Primeras experiencias socialistas
El siglo XX comenzó con la expectativa de ver materializadas las ideas de Marx en algún país. De hecho, en 1917 asistimos a la primera revolución obrero-campesina de la historia: Rusia. Por vez primera en la historia, el socialismo fue una realidad.
Quizá contrariando en parte lo expresado por el mismo Marx en su gran elaboración teórica desde sus años juveniles hasta la aparición del tomo I de su obra cumbre: “El Capital. Crítica de la economía política”, en 1867, la primera victoria socialista no se dio en un país especialmente desarrollado en términos industriales.
De todos modos, revisando lo afirmado años atrás, el propio Carlos Marx empezó a escudriñar en profundidad los sucesos político-sociales de Rusia (hasta comenzó a estudiar lengua rusa para ello), pues vio que allí, en una nación semifeudal con una amplia base campesina y sin una clase obrera urbana muy expandida, algo importante se gestaba. Por cierto, no se equivocó.
El triunfo de la revolución rusa se dio, entre muchos factores, a partir de la descomposición política que significó la entrada de ese país, conducido por el zarismo imperial, en la Primera Guerra Mundial, en 1914.
El desgaste económico y social que ello trajo aparejado sirvió de contexto para que el Partido Bolchevique, liderado por Vladimir Lenin, pudiera conducir el descontento popular hacia un cambio radical en la gran nación euroasiática.
Algo más de un año después, teniendo como telón de fondo el desastre ocasionado por la guerra -que había perdido-, en Alemania, con la participación de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, a principios de 1919, inspirándose en el triunfo bolchevique, el Levantamiento Espartaquista casi logra otra revolución con carácter socialista. En este caso, la represión del ejército alemán la impidió. Los ríos de sangre sellaron el alzamiento.
Conclusión: esa gran guerra que devastó buena parte de Europa entre 1914 y 1918 abrió paso a una revolución socialista exitosa y otra reprimida. Junto a ello, con el triunfo bolchevique en Rusia, se abrieron grandes expectativas de cambio social en todo el mundo.
En todos los continentes comenzaron a aparecer partidos comunistas, que en muchos casos terminarían siendo más tarde voceros oficiosos de Moscú en sus respectivas naciones.
Lo cierto es que, con la materialización de la primera revolución socialista en el mundo, la clase trabajadora global y los oprimidos todos del planeta sintieron que sí era posible un cambio real.
Las clases dirigentes de todos los países capitalistas encendieron sus alarmas, y desde inicios del siglo XX no han parado -ni pararán- de evitar a toda costa un cambio del paradigma.
La Unión Soviética desde un primer momento fue torpedeada, asediada, agredida de infinitas maneras. Las experiencias socialistas que le siguieron: China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, corrieron igual suerte.
Desde hace cuatro décadas, sin una guerra declarada, la burguesía global ha maniatado la protesta social con las políticas neoliberales (capitalismo feroz sin anestesia), con lo cual se retrajo la lucha por el socialismo a una situación anterior a la revolución de rusa de 1917.
Pero obviamente, esa guerra mortal, esa lucha de clases al rojo vivo, continúa presente día a día, manifestándose de diversas maneras. La desinformación sistemática es una de sus aristas. El intento de transformar a los “trabajadores” en “colaboradores” evidencia que ese combate no termina.
Guerras: una constante
Las guerras -todas por igual- empobrecen profundamente a las grandes mayorías de los países perdedores, amén del deshonor, en la lógica del nacionalismo más patriotero, de sentirse derrotados, humillados en la post-guerra. Las guerras solo favorecen a las élites de las potencias vencedoras; muy secundariamente el botín obtenido por las mismas llega como migajas a su pueblo, a la gran masa trabajadora -que, sin dudas, fue quien puso el cuerpo en la contienda-.
¿Por qué decir todo esto? Porque hoy día se libra una muy importante guerra en Ucrania. Una más de las más de 50 que tienen lugar en este momento en el mundo (¿no era que nos amábamos los unos a los otros?).
Sin ningún lugar a dudas, los enfrentamientos bélicos no están cerca de terminar, y la industria militar es, por lejos, el ámbito humano que más avances científico-técnicos moviliza produciendo los negocios más multimillonarios de todos los ahora existentes.
Quizá no se equivocaba Freud cuando habló de una pulsión de muerte, una tendencia autodestructiva irrefrenable. Lo cierto es que el actual enfrentamiento (“invasión” u “operación militar especial”, según se lo quiera ver) se libra entre dos grandes potencias: Estados Unidos, que utiliza a la OTAN como su caja de resonancia, y la Federación Rusa, quien pretende volver a ser un país de decisiva presencia en el plano político internacional luego de la extinción de la Unión Soviética.
Ucrania es el campo de batalla, el teatro de operaciones. Pareciera que poco importan las y los ucranianos. Todo indica que no chocarán directamente fuerzas de las dos potencias militares; de todos modos Moscú, previendo posibles escenarios hacia donde pudiera escalar la guerra, solo destinó el 15 por ciento de su capacidad bélica a Ucrania. El resto se lo reserva para un eventual enfrentamiento con ejércitos de la OTAN, incluso manejando la posibilidad de una guerra nuclear.
Por lo que se va viendo de momento, Rusia está cumpliendo su plan trazado. Es decir: está impidiendo que la nación ucraniana ingrese como miembro pleno de la OTAN, hecho a partir del cual la alianza atlántica podría establecer armamento atómico a escasos minutos de Moscú.
El presidente Zelensky, luego del aluvión de misiles rusos, llegó a decir que podría negociarse el no-ingreso de su país a la OTAN a cambio de garantías de Rusia en cuanto a seguridad para Ucrania.
Dicho esto, inmediatamente Washington -quien en verdad está conduciendo la guerra desde Occidente- reaccionó buscando detener esa posibilidad. Estados Unidos, más exactamente dicho: su clase dirigente representada por el administrador de turno de la Casa Blanca (hoy Joe Biden, pero eso es igual con cualquier mandatario), y más aún, su complejo militar-industrial, necesita imperiosamente esa guerra.
Si la OTAN no es enemiga acérrima de Rusia, el país americano pierde influencia en Europa. Por eso, la guerra debe continuar. De ahí que se montó la masacre de la ciudad de Bucha.
El ex oficial de la CIA y veterano de la Oficina de Contraterrorismo del Departamento de Estado estadounidense Larry Johnson fue explícito: “Sospecho que la gente de inteligencia que ayudó a los ucranianos a organizar la masacre de Bucha contaba con un maremoto de ira para empujar a la OTAN a la acción. Pero eso no ha sucedido. En cambio, Europa ha optado por palabras más airadas y sanciones económicas contraproducentes. (…) Hay algunos informes no confirmados de que el MI6 de Gran Bretaña inventó este teatro macabro con el servicio ucraniano”.
Él mismo, nada sospechoso de pro-ruso, pudo decir: “En la invasión normal de la OTAN, la destrucción de la red eléctrica y el desmantelamiento de Internet suele ser una prioridad máxima. Rusia no está siguiendo un guión de la OTAN en Ucrania”.
Este enfrentamiento decide mucho de lo que pasará de aquí en adelante a nivel planetario. Estados Unidos y su herramienta militar, la OTAN, así como sus socios-súbditos: la Unión Europea, tratando solo con cierto decoro a su madre patria, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, desea fervientemente seguir fijando los destinos del mundo cual si fuera un enviado divino.
Su moneda, el dólar, sostenida artificiosamente con manejos financieros y con su enorme poderío militar con 800 bases diseminadas por todo el globo terráqueo, comienza a caer. Su economía está empantanada. Solo como muestra: desde hace tiempo, fortalecido por los confinamientos de la pandemia de Covid-19, Estados Unidos recibe semanalmente alrededor de 200 mil pedidos de subsidio por desempleo.
Si van surgiendo nuevos super millonarios que exhiben ostentosos sus inconmensurables fortunas, eso no significa que el país, aún una superpotencia indiscutible, no presente severos problemas internos, con una economía que no crece como su nuevo archirrival.
En el horizonte apareció otro enemigo, mucho más peligroso que la Unión Soviética décadas atrás. Ésta representaba una afrenta ideológica, pero no dañaba su economía; por el contrario, la macabra Guerra Fría -misil nuclear contra misil nuclear- alimentaba generosamente su industria bélica, llegando a representar casi un 10 por ciento del PBI (por supuesto, embolsado por los grandes fabricantes). La llamada “coexistencia pacífica” era un buen negocio para el complejo militar-industrial norteamericano.
ag/mc
*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino.