Por María Eugenia Paz y Miño*
Exclusivo para Firmas Selectas de Prensa Latina
Estudios de diferente índole indican que en América Latina y el Caribe los problemas en torno a la vivienda son múltiples. No sólo existe un déficit habitacional, originado sobre todo por los altos índices de urbanización, sino que, en el caso de personas que cuentan con un lugar donde vivir, existen inconvenientes en cuanto al hacinamiento, la tenencia legal de la tierra, el espacio apropiado o el acceso a servicios básicos. Asimismo, de acuerdo con datos del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), una de cada tres familias (59 millones de personas) habita en una vivienda no adecuada y construida con materiales precarios1.
Si bien lo precario alude a láminas de cartón, por ejemplo, o a otros elementos de desecho, la idea de precariedad está ligada también a los materiales de origen natural como el bambú o el adobe. De hecho, existen en las ciudades ordenanzas o criterios arquitectónicos que subvaloran y limitan esos materiales. Lo mismo ocurre respecto a las técnicas tradicionales de construcción, algunas de origen precolombino.
De otra parte, en la mayoría de casos, para remediar el déficit de viviendas se acude a proyectos institucionales en los que priman materiales como el hierro y el cemento, dentro de lógicas arquitectónicas particulares que no garantizan construcciones duraderas y tampoco una calidad de vida sana (dadas las temperaturas extremas que se generan en su interior). Los conceptos arquitectónicos que sobresalen en los proyectos masivos de vivienda, perciben a los individuos y a los grupos más empobrecidos de la población dentro de una forma de vida unívoca.
Desde ese esquema no interesa lo que sea más apropiado, culturalmente hablando, para tal o cual grupo humano. Lo esencial es dotar a la gente de una vivienda y, dentro de ello, primarán las leyes de oferta y demanda del mundo de la industria arquitectónica.
Ni siquiera se toma en cuenta que, en los diversos escenarios urbanos, la vivienda jamás ha presentado iguales características, y se asume un sólo molde arquitectónico que se impone por sobre los parámetros de diversidad cultural. Incluso, para solucionar los problemas de precariedad de las viviendas en el campo, se intenta trasladar hacia este espacio la idea de urbanizaciones, conjuntos habitacionales o ciudadelas. A la problemática descrita se suman soluciones de construcción improvisadas y autogeneradas que, obviamente, resultan inseguras.
Tales temas se han puesto de manifiesto tras el terremoto que azotó a Ecuador en abril pasado y que evidenció, dentro de un panorama de devastación, la existencia, en toda la costa ecuatoriana, de construcciones de hormigón tan frágiles que fueron las primeras en caer. Los expertos que han evaluado esta situación identificaron tipologías de hormigón “de muy mala calidad”, con dosificaciones “incorrectas en sus componentes”, a más de “armaduras corroídas que no recibieron un tratamiento adecuado” y “diseños urbanísticos pobres en los que coexistieron edificios de diferentes alturas”2.
Los resultados devienen trascendentales para toda América Latina y el Caribe, en especial porque están vinculados a demandas enfocadas a la revitalización de materiales y técnicas “tradicionales”.
En el caso de Ecuador, los vestigios de las viviendas más antiguas se hallan precisamente en la región costera y de ello se desprende que se construia con viguetas de madera y diseños que iban desde cabañas en forma de colmena hasta casas de plantas ovaladas. Asimismo, se conoce que los huancavilcas (cultura indígena), presentes en el momento de la conquista española, construian en especial con madera y caña, pero también con piedras y adobes y tejados de paja u hojas de palma. Y aunque son pocos los estudios en torno a la arquitectura vernácula, se sabe que hasta el siglo XVIII no hubo modificaciones en la utilización de los materiales.
De las investigaciones hechas en la costa ecuatoriana, la conformación de los espacios dentro y fuera de las viviendas se fue generando conforme con las necesidades y actividades de los habitantes. Así, todavía en algunos pueblos costeros, la cocina, por ejemplo, siempre aparece ubicada en una planta alta, y la explicación para que esto ocurra está íntimamente ligada a las relaciones humanas, al trabajo, a la percepción del espacio, en fin, a la cultura.
Sin embargo, el esquema de la cocina en la planta baja, y con las características que conocemos, se ha impuesto a tal grado que no sólo se ha producido una colonización del modelo de casa occidental, sino que, si se analizan los distintos aspectos involucrados, se llegará a verificar cómo la arquitectura vernácula ha sido equiparada a retraso o a primitivismo.
En parte, los prejuicios generados responden a que los materiales y técnicas empleados desde lo vernáculo no pasan por lo académico. Por ejemplo, ninguno de los constructores de las viviendas del pueblo de Sacahún (península de Santa Elena) es graduado en universidad alguna. Hay personas con escasa educación escolar que, sin embargo, construyeron sus casas con sus propias manos, utilizando materiales de la zona y manejando técnicas y sistemas constructivos ancestrales.
Estas casas tienen una antigüedad entre 50 y 70 años de construidas y aún conservan elementos estructurales y arquitectónicos originales. Es más, son casas que crean una armonía entre el entorno y los seres humanos, en consonancia con el medioambiente, porque esa es la exigencia dentro de los valores culturales de los habitantes de esa zona. Ese tipo de viviendas contrasta sobremanera con otras de pobre calidad, fabricadas en bloque, a impulsos de los programas de apoyo, a la larga abandonadas por sus “beneficiarios” o destinadas a bodegas.
Las viviendas en armonía con el entorno tendieron a desaparecer a partir de la década de los 80, coincidiendo con el auge del neoliberalismo y los programas habitacionales masivos. Las estructuras de hormigón y subdivisiones de bloque de cemento empezaron a invadir el entorno tropical en toda la costa, con énfasis en las playas “turísticas”, donde las exuberantes palmeras fueron sustituidas por rectángulos y cuadrados de cemento.
Para encontrar un hospedaje acorde con el clima, el paisaje, la arena tibia y el agua verdosa del mar, había que recorrer kilómetros. Lo usual era encontrarse con hoteles de dos, tres y cuatro pisos cerrados, sin vegetación, todos de cemento; sólo los más caros contaban con una piscina. Pues bien, con el terremoto, todo esto, literalmente, desapareció.
Ahora son las voces de la propia Academia las que denuncian el quiebre en los modos culturales de apreciar la arquitectura y en los programas de reconstrucción se habla de que la vivienda debe ser también bella y en armonía con el entorno. Los técnicos que evaluaron este aspecto coinciden en que sean consideradas las llamadas “identidades propias” para el rediseño de las ciudades costeras; que se logre un “equilibrio entre la aplicación de técnicas y materiales tradicionales de la zona y las técnicas modernas de construcción”.
En especial abogan por la revitalización de las técnicas vernáculas, que “tuvieron un muy buen comportamiento [durante el terremoto] en relación con las estructuras nuevas”3. El barro, el bambú o caña y la madera están siendo reivindicados como materiales ideales en las reconstrucciones, considerados sismo-resistentes por su flexibilidad que se compagina con techos de palma. Esto no quiere decir que el hormigón o el acero sean malos, sino que ha llegado el momento de repensar qué tipo de arquitectura queremos para nuestras ciudades.
Alternativas y opciones están surgiendo cada vez más en el Ecuador y, sin duda, pueden constituir un modelo para el resto de Latinoamérica y el Caribe. Por ejemplo, ahí está la construcción de “viviendas solidarias” en la selva subtropical ecuatoriana, donde se privilegia la base de bambú. Precisamente las casas construidas con material flexible se mantuvieron en pie tras el terremoto, más allá de que se continúe pensando, erróneamente, que este tipo de vivienda no responde a los conceptos de progreso o desarrollo.
Es hora de que ese progreso y ese desarrollo, al menos en el rubro de la arquitectura, comience a medirse por la calidad de la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente, la naturaleza y el cosmos, emanada de la revitalización de materiales tradicionales indicativos de una forma de concebir la vida de un modo diametralmente opuesto al consumismo y al capitalismo extremos.
Mayo 2016
ag/mep
Referencias
1. Pormenores de esta problemática lo encontramos en el estudio Un espacio para el desarrollo: Los mercados de vivienda en América Latina y el Caribe, editado y coordinado por César Bouillon en 2012 y disponible en la web.
2. Tomado de diario El Telégrafo, 21 de mayo de 2016, p. 7.
3. Ibíd.