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jueves 21 de noviembre de 2024

Perú, de jóvenes y viejos

Por Gustavo Espinoza M.*

 

Una vez más se ha puesto en debate el tema generacional. Algunos entusiastas, deslumbrados por la imagen chispeante de Verónica Mendoza, la candidata presidencial del denominado “Frente Amplio”, han vuelto a proclamar el surgimiento de una “nueva y moderna izquierda”, distinta -y distante- de esa “vieja izquierda” que ellos consideran “fracasada y obsoleta”.

El tema generacional se ha puesto en debate una vez más en Perú, «pero, de qué jóvenes y de qué viejos se trata».

 

En el abordaje de esta cuestión, en alguna circunstancia me permití recordar un comentario de José Carlos Mariátegui referido a la célebre frase de Manuel González Prada -“Los jóvenes a la obra, los viejos a la tumba”-.  En su momento, hice la cita de memoria, de manera que no fue exacta. Felizmente, y con paciencia, encontré la referencia puntual cuya evocación me parece oportuna.

Fue Armando Bazán, en su ensayo biográfico titulado “Mariátegui y su tiempo”, editado por la Biblioteca Amauta en 1970, en la página 81 quien atribuyó a José Carlos el comentario preciso: “Los viejos a la tumba; los jóvenes a la obra… Está muy bien. Pero  ¿de qué viejos y de qué jóvenes se trata? Porque yo he visto marchar a los jóvenes fascistas romanos al compás de la Gionavenza, el himno oficial del fascismo italiano. Hay muchos jóvenes que llevan los signos de la decrepitud en la frente. Y el viejo Jean Jaurés era el espíritu más joven de Francia…”  

Fue un modo muy gráfico de señalar que, para él, la línea que divide a las sociedades, no es horizontal, sino más bien vertical. No corta el pastel de la vida por la mitad proclamando “jóvenes” a los menores de 40 años y “viejos” a quienes se sitúan por encima de esa cifra. Admite más bien que hay jóvenes prematuramente envejecidos -podríamos decir como aquellos que hoy miran con deleite a Keiko Fujimori o a García- y viejos que simbolizan, con palabras y acciones, el mensaje de la juventud del mundo.

Y es que es así. En sociedades como la nuestra, lamentablemente la frivolidad y el consumismo devoran ciertas conciencias juveniles. Y hay muchachos y chicas que podrían luchar por afirmar altos ideales, pero se dejan ganar por prédicas insubsistentes de menor trascendencia. Pierden su rebeldía, y, por lo tanto, su esencia.

Incluso entre quienes se sienten convocados a acciones positivas, asoman -al lado de voluntades entusiastas- espíritus pequeños cargados de prejuicios y deformaciones que habrán de superar en la medida que se fragüen en los combates sociales.

Por lo demás, no todos los “viejos” pueden ser medidos por el mismo rasero. Los hay oportunistas y logreros, que se aferran a cargos partidistas porque creen que perderlos les quitará la vida; y los hay egocéntricos y mezquinos que se sienten predestinados a encarnar figuras de la historia, pero los hay también quienes luchan de modo consecuente y abnegado por las causas más justas sin pedir nada a cambio.

Viene esta explicación para aludir al artículo de Steven Levitsky, publicado recientemente bajo el pomposo nombre de “Una izquierda moderna”. En él, y luego de encomiar el surgimiento de “nuevas figuras” del movimiento popular asegurando que ellas encarnan la “renovación”, sostiene que, para afirmase en el escenario social, tienen que seguir un “recetario” concreto que sintetiza en tres medidas: a) jubilar a los viejos b) renunciar a los símbolos y c) cambiar base social.

A los viejos -a todos, sin la menor distinción- los hace plausibles de errores y deformaciones que los desacreditan y descalifican, y  exigen su indispensable retiro de la contienda social. Pareciera en su lenguaje, que negativos para el  país resultan todos aquellos que han arribado a una determinada edad, independientemente del aporte que brindaran a nuestro pueblo. A la tumba, todos; parece decir este González Prada norteamericano que funge como analista político con cierto predicamento,  y que encuentra eco entusiasta en seguidores del debate de hoy.

Es claro que conoce de “oídas” la historia social peruana; que no sabe de las vigorosas luchas libradas durante décadas por una izquierda que fue capaz de alzarse -en su momento- como alternativa de Gobierno y de Poder, y que fue abatida, en buena medida, por el accionar disolvente y corrosivo alentado y  digitado por servicios secretos del imperio que introdujeron el virus del oportunismo como el dengue o el Zika.

Para sustentar su requerimiento exalta a “las nuevas generaciones” sin reparar en que ellas -si bien constituyen una impronta valiosa- tienen que hacer su propia experiencia de lucha, acerarse en el accionar cotidiano, elevarse por encima de prejuicios y mezquindades, calificar su conducta ante la historia.

No basta, por cierto, haber participado en la “batalla de los pulpynes” -miles lo hicieron-, ni haber estado en un par de marchas reprimidas por la policía. Ese es un buen comienzo, sin duda, pero está muy lejos de la cima, adonde no se llega en ascensor, sino combatiendo infatigablemente, recorriendo atajos ásperos y complejos; y sufriendo -sí- los avatares y contingencias  de una lucha en la que el enemigo golpea sin cesar, y no perdona nunca.

Elogiar a los jóvenes  -más bien, adularlos- es una práctica conocida, pero errónea. Usada con frecuencia por los políticos burgueses, fue parte del discurso constante de Haya de la Torre, que finalmente produjo discípulos como García. No conduce entonces a afirmar el papel de las nuevas generaciones, sino más bien a corromperlas y desclasarlas.

El segundo “consejo” del politólogo yanqui muestra de un modo claro el sentido de su mensaje: renunciar -dice- a los símbolos revolucionarios y consignas “del pasado”, porque fueron usadas, en su momento, por Sendero Luminoso y son hoy “espanta votos”.  Esta última frase muestra el detalle al que aludía Maurice Talleyrand Perigord, el célebre diplomático francés.

Sí, en ese “detalle” estriba el quid del asunto, porque lo que aconseja Levitsky no es enarbolar principios ni tener valores; sino simplemente obtener votos. Lo que quiere no es una izquierda política, sino una simplemente electoral, que pueda “ofrecerse” y “alcanzar”… su propio espacio.

A esa izquierda electoral, una bandera roja le resultará contraproducente. Y la hoz y el martillo, peor. ¡Al basurero, entonces!, dice exultante. Quizá un pendón amarillo y una paloma blanca que transmita un mensaje de paz, le ayudará más… ¡a obtener votos, claro!. ¡Eso es lo que importa!.

Luego viene el tercer consejo. Esa izquierda puede querer representar algo, pero no a los trabajadores. “La clase obrera, ya no existe”, asegura con conmovedora ignorancia. No entiende, por cierto, la diferencia que existe entre formas y esencia. La clase obrera, en la forma que existía hace cuarenta años, ya no existe. Ha cambiado. Pero eso no debiera sorprender a nadie.

La clase obrera de los años del Manifiesto Comunista no era igual a la que hizo la Revolución de Octubre. Y ésta no fue igual tampoco a la que derrotó al fascismo en la II guerra mundial. La clase obrera cambia sus formas de acuerdo con el desarrollo de la sociedad, pero no cambia su esencia como fuerza explotada bajo el capitalismo.

Sigue siendo clase obrera, aunque en última instancia pueda incluso modificar su denominación y llamarse simplemente “trabajadores”; mantiene su condición de fuerza social productiva, pero explotada. Genera riqueza desbordante y multiplica los beneficios y privilegios de quienes tienen las riendas del poder bajo el capitalismo. Eso, no se puede ocultar.

Al “aconsejar” a la izquierda que abandone su base social, el editorialista de marras busca matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, cortarle la raíz a esa izquierda, alejarla de su base natural; y, por otro, dejar a los trabajadores en el mayor desamparo. Lograr que nadie luche por ellos, porque hacerlo les haría “perder votos”.

Partiendo de una formulación de este corte, puede arribarse rápidamente a una conclusión: la lucha de clases no existe. La opción clasista, per sé, es “obsoleta”. Y lo que la “izquierda” debe hacer es renunciar a ella para “sumarse al esfuerzo común”. La colaboración de clases en su mayor esplendor. Entonces, ONGs, en lugar de sindicatos; y funcionarios, en vez de dirigentes.

Hay quienes aseguran que esa es la izquierda que la derecha quiere tener para perpetuar su condición de fuerza expoliadora. Y es verdad. Con un “izquierda” así, estará garantizada la dominación capitalista.

Acabar con los viejos, echar los símbolos al tacho de la basura, y  abandonar a su suerte de los trabajadores; no es signo de “renovación”; sino un modelo de capitulación en toda la línea. ¡Y eso fue lo que siempre buscó la clase dominante!

 

ag/gem

 

*Periodista y profesor peruano.
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