Por Gustavo Espinoza M.*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Dilma Rousseff y Cristina Kichnner son figuras de nuestro tiempo. Ambas simbolizan una dura lucha por afirmar el papel de la mujer en América Latina, pero también por abordar los grandes retos del desarrollo que tienen planteados ante si los pueblos de nuestro continente.
Curiosamente, las dos son ahora víctimas de una ofensiva demoledora impulsada por los sectores más reaccionarios, e implementada a través de los medios de comunicación a su servicio.
Unos y otros se empeñan en deslucir la imagen de estas luchadoras pensando que, al hacerlo, están infiriendo un grave daño al proceso emancipador latinoamericano. Creen que, cubriendo de lodo las gestiones gubernamentales ejecutadas en Brasil y Argentina, van a lograr, finalmente, recuperar posiciones y antiguos privilegios. Sin duda, se engañan.
La ofensiva contra Dilma y Cristina no está desligada de la campaña general que estas mismas fuerzas despliegan en el escenario continental.
Ya actuaron en Honduras, cuando lograron dar al traste con el gobierno democrático y progresista de Manuel Zelaya; y luego en Paraguay, donde derribaron a Fernando Lugo para restaurar el régimen de dominación oligárquico, heredero de la dictadura de Stroessner.
Más recientemente, y con la bandera moralizadora al tope, se dieron maña para trastrocar el escenario guatemalteco e impulsar un proceso electoral ciertamente discutible que culminó con la victoria de los candidatos más reaccionarios.
Pero esta ofensiva alcanzó mayor capacidad operativa cuando en la tierra de Belgrano, el pasado 22 de noviembre, Mauricio Macri se alzó con un discutible triunfo logrado gracias a la división episódica de los sectores más avanzados de la sociedad.
Poco después, alentados por la suerte de “efecto dominó” de sus acciones, les fue posible ganar los comicios legislativos venezolanos en el empeño por amagar la estabilidad de gobierno bolivariano de Nicolás Maduro.
Finalmente, y ya este año, cantaron victoria, cuando en Bolivia no marchó la consulta ciudadana que podría favorecer a Evo Morales, un gobierno al que detestan, pero cuyos éxitos en las más diversas áreas de la vida altiplánica no pueden soslayar.
En las últimas semanas estas fuerzas concertaron un nuevo zarpazo, esta vez contra el Perú. Mediante un proceso considerado “semidemocrático” incluso por la OEA, alcanzaron a colocar para la segunda ronda electoral de junio a dos candidatos que tienen una singular coincidencia en el programa económico y que aseguran la continuidad del “modelo” neoliberal en marcha. Con tan solo el 25% de los votos, le dieron el 55% del poder legislativo a Keiko Fujimori para colocar una pica en Flandes y asegurar su presunta victoria el próximo 5 de junio.
Como parte de esta ofensiva desplegada en todos los frentes, se ha acrecentado la campaña desestabilizadora contra el gobierno de Rafael Correa y su Revolución Ciudadana, en el Ecuador ; la ofensiva contra el régimen progresista salvadoreño de Sánchez Ceré; y en la perspectiva, se coloca en la línea de mira del imperio a la Nicaragua sandinista, donde tendrán lugar comicios presidenciales y parlamentarios en noviembre próximo.
Todos estos hechos no hacen sino confirmar la idea de que América Latina es un verdadero campo de batalla en el que el imperio y sus acólitos locales buscan preservar los intereses del gran capital imponiendo por la fuerza “ajustes” económicos de corte neoliberal orientados a succionar más a los pueblos y afirmar el dominio norteamericano en la región.
Se busca, por cierto, afirmar la estrategia de dominación mundial de los Estados Unidos de Norteamérica como una manera de perpetuar su dominio en el escenario mundial. Para ello, buscan acabar con los gobiernos progresistas, pero también con las figuras que los encarnan. La campaña denigratoria contra Maduro, es en el fondo, la misma que contra Lula o contra Dilma y Cristina.
A ellas las injurian con más empeño porque las consideran más débiles y hasta más vulnerables. Creen que podrán “quebrarlas” con una ofensiva desmoralizadora que amague su gestión gubernativa. Pero no puede mostrar prueba alguna que acredite sus infundios.
Por eso, en el caso brasileño puede bien hablarse de la preparación de un típico “golpe de Estado”, es decir, una acción de fuerza que les permita derribar a un gobierno y reemplazarlo por otro afín a los intereses del imperio. Como en Argentina en cierto modo ya lo lograron, ahora buscan desacreditar a Cristina porque son conscientes que se trata de una figura carismática con un considerable respaldo ciudadano.
En ambos casos, lo que se pretende es quebrar al pueblo, para que se aleje de cualquier política renovadora y opte más bien por las ofertas electorales de los neoliberales de nuestro tiempo.
Que los cargos contra Dilma y Cristina no tienen sustento alguno, es fácilmente deducible, incluso del tipo de campaña que se libra contra ellas.
Si en verdad ellas hubiesen actuado en contra de los intereses de sus países y sus pueblos, quienes hoy las atacan no lo harían. Al contrario, las aplaudirían y las considerarían “parte” de su propia oferta. ¿O es que acaso alguien pudo ver al Grupo Clarín o a los agentes de Macri combatiendo a la dictadura de Videla? En absoluto.
Tampoco nadie vio las grandes avenidas de Rio o Sao Paulo atosigadas de gente convocada por los grupos de Patria, Familia y Propiedad en los años 70 del siglo pasado. Esas “paseatas” brasileñas se veían en los primeros años de la década de los 60, en la etapa previa al golpe contra Joao Goulart, pero nunca ocurrieron contra Garraztazú Médici o los militares golpistas de la Escuela Superior de Guerra de Brasil, que tanto daño hicieron al pueblo brasileño.
Por eso hacen bien las fuerzas progresistas de estos grandes países de América del Sur en salir a la calle para defender a Dilma y a Cristina. No están defendiendo personas. Están abogando por un proceso democrático en curso que puede tener tropiezos, pero que finalmente se afirmará en todo el continente.
Que Dilma y Cristina son descollantes figuras de nuestro tiempo, no hay duda.
ag/gem