como en las partes I y II del presente artículo, nos referimos a la acción directa de la “Crisis Climática” y no a la combinación de este con los demás factores analizados.
La “Crisis Climática” es uno de los jinetes del Apocalipsis. Los combustibles fósiles sobre todo carbón (y petróleos pesados), los incendios (y la quema intencional) de bosques, las emisiones de cientos de millones de autos, el desperdicio de agua y otras acciones suicidas (sobre todo en las “sociedades de consumo”) son su caballo exterminador y vengativo.
rm/jro